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Columnista - 30 enero, 2014

¿Y la crítica…?

Leopoldo J. Vera Cristo En un país donde el crítico es un perturbador del estado de complacencia general, resulta suicida ejercer la función intelectual organizada de pensar en contra, como definía la crítica Ortega y Gasset El crítico acá es un resentido social, tiene intereses particulares, o simplemente no está en la rosca. Se confunde […]

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Leopoldo J. Vera Cristo

En un país donde el crítico es un perturbador del estado de complacencia general, resulta suicida ejercer la función intelectual organizada de pensar en contra, como definía la crítica Ortega y Gasset

El crítico acá es un resentido social, tiene intereses particulares, o simplemente no está en la rosca. Se confunde la conciliación, término de moda, con la prudencia, por encima de la sensatez alcanzada a través de la opinión crítica. De esta forma, la crítica se desvirtúa sin necesidad de argumentar y todo termina en la transacción que evidentemente no genera evolución.

La apología de la crítica la han hecho antes muchos autores. J. D. Jaramillo decía que le tiene pavor a la suavidad intelectual y que el rigor implacable de las mentes es la principal virtud de la vida pública, la más añorada en Colombia y la que más nos falta en estos tiempos difíciles.

Estamos acostumbrados a matizar con delicadezas las cosas directas para que no parezcan duras, cambiando en el estilo la verdad de lo afirmado. Con ello caemos en la tolerancia exagerada, basada en la simpatía general, lo cual es simplemente complicidad. Estamos negociando vulgarmente la crítica y creemos que es política hacerlo, como parte de la descomposición moral que nos aqueja.

Nos gusta el unanimismo, el adocenamiento, el orden de las cosas que permite que los que están influyendo en la cosa pública, tengan razón siempre sin tener que ejercer una función intelectual de calidad. Convertimos en víctimas a los equivocados y así terminamos eligiéndolos alcaldes y de pronto hasta presidentes. Por el contrario las democracias occidentales evolucionadas no toleran los estados de quietud y tienen el hábito de contrariar las convicciones simples, convencidas de que la crítica no frena el desarrollo sino que lo estimula, y que su ausencia es un grave signo de decadencia.

Pero claro, ¿quién se arriesga a contradecir al cacicazgo, a criticar un ordenamiento que nunca existió pero que se ha institucionalizado como piñata de la cual, en proporciones diferentes, todos retiran su parte?. Sin embargo, para ejercer la función intelectual de pensar, (Pienso luego existo), la inteligencia debe ser libre y no dependiente.
Mientras exista temor de criticar habrá dependencia y la pasividad contemplativa dejó de ser hace mucho tiempo una virtud de los prudentes para convertirse en un signo de incapacidad intelectual.

Columnista
30 enero, 2014

¿Y la crítica…?

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El Pilón

Leopoldo J. Vera Cristo En un país donde el crítico es un perturbador del estado de complacencia general, resulta suicida ejercer la función intelectual organizada de pensar en contra, como definía la crítica Ortega y Gasset El crítico acá es un resentido social, tiene intereses particulares, o simplemente no está en la rosca. Se confunde […]


Leopoldo J. Vera Cristo

En un país donde el crítico es un perturbador del estado de complacencia general, resulta suicida ejercer la función intelectual organizada de pensar en contra, como definía la crítica Ortega y Gasset

El crítico acá es un resentido social, tiene intereses particulares, o simplemente no está en la rosca. Se confunde la conciliación, término de moda, con la prudencia, por encima de la sensatez alcanzada a través de la opinión crítica. De esta forma, la crítica se desvirtúa sin necesidad de argumentar y todo termina en la transacción que evidentemente no genera evolución.

La apología de la crítica la han hecho antes muchos autores. J. D. Jaramillo decía que le tiene pavor a la suavidad intelectual y que el rigor implacable de las mentes es la principal virtud de la vida pública, la más añorada en Colombia y la que más nos falta en estos tiempos difíciles.

Estamos acostumbrados a matizar con delicadezas las cosas directas para que no parezcan duras, cambiando en el estilo la verdad de lo afirmado. Con ello caemos en la tolerancia exagerada, basada en la simpatía general, lo cual es simplemente complicidad. Estamos negociando vulgarmente la crítica y creemos que es política hacerlo, como parte de la descomposición moral que nos aqueja.

Nos gusta el unanimismo, el adocenamiento, el orden de las cosas que permite que los que están influyendo en la cosa pública, tengan razón siempre sin tener que ejercer una función intelectual de calidad. Convertimos en víctimas a los equivocados y así terminamos eligiéndolos alcaldes y de pronto hasta presidentes. Por el contrario las democracias occidentales evolucionadas no toleran los estados de quietud y tienen el hábito de contrariar las convicciones simples, convencidas de que la crítica no frena el desarrollo sino que lo estimula, y que su ausencia es un grave signo de decadencia.

Pero claro, ¿quién se arriesga a contradecir al cacicazgo, a criticar un ordenamiento que nunca existió pero que se ha institucionalizado como piñata de la cual, en proporciones diferentes, todos retiran su parte?. Sin embargo, para ejercer la función intelectual de pensar, (Pienso luego existo), la inteligencia debe ser libre y no dependiente.
Mientras exista temor de criticar habrá dependencia y la pasividad contemplativa dejó de ser hace mucho tiempo una virtud de los prudentes para convertirse en un signo de incapacidad intelectual.