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Columnista - 29 octubre, 2019

Vocación musical

San Jacinto es uno de esos pueblos del Caribe colombiano donde el tiempo parece haberse detenido, en realidad en nada ha cambiado desde que el viejo Miguel se fue para Barranquilla, pero La hamaca grande sigue ahí colgada en el Cerro e’ maco y hoy meciendo a toda la población colombiana. Años atrás cuando iba […]

San Jacinto es uno de esos pueblos del Caribe colombiano donde el tiempo parece haberse detenido, en realidad en nada ha cambiado desde que el viejo Miguel se fue para Barranquilla, pero La hamaca grande sigue ahí colgada en el Cerro e’ maco y hoy meciendo a toda la población colombiana.

Años atrás cuando iba en adelanto la década de los años 40 en el siglo anterior, el pequeño Adolfo Rafael, el de la niña Mercedes Anillo y Don Miguel Pacheco, era motivo de preocupación constante para su madre, porque al menor descuido se escapaba por los callejones y patios del vecindario para ir tras los gaiteros y tamboreros del pueblo o ver de cerca los gallos de pelea en las cuerdas que afamados criadores siempre han tenido en San Jacinto.

A veces trepado en una cerca o encaramados en la rama de un árbol o escondido en una troja, para así acudir al llamado de esa música que le marcaria su vocación para toda la vida.

Era la época en que la elite sanjacintera se divertía tomando y bailando en el salón “El gurrufero”, propiedad de don Miguel y administrado por doña Mercedes. Quizás fue uno de los pocos clubes populares que en esa entonces tenían un conjunto de planta; este era liderado por Don José Miguel García , “el joso”, uno de los primeros acordeoneros que tuvo San Jacinto, que se hacia acompañar de un bombo, redoblante, maracas y una trompeta, grupo que sin este ultimo instrumento fue el formato utilizado en Las colitas de la provincia de Padilla y en las jaranitas del viejo Bolívar y algunas regiones del departamento del Atlántico.

El repertorio que maneja “el joso” era de carácter bailable, guarachas y sones cubanos, porros, cumbias, fandangos y hasta algún paso doble. Popular y sarcásticamente los del pueblo le decía “catarrito” por su constantes estornudos de cuerdas reventadas dentro de una caldereta vieja, lo que a el nunca le causo molestia. En el salón los músicos tocaban sentados mientras los bailadores se daban gusto.

En alguna ocasión el pequeño Adolfo se coló en “el gurrufero” y se escondió detrás de “catarrito”, quien era un empedernido fumador y mascador de tabaco con la fea costumbre que al termina una pieza giraba su cuello hacia la derecha y ahí va, el tabacalero escupitajo directo a la cabeza de Adolfito. Solo después de terminada la tanda que los músicos se levantaron el niño fue descubierto por su madre, embadurnado de baba con nicotina hasta la coronilla.

La verdad es que el embelesado en el sonido del acordeón y en los otros instrumentos no se dio cuenta de la salival fumigación que le pego García, pues era tal su concentración en la música, que en esos monumentos estaría en otro mundo, atendiendo ese llamado, esa orden de una voz interior que nos muestra la vocación con que nacemos.

Fue necesario meterlo de cabeza en la pileta del “gurrufero” para quitarle de encima aquel maloliente mercochaje. Casos como estos son frecuentes en la historia de nuestro folclor, como los mil chancletazos que infructuosamente le pego Doña Carmen Díaz a Emilianito, tratando de alejarlo de la acordeón, pero la vocación estuvo por encima de cualquier castigo, sin que el se hubiera enterado durante su infancia y adolescencia del robo que su padre, el viejo “Mile”, ya muchachón como le hizo al tío Cristóbal Zuleta cuando aprovechando la ausencia de este se voló con el acordeón y estuvo perdido casi quince días, al cabo de los cuales apareció muy orondo, ya tocando “la piña madura” y “la maricutana” consiguiendo con esto que el tío le regalara el acordeón y la vieja Sara lo indultara de la rejera que el tenia programada por tamaño atrevimiento.

Los tiempo han cambiado en le vallenato y hoy los niños son llevados por sus padres a las escuelas de música, porque es un verdadero orgullo orientar su vocación musical, puesto que llegara a ser un soberano del acordeón o una estrella del canto pueden llegar a pregonar el folclor que hoy es la sonrisa amable que tiene Colombia y un referente cultural que despierta admiración en todo el mundo entero.

