Para despedir el Año Manuel Zapata Olivella, declarado por el Ministerio de Cultura, publicamos este reportaje, uno de los últimos que concedió el escritor en 2002, y que muestra a un Manuel que, a pesar de su avanzada edad, no pensaba en la muerte sino en la eternidad.
Manuel Zapata Olivella tiene una tristeza que no le dejará dormir esta noche. Por sus largas y pobladas patillas parece estacionado en otro tiempo. Las cinco intervenciones quirúrgicas que le han practicado y el mal de Parkinson, nada disimulable en sus manos, lo hacen ver como un hombre cansado.
Es una noche de agosto de 2002. El maestro está hospedado en casa de su amigo Alberto Hernández Vásquez, en el barrio Costa de Oro, en Montería. En el jardín, una de sus sobrinas me pide regresar por la mañana, porque en ese instante concedía una entrevista para la televisión local, y lo veía muy agotado.
No. Es mejor esperar, aunque diga que no. Es necesaria una primera impresión y por lo menos un breve cruce de palabras. Cuando los auxiliares con cables y cámaras empezaron a salir, di pasos temerosos hacia dentro de la casa.
Él venía caminando del patio a la sala, sosteniéndose en el brazo del camarógrafo. Al verlo, comprendí la sugerencia de la sobrina. Tenía razón, pero ya era tarde.
Su mal genio le roba seguridad a quien desee dirigirse a él, por eso, al tenerlo enfrente solo me salió un saludo corto y destemplado.
—Hola, maestro.
—¡Qué maestro ni qué nada! Yo soy Manuelito, el mismo, el espontáneo. ¿Qué quiere? —preguntó.
—Una entrevista, pero si está cansado podría ser mañana, si le parece bien.
—¡Qué cansado ni qué nada! Tú eres el que está diciendo que estoy cansado. Hagámosla enseguida, pero aquí cerca, en casa de unos familiares.
—Deben estar durmiendo, tío —dijo la sobrina con la intención de quitarle la idea.
—Pues entonces los despertamos —contestó.
No hay lugar a dudas, deben llevarlo. Largo silencio.
El profesor Hernández sacó su carro y lo llevó hasta donde los familiares.
Se sentó en una mecedora en la terraza. A los pocos minutos le pusieron sobre las piernas una bandeja con dos platos: en uno, bollo de mazorca con queso, en el otro, huevos batidos con mortadela.
—Empecemos, se puede comer y hablar a la vez —dijo.
Cuando respondía a la primera pregunta se fue la luz.
—¡Qué bueno: la luna está reclamando su derecho! —exclamó.
Hizo silencio unos segundos, comió un poco más y preguntó:
—Perdona, ¿cuál era tu pregunta?
—Que por qué se le ve triste, maestro.
—Ah, porque allá en la casa donde me estoy quedando tienen una gallina amarrada en el patio y mañana la matarán y me la servirán. Estoy triste porque la van a matar, esta noche no voy a poder dormir. Mi papá nunca quiso que mataran a una gallina. “¡Para qué la crían!”, decía.
Las primeras cuartillas de su futuro como escritor las redactó Manuel Zapata Olivella en un diario personal de aventura que hizo durante la travesía que emprendió por Centroamérica, en 1943.
Motivado por la pasión que le imprimieron los autores de libros de aventuras, a los 23 años decidió, sin tener en cuenta los argumentos de sus padres, ir a conocer el mundo directamente y a enterarse por qué y cómo se enfermaba la gente. Cursaba quinto año de Medicina en Bogotá cuando dejó a un lado las conferencias de Química Médica y de Cirugía.
“Me dije: ‘Me largo porque me largo’, y me fui. Pero antes visité a un profesor y le pedí que me examinara, advirtiéndole de antemano que si me encontraba loco me iría para un manicomio. Luego de verme, me dijo: ‘¡Usted tiene afán de ser, sea!’”.
