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Columnista - 1 mayo, 2022

William Socarrás Cabello

Su herramienta fundamental era la imaginación que lo hizo abandonar los estudios de arquitectura porque sabía que ella era suficiente para afrontar los retos de la vida.

La muerte es un hecho para el que nunca estamos preparados, pero, aunque es un trance doloroso, es más dura la ausencia del que nos abandona, el vacío que deja un hombre bueno como William Socarrás que adornó su vida con un incansable trajinar. 

Su herramienta fundamental era la imaginación que lo hizo abandonar los estudios de arquitectura porque sabía que ella era suficiente para afrontar los retos de la vida.

La mejor virtud de William era su generosidad que desplegaba como algo natural de su espíritu, sin afectaciones ni compromisos. 

Su desprendimiento era evidente en la forma como acogía a los necesitados en la casa que él mismo construyó paso a paso, piso a piso. Una casa que era un refugio permanente en el que nunca faltaba un bocado compartido y un abrazo cariñoso.

La nobleza de su carácter lo hizo ser el amigo fiel de sus amigos; el más afectuoso de los parientes; el guía, el compañero y el soporte de sus hijas Azahar y Barak; el hermano irreemplazable de Myriam, quien estaba, como dice ella, pegado a su piel como un tatuaje.

Las ocurrencias de William Socarrás nos hacían pensar que la vida es frágil como una flor del campo, pero a la que no se debe tomar demasiado en serio porque ella se escapa en cualquier momento sin que podamos detenerla.

Era veloz en imaginar lo nuevo sin aferrarse al pasado, tanto que con frecuencia desbarataba lo anterior para dar rienda suelta a sus nuevas ideas convertidas en estancias que nadie hubiera podido figurarse. 

Para William los sueños eran lo más cercano a la realidad porque en ellos cabían todas las ambiciones de su alma.

Nos va a hacer falta su voz sonora; su risa espontánea; la incansable brega de sus manos callosas, el trepidar de su casa siempre en obra. 

Muchos extrañaran el abrigo que supo dispensar sin medida, y el consejo oportuno de cada día. 

Nos va a hacer llorar la mano que se despide desde la alta ventana de su alcázar. [email protected]

Columnista
1 mayo, 2022

William Socarrás Cabello

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
El Pilón

Su herramienta fundamental era la imaginación que lo hizo abandonar los estudios de arquitectura porque sabía que ella era suficiente para afrontar los retos de la vida.


La muerte es un hecho para el que nunca estamos preparados, pero, aunque es un trance doloroso, es más dura la ausencia del que nos abandona, el vacío que deja un hombre bueno como William Socarrás que adornó su vida con un incansable trajinar. 

Su herramienta fundamental era la imaginación que lo hizo abandonar los estudios de arquitectura porque sabía que ella era suficiente para afrontar los retos de la vida.

La mejor virtud de William era su generosidad que desplegaba como algo natural de su espíritu, sin afectaciones ni compromisos. 

Su desprendimiento era evidente en la forma como acogía a los necesitados en la casa que él mismo construyó paso a paso, piso a piso. Una casa que era un refugio permanente en el que nunca faltaba un bocado compartido y un abrazo cariñoso.

La nobleza de su carácter lo hizo ser el amigo fiel de sus amigos; el más afectuoso de los parientes; el guía, el compañero y el soporte de sus hijas Azahar y Barak; el hermano irreemplazable de Myriam, quien estaba, como dice ella, pegado a su piel como un tatuaje.

Las ocurrencias de William Socarrás nos hacían pensar que la vida es frágil como una flor del campo, pero a la que no se debe tomar demasiado en serio porque ella se escapa en cualquier momento sin que podamos detenerla.

Era veloz en imaginar lo nuevo sin aferrarse al pasado, tanto que con frecuencia desbarataba lo anterior para dar rienda suelta a sus nuevas ideas convertidas en estancias que nadie hubiera podido figurarse. 

Para William los sueños eran lo más cercano a la realidad porque en ellos cabían todas las ambiciones de su alma.

Nos va a hacer falta su voz sonora; su risa espontánea; la incansable brega de sus manos callosas, el trepidar de su casa siempre en obra. 

Muchos extrañaran el abrigo que supo dispensar sin medida, y el consejo oportuno de cada día. 

Nos va a hacer llorar la mano que se despide desde la alta ventana de su alcázar. [email protected]