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Columnista - 1 julio, 2024

Zapatero a tus zapatos

Corría el año de 1950 cuando mi familia y yo, un niño de algo más de seis años de edad, aparecíamos por la ciudad de Valledupar. Aún la vida era simple y sencilla y a cuesta del poco equipaje de mudanza venía una máquina de coser marca “Singer”, de unos doce años de antigüedad, que mi madre había recibido como regalo de matrimonio de Leticia Palmera, hermana de su madrina Dominga, ilustres damas de esta ciudad y región.

(Apartes de uno de mis libros inéditos: “En las redes de la dignidad”)

Corría el año de 1950 cuando mi familia y yo, un niño de algo más de seis años de edad, aparecíamos por la ciudad de Valledupar. Aún la vida era simple y sencilla y a cuesta del poco equipaje de mudanza venía una máquina de coser marca “Singer”, de unos doce años de antigüedad, que mi madre había recibido como regalo de matrimonio de Leticia Palmera, hermana de su madrina Dominga, ilustres damas de esta ciudad y región.

Hoy, la máquina reposa en Manaure, Cesar, haciendo parte de un pequeño museo que como pieza principal representa el honor y dignidad de esta familia, y de una madre dedicada a la costura y bordado a través de esta pequeña, pero grande herramienta, que le permitió la formación de sus hijos dentro de los cánones de una sociedad donde el honor era un valor fundamental por siempre y para siempre.

Traía puestos mi único par de zapatos marca Beetar, que eran fabricados en Cartagena y de los más representativos de la época, y digo únicos, porque la situación económica no daba para más y debían usarse los domingos o días de fiestas de modo que en los días escolares debía darse rienda suelta a las guaireñas, especies de sandalias hechas de hilos tejidos sobre unas suelas de llantas viejas y desgastadas de vehículos de la época, que eran tan gruesas y resistentes que en los camiones que equipaban,  duraban años y años para su deterioro. Las guaireñas tenían la ventaja que se acomodaban al tiempo y las necesidades domésticas. Todo tenía valor, no había costo de oportunidad, nada se desechaba; seguíamos regidos por el afecto de amistad y familiar y no por el precio de las cosas.

Recuerdo que a los tres años siguientes se tuvo la oportunidad de la primera reparación de mis botines y se llevaron donde uno de los dos zapateros del pueblo, en este caso donde Víctor Acosta por ser pariente de mi madre, pues la consigna era primero la familia sin tampoco olvidar el resto del entorno social. Cada año se reparaban de daños en las suelas, cambiándolas parcialmente o colocándoles “carramplones” o refuerzos en hierro fundido en las puntas y tacones y además con el crecimiento del pie se metían en hormas rudimentarias a base de sebo de ganado vacuno para agrandarlos.

Nada se desechaba, y cuando ya no se podía más, se donaban a un familiar o vecino con necesidades superiores; entre otras cosas todos en el fondo éramos familiares.

Víctor Acosta garantizaba con su reparación hasta un año o más, pero era tan bien realizado su trabajo que la clientela fluía en forma permanente.

Víctor siempre decía —Yo cuido mucho mi prestigio, por ende, lo que hago, lo hago bien, y la gente nunca me pide rebaja, pues estoy cobrando lo que es, haciendo lo que sé y debo hacer, y así lo entienden mis clientes—.

Con este pensamiento actuaban obreros, artesanos y profesionales de entonces, permaneciendo la dignidad del trabajo honrado por encima de todas las cosas.

Murió el zapatero mucho tiempo atrás, y murió la costurera a los 91 años de edad, mi madre, agobiada por una enfermedad de pocos días, producida en parte, por el humo de la leña de cocina, pero murió en su trabajo, con la aguja y el dedal a su lado haciéndole calle de honor a una vida de trabajo, respeto y dignidad.

Existen algunas cosas en la vida que no tienen precio, así pienso cuando veo la máquina de coser perdida en algún rincón de la casa; también la lezna de Víctor Acosta que ha desaparecido por completo de los talleres de zapatería. 

Hoy recuerdo con nostalgias alguna canción de Diomedes Díaz dedicado a uno de sus hijos, y uno de sus versos que dice:

“Por eso Rafael Santos yo quiero,

dejarte dicho en esta canción,

que, si te inspira ser zapatero,

sólo quiero que seas el mejor

porque de nada sirve el doctor

sí es el ejemplo malo del pueblo.”

Nunca podré olvidar aquellos objetos, hoy en día sin valor económico alguno, pero que contienen un valor sentimental profundo: ¡La familia!

Al mirar la máquina de coser, con algunas lágrimas en los ojos, le habló, diciéndole en silencio:

—¡De esta casa no te lleva nadie! —

Tú ayudaste a tejer la historia que ampara a esta familia y no puedes dejar que te desgaste el tiempo, porque aún tienes que proteger a muchas generaciones, para que el destino permita atraparlas por siempre, en las redes de la dignidad.

POR: FAUSTO COTES.