El viaje duró siete meses y lo hizo a pie. En una mochila llevaba un estetoscopio, una jeringa, el pasaporte y varias pastillas de quinina. Pero para que el lanchero aceptara llevarlo desde el Muelle de los Pegasos, en Cartagena de Indias, hasta Puerto Baldía, en la frontera con Panamá, fue necesaria la autorización del profesor Antonio Zapata, padre de Manuel, quien la dio luego de comprender que esa idea a su hijo no se la quitaría nadie.
Al llegar a destino, el lanchero le dijo que fuera hasta donde varios amigos suyos para que lo ayudaran, a lo que Manuel respondió que no había viajado hasta allá para hacer amigos ni para pedir ayuda.
“Cuatro horas después estaba arrepentido, con hambre y sin saber dónde me encontraba. Pero esa no fue mi primera gran decisión, mi primera gran decisión yo no la tomé, ya que me expulsaron por el canal obstétrico mandándome a este mundo sin pedirme permiso, sin preguntarme si quería o no venir”.
Con el único objetivo de mantener a su familia informada de cuanto le acontecía en el viaje, el joven aventurero escribe un diario, desinteresado de cualquier vocación literaria, pero emocionado por el mundo vagabundo en el que se hallaba.
“En esos momentos a mí la creación literaria no me importaba para nada. Es más, no tenía vocación literaria, solo estaba preocupado por la aventura. Claro, años después esas cartas que escribí entonces, sí sirvieron para hacer mi libro Pasión vagabunda”.
Aunque sus fuerzas declinan, aunque su mirada es tan débil como su caminar, con 82 años que sí representa, Manuel, que ahora en su rostro lleva una expresión de lejanía, se sumerge en la memoria para recordar los días en los que le tocó convertirse por hambre en el “gran boxeador Kid Chambacú”.
—En Guatemala me hice amigo de un muchacho embolador, con quien iba los domingos a embolar polainas a los militares. Allá había una dictadura y yo tenía mis ideas antimilitaristas, pero si embolar polainas me daba para comer, lo demás me importaba un bledo. Un día me dijo que tenía un tío que organizaba peleas de boxeo, y como yo le había dicho que era cubano y boxeador, y que me conocían como Kid Chambacú; en fin, como lo había ‘embolatao’ con ese cuento, me llevó donde su tío y este organizó un combate contra un indio que era ídolo en la región. Yo sabía que la pelea no podía pasar del primer asalto, porque venía aguantando hambre y el otro sí era un boxeador. Yo salía a entrenar por las mañanas y escuchaba a la gente comentar ‘mira al campeón Kid Chambacú, el peleador cubano’, esto y lo otro; mejor dicho: era el gran combate entre el ídolo de allá y Kid Chambacú. Lo cierto es que para que ese tipo pudiera tumbarme tuvo que perseguirme por todo el ring, hasta que me rozó la oreja y caí, mejor, me tiré. Cuando me están contando, un hombre dijo que no me preocupara porque el campeón había comentado que me daría la revancha, y yo le contesté que no quería ninguna revancha, que lo que quería era mi plata y nada más.
Con los veinte quetzales que ganó llegó a México, donde durmió largo tiempo debajo del Monumento a la Revolución, junto a recicladores.
—Con ellos aprendí el valor de la solidaridad. Me decían ‘Jarocho’, que es como se les dice a los costeños allá. También a ellos les había mentido con el cuento de que era cubano. Yo mentía sobre mi identidad de acuerdo con las circunstancias. En las noches, antes de dormir, sacaba, de entre los papeles que había reciclado, los que tuvieran artículos con algún valor literario, y se los leía. No sabían leer ni escribir, pero se interesaban tanto por lo que escuchaban, que se quedaban hasta las dos o tres de la madrugada oyéndome.
Zapata Olivella dice que de nada se arrepiente porque nunca le ha hecho mal a nadie, porque siempre ha amado a sus hermanos y porque jamás ha violado la ley natural de la vida.