Columnista
29 octubre, 2019

Vocación musical

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Julio C. Oñate M.

San Jacinto es uno de esos pueblos del Caribe colombiano donde el tiempo parece haberse detenido, en realidad en nada ha cambiado desde que el viejo Miguel se fue para Barranquilla, pero La hamaca grande sigue ahí colgada en el Cerro e’ maco y hoy meciendo a toda la población colombiana. Años atrás cuando iba […]


San Jacinto es uno de esos pueblos del Caribe colombiano donde el tiempo parece haberse detenido, en realidad en nada ha cambiado desde que el viejo Miguel se fue para Barranquilla, pero La hamaca grande sigue ahí colgada en el Cerro e’ maco y hoy meciendo a toda la población colombiana.

Años atrás cuando iba en adelanto la década de los años 40 en el siglo anterior, el pequeño Adolfo Rafael, el de la niña Mercedes Anillo y Don Miguel Pacheco, era motivo de preocupación constante para su madre, porque al menor descuido se escapaba por los callejones y patios del vecindario para ir tras los gaiteros y tamboreros del pueblo o ver de cerca los gallos de pelea en las cuerdas que afamados criadores siempre han tenido en San Jacinto.

A veces trepado en una cerca o encaramados en la rama de un árbol o escondido en una troja, para así acudir al llamado de esa música que le marcaria su vocación para toda la vida.

Era la época en que la elite sanjacintera se divertía tomando y bailando en el salón “El gurrufero”, propiedad de don Miguel y administrado por doña Mercedes. Quizás fue uno de los pocos clubes populares que en esa entonces tenían un conjunto de planta; este era liderado por Don José Miguel García , “el joso”, uno de los primeros acordeoneros que tuvo San Jacinto, que se hacia acompañar de un bombo, redoblante, maracas y una trompeta, grupo que sin este ultimo instrumento fue el formato utilizado en Las colitas de la provincia de Padilla y en las jaranitas del viejo Bolívar y algunas regiones del departamento del Atlántico.

El repertorio que maneja “el joso” era de carácter bailable, guarachas y sones cubanos, porros, cumbias, fandangos y hasta algún paso doble. Popular y sarcásticamente los del pueblo le decía “catarrito” por su constantes estornudos de cuerdas reventadas dentro de una caldereta vieja, lo que a el nunca le causo molestia. En el salón los músicos tocaban sentados mientras los bailadores se daban gusto.

En alguna ocasión el pequeño Adolfo se coló en “el gurrufero” y se escondió detrás de “catarrito”, quien era un empedernido fumador y mascador de tabaco con la fea costumbre que al termina una pieza giraba su cuello hacia la derecha y ahí va, el tabacalero escupitajo directo a la cabeza de Adolfito. Solo después de terminada la tanda que los músicos se levantaron el niño fue descubierto por su madre, embadurnado de baba con nicotina hasta la coronilla.

La verdad es que el embelesado en el sonido del acordeón y en los otros instrumentos no se dio cuenta de la salival fumigación que le pego García, pues era tal su concentración en la música, que en esos monumentos estaría en otro mundo, atendiendo ese llamado, esa orden de una voz interior que nos muestra la vocación con que nacemos.

Fue necesario meterlo de cabeza en la pileta del “gurrufero” para quitarle de encima aquel maloliente mercochaje. Casos como estos son frecuentes en la historia de nuestro folclor, como los mil chancletazos que infructuosamente le pego Doña Carmen Díaz a Emilianito, tratando de alejarlo de la acordeón, pero la vocación estuvo por encima de cualquier castigo, sin que el se hubiera enterado durante su infancia y adolescencia del robo que su padre, el viejo “Mile”, ya muchachón como le hizo al tío Cristóbal Zuleta cuando aprovechando la ausencia de este se voló con el acordeón y estuvo perdido casi quince días, al cabo de los cuales apareció muy orondo, ya tocando “la piña madura” y “la maricutana” consiguiendo con esto que el tío le regalara el acordeón y la vieja Sara lo indultara de la rejera que el tenia programada por tamaño atrevimiento.

Los tiempo han cambiado en le vallenato y hoy los niños son llevados por sus padres a las escuelas de música, porque es un verdadero orgullo orientar su vocación musical, puesto que llegara a ser un soberano del acordeón o una estrella del canto pueden llegar a pregonar el folclor que hoy es la sonrisa amable que tiene Colombia y un referente cultural que despierta admiración en todo el mundo entero.