Publicidad
Categorías
Categorías
Leer es nuestro cuento - 12 agosto, 2019

Un cuervo maltrecho y una mujer desolada

Por la puerta de la casa atravesaba un cuervo maltratado y dañado en sus alas. Sus ojos sangraban, sus plumas se desvanecían como un pañuelo sucio en el aire, su color negro ébano se había opacado y el brillo de sus alas se escurría como pequeños filamentos hacia el suelo.

Boton Wpp
Zabdiel Santiago Ortega

Por la puerta de la casa atravesaba un cuervo maltratado y dañado en sus alas. Sus ojos sangraban, sus plumas se desvanecían como un pañuelo sucio en el aire, su color negro ébano se había opacado y el brillo de sus alas se escurría como pequeños filamentos hacia el suelo.

Parecía confuso, un poco loco y agraviado. Su temor se podía ver a través de sus ojos rojos  y al parecer ya no transmitía ese miedo que le designaba la gente como el animal predilecto de las brujas o como símbolo de una muerte cercana. Se había convertido en un ave más del montón. Me encontraba sentada, cuando todo esto pasó, en una mecedora vieja que me regalo mi esposo ya hace un par de décadas y que de alguna manera se parecía a mí.

Estaba a la espera de Albert, con la compañía de la casa vieja en la que habitamos desde hace años y que con tanto  fervor y ansias deseo salir, pero a la cual  también temo dejar.

Tal vez sea la vejez o simplemente el costumbrismo al que estoy adherida desde mi nacimiento o quizá sea el hecho de que me da miedo sentir por primera vez el sabor de la libertad. Y veo al pajarraco herido posado en la silla e imagino que ha salido del encierro del que estaba penado y que lo mantenía mísero pero a la vez lleno de  protección. Ha salido de su jaula, pero tal vez él no sabía que de alguna forma la libertad estaba ligada con el miedo y el desespero. Tal vez él no sabía que la libertad tendría tanto precio. Tal vez él no sabía qué era de verdad sentirse libre.

Y de pronto quería regresar al lugar de donde vino  y volver a tener esa misma sensación de seguridad a pesar de no volver a sentir sus alas traspasando el cielo ni el aire frio de la noche penetrar sus plumas. Y tal vez quería volver tan solo por un momento  a la celda de la que tanto quería salir.

Me levante de la mecedora y me dirigí hacia el lugar donde se encontraba aquel cuervo maltrecho. Intenté posar mis dedos en  su pequeña cabeza negra, pero  este salió volando  por la ventana dejando solo rastros de su miedo, de repente volteó sus ojos hacia mí clavándolos como estacas en mi memoria para hacerme recordar lo peligroso que es sentirse así.

Si algún día llegara a salir de esta casa y de esta soledad volvería de nuevo. Volvería a estar con Albert y volvería a sentarme en la mecedora y volvería a mirar a través de la ventana a la maleza verde y al sol porque no podría vivir sin ello.

Seguramente ese sea mi cuestión, aferrarme tanto a lo que me encierra y a lo que me hace sentir monótona y no abrir mis alas como lo hizo aquel cuervo malherido e intentar probar el sabor de la liberación. Pero por lo menos ese cuervo y yo tenemos algo en común es que ambos le tenemos miedo a la libertad.

   Autor: Zabdiel Santiago Ortega – I.E. CASD

Leer es nuestro cuento
12 agosto, 2019

Un cuervo maltrecho y una mujer desolada

Por la puerta de la casa atravesaba un cuervo maltratado y dañado en sus alas. Sus ojos sangraban, sus plumas se desvanecían como un pañuelo sucio en el aire, su color negro ébano se había opacado y el brillo de sus alas se escurría como pequeños filamentos hacia el suelo.


Boton Wpp
Zabdiel Santiago Ortega

Por la puerta de la casa atravesaba un cuervo maltratado y dañado en sus alas. Sus ojos sangraban, sus plumas se desvanecían como un pañuelo sucio en el aire, su color negro ébano se había opacado y el brillo de sus alas se escurría como pequeños filamentos hacia el suelo.

Parecía confuso, un poco loco y agraviado. Su temor se podía ver a través de sus ojos rojos  y al parecer ya no transmitía ese miedo que le designaba la gente como el animal predilecto de las brujas o como símbolo de una muerte cercana. Se había convertido en un ave más del montón. Me encontraba sentada, cuando todo esto pasó, en una mecedora vieja que me regalo mi esposo ya hace un par de décadas y que de alguna manera se parecía a mí.

Estaba a la espera de Albert, con la compañía de la casa vieja en la que habitamos desde hace años y que con tanto  fervor y ansias deseo salir, pero a la cual  también temo dejar.

Tal vez sea la vejez o simplemente el costumbrismo al que estoy adherida desde mi nacimiento o quizá sea el hecho de que me da miedo sentir por primera vez el sabor de la libertad. Y veo al pajarraco herido posado en la silla e imagino que ha salido del encierro del que estaba penado y que lo mantenía mísero pero a la vez lleno de  protección. Ha salido de su jaula, pero tal vez él no sabía que de alguna forma la libertad estaba ligada con el miedo y el desespero. Tal vez él no sabía que la libertad tendría tanto precio. Tal vez él no sabía qué era de verdad sentirse libre.

Y de pronto quería regresar al lugar de donde vino  y volver a tener esa misma sensación de seguridad a pesar de no volver a sentir sus alas traspasando el cielo ni el aire frio de la noche penetrar sus plumas. Y tal vez quería volver tan solo por un momento  a la celda de la que tanto quería salir.

Me levante de la mecedora y me dirigí hacia el lugar donde se encontraba aquel cuervo maltrecho. Intenté posar mis dedos en  su pequeña cabeza negra, pero  este salió volando  por la ventana dejando solo rastros de su miedo, de repente volteó sus ojos hacia mí clavándolos como estacas en mi memoria para hacerme recordar lo peligroso que es sentirse así.

Si algún día llegara a salir de esta casa y de esta soledad volvería de nuevo. Volvería a estar con Albert y volvería a sentarme en la mecedora y volvería a mirar a través de la ventana a la maleza verde y al sol porque no podría vivir sin ello.

Seguramente ese sea mi cuestión, aferrarme tanto a lo que me encierra y a lo que me hace sentir monótona y no abrir mis alas como lo hizo aquel cuervo malherido e intentar probar el sabor de la liberación. Pero por lo menos ese cuervo y yo tenemos algo en común es que ambos le tenemos miedo a la libertad.

   Autor: Zabdiel Santiago Ortega – I.E. CASD