—A esta edad no estoy pensando en la muerte. Estoy pensando en el más allá, en la eternidad. Seguramente uno desde la sepultura no hace viajes para ninguna parte, pero mientras esté vivo y no me metan en la sepultura, por qué no voy a soñar, por qué no voy a soñar con que voy a ir a otro mundo, ir a otras estrellas, por qué no voy a soñar con que mañana seré parte de un árbol.
Allí, viéndolo entre sus familiares, es fácil descubrir que si algo temen los suyos es su mal genio. Por eso tratan de hacer, secreteándose nerviosamente, lo que saben que no le molestará. Aunque a veces no lo puedan evitar.
A través de los vidrios de un largo ventanal observé la silueta de una mujer que traía entre las manos una lámpara de gas. Manuel dejó de comer, levantó la mirada en busca de la mirada de ella en la oscuridad, y le dijo:
—Mira, mija, apaga tu luz, yo no cambio la luz de la luna por la de una lámpara de gas.
—No, tío, no es para aquí, es para la casa de al lado —respondió ella.
—Llévatela bien lejos, ya sabes que no cambio la luz de la luna por la de una lámpara de gas, ya lo sabes —insistió.
La luna llena, esplendorosa, reina en el cielo sinuano y Manuel no oculta su alegría cada vez que levanta la mirada hacia lo alto.
Por mis preguntas sin fundamento él descubrió que yo jamás había leído un libro suyo. Entonces decidió no responder a lo que le preguntaba y contestar lo que no le había preguntado. Le dio mal genio, cambió de semblante, dijo que si qué clase de periodista era el que lo estaba entrevistando que se atrevía a hablar con él sin haber leído una de sus obras.
Siguió hablando, incómodo, molesto.
Sin recursos distintos a los que brindan las preguntas estúpidas, le pregunté otra vez, tratando de acelerar la incomodidad del momento:
—Maestro, ¿cuál es su amigo más entrañable?
Zapata Olivella no aguantó más y dijo:
—Me vas a perdonar, pero con la sinceridad con que estamos hablando te quiero decir lo siguiente: no soy de esa clase de personas que se dejan manipular con una serie de preguntitas que son las mismas que les hacen a los futbolistas, a quienes les preguntan: ‘¿A quién le dedica este gol?’, y ellos contestan: ‘A mi madre’, ‘A mi entrenador’. No. La confrontación de la experiencia es mucho más trascendental y no se va a resolver el problema con esa clase de preguntitas que no dan pie a un planteamiento filosófico. Primero habría que saber qué significa la palabra entrañable. ¿Qué es eso de entrañable? ¿Lo que sale de las entrañas? Yo no lo sé.
Nada que hacer: contundente.
Una hora atrás, Zapata Olivella se había negado amablemente a firmar un retrato suyo en lienzo que había hecho el pintor cordobés Alfredo Torres, y que este mismo había ido a pedirle que se lo autografiara.
—Para qué una firma —le preguntó—, en la vida hay cosas más importantes que una firma sobre un cuadro. Sería mejor ir a tu taller y compartir contigo un rato hablando de varias cosas. ¿No te parece?
El pintor contestó que tenía razón, más por decencia que porque realmente creyera que el maestro tuviera razón. Lo que quizá el pintor no sabe es que el maestro evita firmar en público para no dejar al descubierto su dificultad al hacerlo.
Al pedirle su concepto sobre el supuesto de que la obra de Gabriel García Márquez había eclipsado a la de otros buenos escritores latinoamericanos, respondió visiblemente molesto porque esa es precisamente la teoría contraria a la que él defiende.
—Los que dicen que con García Márquez ha habido un eclipse en la literatura latinoamericana, no saben nada de literatura. La literatura no se acabó con él. Los que dicen eso no han profundizado en su ingenio literario. Yo no me considero un discípulo de él, pero lo admiro mucho. La obra de Gómez Jattin es posterior a la de García Márquez, y la poesía de él no tiene nada que envidiarle a la prosa de García Márquez.
