Hoy, a raíz del confinamiento, y argumentando justificaciones vanas, vemos cómo colegas siguen arriesgándose a trabajar, a veces regalando un porcentaje al administrador o político que los nombra, olvidándose de los peligros para su persona.
La pandemia del SARS-2 o covid-19 ha causado un verdadero cataclismo a todo nivel: un enemigo invisible que ni siquiera los más poderosos han escapado de sus garras. Pero también ha permitido ver la realidad del ser humano y analizar el camino por donde transitábamos. Si vemos con ojos críticos, encontramos muchas situaciones positivas y negativas relacionadas con el comportamiento humano.
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Los gobiernos que estaban desprestigiados por la corrupción; a todo nivel incrementaron el populismo para ocultar las ansias de poder y del dinero desmesurado y arrogante que como una enfermedad mortal no los deja levantarse y no permite enmendar los errores pasados.
Estas situaciones nos llevaron a un descalabro financiero y falta de presencia del Estado en los sitios más álgidos en la infraestructura social, de salud y educación; esta condición nos llevó al desprestigio de los valores estructurales de la sociedad que eran los muros de contención que permitían desarrollarnos sin ese crecimiento y actitud desaforada que nos imponían las políticas neoliberales del dinero por encima de todas las cosas. Ya no nos alcanzaba el día, ni las fuerzas y perdimos la brújula dejada por nuestros ancestros.
¿Dónde quedó la ética? ¿Dónde los valores religiosos? ¿Dónde el respeto a las leyes y la justicia? La pérdida de los valores morales y sociales se acabaron, se intentó destruir la estructura de la familia creando falsos paradigmas sociales y de comportamiento considerando como normales situaciones anormales.
Cuando tomamos el juramento hipocrático el día de nuestra graduación estábamos pletóricos por demostrar los valores infundados por la academia como la ética, la educación y hasta el vestir. Estábamos investidos de poder del conocimiento y de una hermosa proyección social, de eso fuimos responsables hasta que apareció la Ley 100 y este apostolado fue tocado, caímos en las garras del capitalismo extremo, nos convertimos en esclavos de las grandes empresas y no nos dimos cuenta.
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El bien común por encima de todas las cosas, se transformó en el bien propio y en ocasiones descarado y desmesurado para adquirir dinero en contra de ese pensamiento primario de ayudar a los demás.
Hace pocos años sentíamos el progreso del conocimiento y el reconocimiento de la sociedad era evidente. La valoración pecuniaria de nuestro trabajo era como algo secundario, trabajábamos por amor a la bata y al enfermo aun sin sueldo en hospitales del Estado, éramos indispensables, pero luchábamos con orgullo de guerrero por la vida humana.
Ese altruismo se ha debilitado y veo cómo en esta pandemia afloran debilidades del ser humano. Las empresas del Estado y las privadas se aprovechan de nuestro trabajo honesto sin una remuneración adecuada, con largos periodos de tiempo hasta más de 1 año para cumplir con estos pagos y luego realizan una conciliación, robándonos hasta la mitad de los honorarios que con mucho sacrificio hemos realizado.
¿Qué nos hizo cambiar y bajar la cabeza como meros bueyes mansos? ¡La cuchara! Para poder sobrevivir con nuestras familias en este mundo materialista y avaro que no daba tregua, era inmisericorde y aún sigue siéndolo.
Muchos de nosotros seguimos pensando que el mundo no va a cambiar, que vamos a seguir siendo iguales: vendiéndonos a cualquier postor, subvalorando el trabajo, olvidándose que la agremiación es el mejor mecanismo para obtener mejores salarios; las sociedades científicas se han abandonado por el individualismo y porque el Gobierno no invierte en investigación e infraestructura de salud.
Hoy, a raíz del confinamiento, y argumentando justificaciones vanas, vemos cómo colegas siguen arriesgándose a trabajar, a veces regalando un porcentaje al administrador o político que los nombra, olvidándose de los peligros para su persona, la familia, sus pacientes y en general la sociedad, recibiendo honorarios paupérrimos y sin protección adecuada por parte de las IPS y ARL.
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En la otra esquina, como dicen en el argot boxístico, se encuentran personas dedicadas, estudiosas, con mucha ética y deseo de servir, de academia, que viven luchando en silencio por el bien del gremio. Nuestra presencia es una necesidad en esta sociedad y debe ser remunerada adecuadamente no solo por el riesgo que se corre sino por lo que trabajamos para una sociedad mejor.
La misma sociedad a quien le servimos nos pone de carne de cañón a través de los medios y hemos recibido actos violentos porque nos consideran transmisores del virus, sin embargo, aquí estamos poniéndole el pecho a la brisa y con hidalguía estamos comprometidos con esa sociedad. Algún día se nos ha de considerar que no somos héroes sino mártires por luchar para un mundo mejor.