Columnista
1 julio, 2024

Zapatero a tus zapatos

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Fausto Cotes

Corría el año de 1950 cuando mi familia y yo, un niño de algo más de seis años de edad, aparecíamos por la ciudad de Valledupar. Aún la vida era simple y sencilla y a cuesta del poco equipaje de mudanza venía una máquina de coser marca “Singer”, de unos doce años de antigüedad, que mi madre había recibido como regalo de matrimonio de Leticia Palmera, hermana de su madrina Dominga, ilustres damas de esta ciudad y región.


(Apartes de uno de mis libros inéditos: “En las redes de la dignidad”)

Corría el año de 1950 cuando mi familia y yo, un niño de algo más de seis años de edad, aparecíamos por la ciudad de Valledupar. Aún la vida era simple y sencilla y a cuesta del poco equipaje de mudanza venía una máquina de coser marca “Singer”, de unos doce años de antigüedad, que mi madre había recibido como regalo de matrimonio de Leticia Palmera, hermana de su madrina Dominga, ilustres damas de esta ciudad y región.

Hoy, la máquina reposa en Manaure, Cesar, haciendo parte de un pequeño museo que como pieza principal representa el honor y dignidad de esta familia, y de una madre dedicada a la costura y bordado a través de esta pequeña, pero grande herramienta, que le permitió la formación de sus hijos dentro de los cánones de una sociedad donde el honor era un valor fundamental por siempre y para siempre.

Traía puestos mi único par de zapatos marca Beetar, que eran fabricados en Cartagena y de los más representativos de la época, y digo únicos, porque la situación económica no daba para más y debían usarse los domingos o días de fiestas de modo que en los días escolares debía darse rienda suelta a las guaireñas, especies de sandalias hechas de hilos tejidos sobre unas suelas de llantas viejas y desgastadas de vehículos de la época, que eran tan gruesas y resistentes que en los camiones que equipaban,  duraban años y años para su deterioro. Las guaireñas tenían la ventaja que se acomodaban al tiempo y las necesidades domésticas. Todo tenía valor, no había costo de oportunidad, nada se desechaba; seguíamos regidos por el afecto de amistad y familiar y no por el precio de las cosas.

Recuerdo que a los tres años siguientes se tuvo la oportunidad de la primera reparación de mis botines y se llevaron donde uno de los dos zapateros del pueblo, en este caso donde Víctor Acosta por ser pariente de mi madre, pues la consigna era primero la familia sin tampoco olvidar el resto del entorno social. Cada año se reparaban de daños en las suelas, cambiándolas parcialmente o colocándoles “carramplones” o refuerzos en hierro fundido en las puntas y tacones y además con el crecimiento del pie se metían en hormas rudimentarias a base de sebo de ganado vacuno para agrandarlos.

Nada se desechaba, y cuando ya no se podía más, se donaban a un familiar o vecino con necesidades superiores; entre otras cosas todos en el fondo éramos familiares.

Víctor Acosta garantizaba con su reparación hasta un año o más, pero era tan bien realizado su trabajo que la clientela fluía en forma permanente.

Víctor siempre decía —Yo cuido mucho mi prestigio, por ende, lo que hago, lo hago bien, y la gente nunca me pide rebaja, pues estoy cobrando lo que es, haciendo lo que sé y debo hacer, y así lo entienden mis clientes—.

Con este pensamiento actuaban obreros, artesanos y profesionales de entonces, permaneciendo la dignidad del trabajo honrado por encima de todas las cosas.

Murió el zapatero mucho tiempo atrás, y murió la costurera a los 91 años de edad, mi madre, agobiada por una enfermedad de pocos días, producida en parte, por el humo de la leña de cocina, pero murió en su trabajo, con la aguja y el dedal a su lado haciéndole calle de honor a una vida de trabajo, respeto y dignidad.

Existen algunas cosas en la vida que no tienen precio, así pienso cuando veo la máquina de coser perdida en algún rincón de la casa; también la lezna de Víctor Acosta que ha desaparecido por completo de los talleres de zapatería. 

Hoy recuerdo con nostalgias alguna canción de Diomedes Díaz dedicado a uno de sus hijos, y uno de sus versos que dice:

“Por eso Rafael Santos yo quiero,

dejarte dicho en esta canción,

que, si te inspira ser zapatero,

sólo quiero que seas el mejor

porque de nada sirve el doctor

sí es el ejemplo malo del pueblo.”

Nunca podré olvidar aquellos objetos, hoy en día sin valor económico alguno, pero que contienen un valor sentimental profundo: ¡La familia!

Al mirar la máquina de coser, con algunas lágrimas en los ojos, le habló, diciéndole en silencio:

—¡De esta casa no te lleva nadie! —

Tú ayudaste a tejer la historia que ampara a esta familia y no puedes dejar que te desgaste el tiempo, porque aún tienes que proteger a muchas generaciones, para que el destino permita atraparlas por siempre, en las redes de la dignidad.

POR: FAUSTO COTES.