—¿Cómo define la poesía de Gómez Jattin?
—No lo conocí, pero después de su muerte me cayó en las manos un libro suyo y quedé sorprendido, porque lo que él cuenta es lo mismo que yo viví en mi infancia. No lo viví con la misma impresión práctica de él, pero sí con una trascendencia que no se quedaba en el arte circunstancial. Me hubiera gustado conocerlo, porque me hubiese ayudado a escribir algunos de mis libros de cultura con una visión poética que no tienen. Su poesía procuró nunca caer en el lugar común ni en una postura totémica. Él trascendió a una expresión poética donde se libró de la mentalidad cebuísta que tenemos aquí en Córdoba.
—Héctor Rojas Herazo.
—Ese nombre me dice vida. Recuerdo que cuando papá se fue de Lorica para Cartagena, y allá fundó su colegio, uno de los alumnos que tenía era él, Héctor era muy tímido. Papá tenía la costumbre de tomarle las manos a los alumnos y de tronarles los dedos. Cuando papá le tomaba la mano le preguntaba si Dios existía, y como Héctor decía que no, le tronaba un dedo y le volvía a preguntar, hasta que decía que sí. Yo hubiera querido tener la inspiración de su estilo… fue un gran narrador. Siempre he dicho que su estilo literario es como una noche de relámpagos, en la que una frase terminada se amarra con otro relámpago. A él le agradaba que yo le hiciera esa descripción.
Y es que la obra de Zapata Olivella contiene una visión antropológica y es de una rigurosidad propia a la del investigador histórico que es. De Simón Bolívar le gusta recordar que cuando llegó a Jamaica le escribió una carta al gobernador Alejandro Pétion en la que le expresaba que era mestizo.
—Él lo reconocía. No es que si Bolívar hubiera sido negro qué hubiera pasado, todo lo contrario, por haber sido negro fue que llegó a ser lo que fue. Bolívar, al declarar su Constitución Republicana, no abolió la esclavitud, cuando le había prometido a Pétion que a cambio de lo que le estaba dando (armas, barco, dinero para su lucha), eliminaría de los países que independizara la esclavitud, y no lo hizo. Hay que reconocer que la reclamó: “Les pido que declaren la libertad”, les dijo a los legisladores; pero es que Bolívar era El Libertador y no tenía por qué pedir eso. Además, fue su compromiso. Pero José María Morelos, héroe de la independencia mexicana, que era mulato y que no se había comprometido con nadie, sí lo hizo en la primera Constitución que tuvo México. Por eso quiero a Morelos mucho más de lo que quiero a Bolívar.
A pesar de que es un autor negro homenajeado y muy leído en universidades estadounidenses y en África, es un verdadero logro encontrar una de sus obras en las librerías colombianas.
—Yo escribí unos libros que en el momento en que salieron la gente no les paró bola, y ahora, por circunstancias no literarias, comienzan a encontrarles valores.
Allí estaba el autor de obras como Chambacú, corral de negros, Changó, el gran putas, Tierra mojada, Pasión vagabunda y En Chimá nace un santo, entre muchas más.
Sonrió al recordar que un día le preguntó el músico y compositor cordobés Pablito Flórez cuándo un ciego veía más que un vidente, y que le contestó: “Cuando mira hacia adentro”.
La luz volvió luego de una hora y todavía Manuel no acababa su plato. La expresión de lejanía seguía posada en su rostro, pero un rato después la sensación de tristeza fue más fuerte. Allí quedó, sentado, soñando, sin pensar en su muerte.
Reportaje publicado en 2003 en el periódico El Universal, de Cartagena. En 2004 ganó el Premio Nacional de Periodismo de la Agencia Colombiana de Noticias Colprensa, como Mejor Entrevista. Su primer título fue ‘Manuel, el vagabundo’.
Por Carlos Marín Calderín.