¡Despertemos ya! Esta crisis debe cambiarnos para bien, somos soldados de la vida.
Por: Alberto Quintero Molina.
Hoy, a raíz del confinamiento, y argumentando justificaciones vanas, vemos cómo colegas siguen arriesgándose a trabajar, a veces regalando un porcentaje al administrador o político que los nombra, olvidándose de los peligros para su persona.
La pandemia del SARS-2 o covid-19 ha causado un verdadero cataclismo a todo nivel: un enemigo invisible que ni siquiera los más poderosos han escapado de sus garras. Pero también ha permitido ver la realidad del ser humano y analizar el camino por donde transitábamos. Si vemos con ojos críticos, encontramos muchas situaciones positivas y negativas relacionadas con el comportamiento humano.
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Estas situaciones nos llevaron a un descalabro financiero y falta de presencia del Estado en los sitios más álgidos en la infraestructura social, de salud y educación; esta condición nos llevó al desprestigio de los valores estructurales de la sociedad que eran los muros de contención que permitían desarrollarnos sin ese crecimiento y actitud desaforada que nos imponían las políticas neoliberales del dinero por encima de todas las cosas. Ya no nos alcanzaba el día, ni las fuerzas y perdimos la brújula dejada por nuestros ancestros.
¿Dónde quedó la ética? ¿Dónde los valores religiosos? ¿Dónde el respeto a las leyes y la justicia? La pérdida de los valores morales y sociales se acabaron, se intentó destruir la estructura de la familia creando falsos paradigmas sociales y de comportamiento considerando como normales situaciones anormales.
Cuando tomamos el juramento hipocrático el día de nuestra graduación estábamos pletóricos por demostrar los valores infundados por la academia como la ética, la educación y hasta el vestir. Estábamos investidos de poder del conocimiento y de una hermosa proyección social, de eso fuimos responsables hasta que apareció la Ley 100 y este apostolado fue tocado, caímos en las garras del capitalismo extremo, nos convertimos en esclavos de las grandes empresas y no nos dimos cuenta.
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El bien común por encima de todas las cosas, se transformó en el bien propio y en ocasiones descarado y desmesurado para adquirir dinero en contra de ese pensamiento primario de ayudar a los demás.
Hace pocos años sentíamos el progreso del conocimiento y el reconocimiento de la sociedad era evidente. La valoración pecuniaria de nuestro trabajo era como algo secundario, trabajábamos por amor a la bata y al enfermo aun sin sueldo en hospitales del Estado, éramos indispensables, pero luchábamos con orgullo de guerrero por la vida humana.
Ese altruismo se ha debilitado y veo cómo en esta pandemia afloran debilidades del ser humano. Las empresas del Estado y las privadas se aprovechan de nuestro trabajo honesto sin una remuneración adecuada, con largos periodos de tiempo hasta más de 1 año para cumplir con estos pagos y luego realizan una conciliación, robándonos hasta la mitad de los honorarios que con mucho sacrificio hemos realizado.
¿Qué nos hizo cambiar y bajar la cabeza como meros bueyes mansos? ¡La cuchara! Para poder sobrevivir con nuestras familias en este mundo materialista y avaro que no daba tregua, era inmisericorde y aún sigue siéndolo.
Muchos de nosotros seguimos pensando que el mundo no va a cambiar, que vamos a seguir siendo iguales: vendiéndonos a cualquier postor, subvalorando el trabajo, olvidándose que la agremiación es el mejor mecanismo para obtener mejores salarios; las sociedades científicas se han abandonado por el individualismo y porque el Gobierno no invierte en investigación e infraestructura de salud.
Hoy, a raíz del confinamiento, y argumentando justificaciones vanas, vemos cómo colegas siguen arriesgándose a trabajar, a veces regalando un porcentaje al administrador o político que los nombra, olvidándose de los peligros para su persona, la familia, sus pacientes y en general la sociedad, recibiendo honorarios paupérrimos y sin protección adecuada por parte de las IPS y ARL.
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En la otra esquina, como dicen en el argot boxístico, se encuentran personas dedicadas, estudiosas, con mucha ética y deseo de servir, de academia, que viven luchando en silencio por el bien del gremio. Nuestra presencia es una necesidad en esta sociedad y debe ser remunerada adecuadamente no solo por el riesgo que se corre sino por lo que trabajamos para una sociedad mejor.
La misma sociedad a quien le servimos nos pone de carne de cañón a través de los medios y hemos recibido actos violentos porque nos consideran transmisores del virus, sin embargo, aquí estamos poniéndole el pecho a la brisa y con hidalguía estamos comprometidos con esa sociedad. Algún día se nos ha de considerar que no somos héroes sino mártires por luchar para un mundo mejor.
¡Despertemos ya! Esta crisis debe cambiarnos para bien, somos soldados de la vida.
Por: Alberto Quintero Molina.