Para despedir el Año Manuel Zapata Olivella, declarado por el Ministerio de Cultura, publicamos este reportaje, uno de los últimos que concedió el escritor en 2002, y que muestra a un Manuel que, a pesar de su avanzada edad, no pensaba en la muerte sino en la eternidad.
Manuel Zapata Olivella tiene una tristeza que no le dejará dormir esta noche. Por sus largas y pobladas patillas parece estacionado en otro tiempo. Las cinco intervenciones quirúrgicas que le han practicado y el mal de Parkinson, nada disimulable en sus manos, lo hacen ver como un hombre cansado.
Es una noche de agosto de 2002. El maestro está hospedado en casa de su amigo Alberto Hernández Vásquez, en el barrio Costa de Oro, en Montería. En el jardín, una de sus sobrinas me pide regresar por la mañana, porque en ese instante concedía una entrevista para la televisión local, y lo veía muy agotado.
No. Es mejor esperar, aunque diga que no. Es necesaria una primera impresión y por lo menos un breve cruce de palabras. Cuando los auxiliares con cables y cámaras empezaron a salir, di pasos temerosos hacia dentro de la casa.
Él venía caminando del patio a la sala, sosteniéndose en el brazo del camarógrafo. Al verlo, comprendí la sugerencia de la sobrina. Tenía razón, pero ya era tarde.
Su mal genio le roba seguridad a quien desee dirigirse a él, por eso, al tenerlo enfrente solo me salió un saludo corto y destemplado.
—Hola, maestro.
—¡Qué maestro ni qué nada! Yo soy Manuelito, el mismo, el espontáneo. ¿Qué quiere? —preguntó.
—Una entrevista, pero si está cansado podría ser mañana, si le parece bien.
—¡Qué cansado ni qué nada! Tú eres el que está diciendo que estoy cansado. Hagámosla enseguida, pero aquí cerca, en casa de unos familiares.
—Deben estar durmiendo, tío —dijo la sobrina con la intención de quitarle la idea.
—Pues entonces los despertamos —contestó.
No hay lugar a dudas, deben llevarlo. Largo silencio.
El profesor Hernández sacó su carro y lo llevó hasta donde los familiares.
Se sentó en una mecedora en la terraza. A los pocos minutos le pusieron sobre las piernas una bandeja con dos platos: en uno, bollo de mazorca con queso, en el otro, huevos batidos con mortadela.
—Empecemos, se puede comer y hablar a la vez —dijo.
Cuando respondía a la primera pregunta se fue la luz.
—¡Qué bueno: la luna está reclamando su derecho! —exclamó.
Hizo silencio unos segundos, comió un poco más y preguntó:
—Perdona, ¿cuál era tu pregunta?
—Que por qué se le ve triste, maestro.
—Ah, porque allá en la casa donde me estoy quedando tienen una gallina amarrada en el patio y mañana la matarán y me la servirán. Estoy triste porque la van a matar, esta noche no voy a poder dormir. Mi papá nunca quiso que mataran a una gallina. “¡Para qué la crían!”, decía.
Las primeras cuartillas de su futuro como escritor las redactó Manuel Zapata Olivella en un diario personal de aventura que hizo durante la travesía que emprendió por Centroamérica, en 1943.
Motivado por la pasión que le imprimieron los autores de libros de aventuras, a los 23 años decidió, sin tener en cuenta los argumentos de sus padres, ir a conocer el mundo directamente y a enterarse por qué y cómo se enfermaba la gente. Cursaba quinto año de Medicina en Bogotá cuando dejó a un lado las conferencias de Química Médica y de Cirugía.
“Me dije: ‘Me largo porque me largo’, y me fui. Pero antes visité a un profesor y le pedí que me examinara, advirtiéndole de antemano que si me encontraba loco me iría para un manicomio. Luego de verme, me dijo: ‘¡Usted tiene afán de ser, sea!’”.
El viaje duró siete meses y lo hizo a pie. En una mochila llevaba un estetoscopio, una jeringa, el pasaporte y varias pastillas de quinina. Pero para que el lanchero aceptara llevarlo desde el Muelle de los Pegasos, en Cartagena de Indias, hasta Puerto Baldía, en la frontera con Panamá, fue necesaria la autorización del profesor Antonio Zapata, padre de Manuel, quien la dio luego de comprender que esa idea a su hijo no se la quitaría nadie.
Al llegar a destino, el lanchero le dijo que fuera hasta donde varios amigos suyos para que lo ayudaran, a lo que Manuel respondió que no había viajado hasta allá para hacer amigos ni para pedir ayuda.
“Cuatro horas después estaba arrepentido, con hambre y sin saber dónde me encontraba. Pero esa no fue mi primera gran decisión, mi primera gran decisión yo no la tomé, ya que me expulsaron por el canal obstétrico mandándome a este mundo sin pedirme permiso, sin preguntarme si quería o no venir”.
Con el único objetivo de mantener a su familia informada de cuanto le acontecía en el viaje, el joven aventurero escribe un diario, desinteresado de cualquier vocación literaria, pero emocionado por el mundo vagabundo en el que se hallaba.
“En esos momentos a mí la creación literaria no me importaba para nada. Es más, no tenía vocación literaria, solo estaba preocupado por la aventura. Claro, años después esas cartas que escribí entonces, sí sirvieron para hacer mi libro Pasión vagabunda”.
Aunque sus fuerzas declinan, aunque su mirada es tan débil como su caminar, con 82 años que sí representa, Manuel, que ahora en su rostro lleva una expresión de lejanía, se sumerge en la memoria para recordar los días en los que le tocó convertirse por hambre en el “gran boxeador Kid Chambacú”.
—En Guatemala me hice amigo de un muchacho embolador, con quien iba los domingos a embolar polainas a los militares. Allá había una dictadura y yo tenía mis ideas antimilitaristas, pero si embolar polainas me daba para comer, lo demás me importaba un bledo. Un día me dijo que tenía un tío que organizaba peleas de boxeo, y como yo le había dicho que era cubano y boxeador, y que me conocían como Kid Chambacú; en fin, como lo había ‘embolatao’ con ese cuento, me llevó donde su tío y este organizó un combate contra un indio que era ídolo en la región. Yo sabía que la pelea no podía pasar del primer asalto, porque venía aguantando hambre y el otro sí era un boxeador. Yo salía a entrenar por las mañanas y escuchaba a la gente comentar ‘mira al campeón Kid Chambacú, el peleador cubano’, esto y lo otro; mejor dicho: era el gran combate entre el ídolo de allá y Kid Chambacú. Lo cierto es que para que ese tipo pudiera tumbarme tuvo que perseguirme por todo el ring, hasta que me rozó la oreja y caí, mejor, me tiré. Cuando me están contando, un hombre dijo que no me preocupara porque el campeón había comentado que me daría la revancha, y yo le contesté que no quería ninguna revancha, que lo que quería era mi plata y nada más.
Con los veinte quetzales que ganó llegó a México, donde durmió largo tiempo debajo del Monumento a la Revolución, junto a recicladores.
—Con ellos aprendí el valor de la solidaridad. Me decían ‘Jarocho’, que es como se les dice a los costeños allá. También a ellos les había mentido con el cuento de que era cubano. Yo mentía sobre mi identidad de acuerdo con las circunstancias. En las noches, antes de dormir, sacaba, de entre los papeles que había reciclado, los que tuvieran artículos con algún valor literario, y se los leía. No sabían leer ni escribir, pero se interesaban tanto por lo que escuchaban, que se quedaban hasta las dos o tres de la madrugada oyéndome.
Zapata Olivella dice que de nada se arrepiente porque nunca le ha hecho mal a nadie, porque siempre ha amado a sus hermanos y porque jamás ha violado la ley natural de la vida.
—A esta edad no estoy pensando en la muerte. Estoy pensando en el más allá, en la eternidad. Seguramente uno desde la sepultura no hace viajes para ninguna parte, pero mientras esté vivo y no me metan en la sepultura, por qué no voy a soñar, por qué no voy a soñar con que voy a ir a otro mundo, ir a otras estrellas, por qué no voy a soñar con que mañana seré parte de un árbol.
Allí, viéndolo entre sus familiares, es fácil descubrir que si algo temen los suyos es su mal genio. Por eso tratan de hacer, secreteándose nerviosamente, lo que saben que no le molestará. Aunque a veces no lo puedan evitar.
A través de los vidrios de un largo ventanal observé la silueta de una mujer que traía entre las manos una lámpara de gas. Manuel dejó de comer, levantó la mirada en busca de la mirada de ella en la oscuridad, y le dijo:
—Mira, mija, apaga tu luz, yo no cambio la luz de la luna por la de una lámpara de gas.
—No, tío, no es para aquí, es para la casa de al lado —respondió ella.
—Llévatela bien lejos, ya sabes que no cambio la luz de la luna por la de una lámpara de gas, ya lo sabes —insistió.
La luna llena, esplendorosa, reina en el cielo sinuano y Manuel no oculta su alegría cada vez que levanta la mirada hacia lo alto.
Por mis preguntas sin fundamento él descubrió que yo jamás había leído un libro suyo. Entonces decidió no responder a lo que le preguntaba y contestar lo que no le había preguntado. Le dio mal genio, cambió de semblante, dijo que si qué clase de periodista era el que lo estaba entrevistando que se atrevía a hablar con él sin haber leído una de sus obras.
Siguió hablando, incómodo, molesto.
Sin recursos distintos a los que brindan las preguntas estúpidas, le pregunté otra vez, tratando de acelerar la incomodidad del momento:
—Maestro, ¿cuál es su amigo más entrañable?
Zapata Olivella no aguantó más y dijo:
—Me vas a perdonar, pero con la sinceridad con que estamos hablando te quiero decir lo siguiente: no soy de esa clase de personas que se dejan manipular con una serie de preguntitas que son las mismas que les hacen a los futbolistas, a quienes les preguntan: ‘¿A quién le dedica este gol?’, y ellos contestan: ‘A mi madre’, ‘A mi entrenador’. No. La confrontación de la experiencia es mucho más trascendental y no se va a resolver el problema con esa clase de preguntitas que no dan pie a un planteamiento filosófico. Primero habría que saber qué significa la palabra entrañable. ¿Qué es eso de entrañable? ¿Lo que sale de las entrañas? Yo no lo sé.
Nada que hacer: contundente.
Una hora atrás, Zapata Olivella se había negado amablemente a firmar un retrato suyo en lienzo que había hecho el pintor cordobés Alfredo Torres, y que este mismo había ido a pedirle que se lo autografiara.
—Para qué una firma —le preguntó—, en la vida hay cosas más importantes que una firma sobre un cuadro. Sería mejor ir a tu taller y compartir contigo un rato hablando de varias cosas. ¿No te parece?
El pintor contestó que tenía razón, más por decencia que porque realmente creyera que el maestro tuviera razón. Lo que quizá el pintor no sabe es que el maestro evita firmar en público para no dejar al descubierto su dificultad al hacerlo.
Al pedirle su concepto sobre el supuesto de que la obra de Gabriel García Márquez había eclipsado a la de otros buenos escritores latinoamericanos, respondió visiblemente molesto porque esa es precisamente la teoría contraria a la que él defiende.
—Los que dicen que con García Márquez ha habido un eclipse en la literatura latinoamericana, no saben nada de literatura. La literatura no se acabó con él. Los que dicen eso no han profundizado en su ingenio literario. Yo no me considero un discípulo de él, pero lo admiro mucho. La obra de Gómez Jattin es posterior a la de García Márquez, y la poesía de él no tiene nada que envidiarle a la prosa de García Márquez.
—¿Cómo define la poesía de Gómez Jattin?
—No lo conocí, pero después de su muerte me cayó en las manos un libro suyo y quedé sorprendido, porque lo que él cuenta es lo mismo que yo viví en mi infancia. No lo viví con la misma impresión práctica de él, pero sí con una trascendencia que no se quedaba en el arte circunstancial. Me hubiera gustado conocerlo, porque me hubiese ayudado a escribir algunos de mis libros de cultura con una visión poética que no tienen. Su poesía procuró nunca caer en el lugar común ni en una postura totémica. Él trascendió a una expresión poética donde se libró de la mentalidad cebuísta que tenemos aquí en Córdoba.
—Héctor Rojas Herazo.
—Ese nombre me dice vida. Recuerdo que cuando papá se fue de Lorica para Cartagena, y allá fundó su colegio, uno de los alumnos que tenía era él, Héctor era muy tímido. Papá tenía la costumbre de tomarle las manos a los alumnos y de tronarles los dedos. Cuando papá le tomaba la mano le preguntaba si Dios existía, y como Héctor decía que no, le tronaba un dedo y le volvía a preguntar, hasta que decía que sí. Yo hubiera querido tener la inspiración de su estilo… fue un gran narrador. Siempre he dicho que su estilo literario es como una noche de relámpagos, en la que una frase terminada se amarra con otro relámpago. A él le agradaba que yo le hiciera esa descripción.
Y es que la obra de Zapata Olivella contiene una visión antropológica y es de una rigurosidad propia a la del investigador histórico que es. De Simón Bolívar le gusta recordar que cuando llegó a Jamaica le escribió una carta al gobernador Alejandro Pétion en la que le expresaba que era mestizo.
—Él lo reconocía. No es que si Bolívar hubiera sido negro qué hubiera pasado, todo lo contrario, por haber sido negro fue que llegó a ser lo que fue. Bolívar, al declarar su Constitución Republicana, no abolió la esclavitud, cuando le había prometido a Pétion que a cambio de lo que le estaba dando (armas, barco, dinero para su lucha), eliminaría de los países que independizara la esclavitud, y no lo hizo. Hay que reconocer que la reclamó: “Les pido que declaren la libertad”, les dijo a los legisladores; pero es que Bolívar era El Libertador y no tenía por qué pedir eso. Además, fue su compromiso. Pero José María Morelos, héroe de la independencia mexicana, que era mulato y que no se había comprometido con nadie, sí lo hizo en la primera Constitución que tuvo México. Por eso quiero a Morelos mucho más de lo que quiero a Bolívar.
A pesar de que es un autor negro homenajeado y muy leído en universidades estadounidenses y en África, es un verdadero logro encontrar una de sus obras en las librerías colombianas.
—Yo escribí unos libros que en el momento en que salieron la gente no les paró bola, y ahora, por circunstancias no literarias, comienzan a encontrarles valores.
Allí estaba el autor de obras como Chambacú, corral de negros, Changó, el gran putas, Tierra mojada, Pasión vagabunda y En Chimá nace un santo, entre muchas más.
Sonrió al recordar que un día le preguntó el músico y compositor cordobés Pablito Flórez cuándo un ciego veía más que un vidente, y que le contestó: “Cuando mira hacia adentro”.
La luz volvió luego de una hora y todavía Manuel no acababa su plato. La expresión de lejanía seguía posada en su rostro, pero un rato después la sensación de tristeza fue más fuerte. Allí quedó, sentado, soñando, sin pensar en su muerte.
Reportaje publicado en 2003 en el periódico El Universal, de Cartagena. En 2004 ganó el Premio Nacional de Periodismo de la Agencia Colombiana de Noticias Colprensa, como Mejor Entrevista. Su primer título fue ‘Manuel, el vagabundo’.
Por Carlos Marín Calderín.