“La proa de la balsa a la deriva estaba remendada con cinta americana. El interior de la embarcación, para hacerla más resistente, iba forrado con un tablón de madera del que sobresalían dos hileras de tornillos gruesos de proa a popa. Sus ocupantes iban sentados encima. “No Libia. No Libia”, gritaban a sus rescatadores […] […]
“La proa de la balsa a la deriva estaba remendada con cinta americana. El interior de la embarcación, para hacerla más resistente, iba forrado con un tablón de madera del que sobresalían dos hileras de tornillos gruesos de proa a popa. Sus ocupantes iban sentados encima. “No Libia. No Libia”, gritaban a sus rescatadores […] En la balsa intentaban llegar a las costas de Europa cuatro menores, entre ellos un niño de nueve años acompañado de sus padres, cinco mujeres y cincuenta y un hombres”. El relato parece ficción, pero no lo es, es el registro que hizo el diario El País de España del rescate de una balsa por el Open Arms, uno de los tantos barcos pertenecientes a ONGs que trabajan en el mar para salvar a quienes huyen de la guerra en sus países.
En días recientes, la Unión Europea llegó a un acuerdo para la creación, voluntaria, de centros de refugiados, para el recibimiento de los migrantes y refugiados rescatados en el mar. Un acuerdo que termina con la ley de cuotas que se pretendió imponer hace un par de años y que nunca funcionó. El acuerdo que, como cualquier otro, busca ahora trabajar en los detalles para el funcionamiento de estos centros, no ha encontrado ningún país de los veintiocho, que decida dar el primer paso y abrir uno.
Lo que se vuelve un problema mayúsculo para los estados y ha tenido a Europa enfrentada, tiene su origen en la guerra. Nadie quiere salir de su país si en él está bien y tiene las oportunidades necesarias para una buena vida. Pero la guerra no permite el desarrollo ni la proyección de quienes están inmersos en ella y buscar la vida en otro lado es la única posibilidad de no perderla, así se pierda en el intento. Debe ser atroz salir del entorno familiar, de lo conocido, meterse en una balsa y echarse al mar para llegar a una tierra que nunca se ha visto, con otro idioma, otra gente, un mundo ajeno que, sin embargo, representa la salvación. Llegar como niños recién nacidos y que otras personas decidan rescatarlos, ponerlos a salvo, ofrecerles comida, algún descanso. Otros a los que nunca se ha visto, ahora deciden la suerte.
Las sesenta personas rescatadas por el Open Arms estarán en Barcelona esta semana, durante estos días en cada cabeza deben flotar mil ideas, sueños, esperanza, una secreta alegría por el triunfo de haber llegado y en sus ojos la total incertidumbre y el miedo que produce descubrir un mundo desconocido al que se llega con la frente tatuada.
“La proa de la balsa a la deriva estaba remendada con cinta americana. El interior de la embarcación, para hacerla más resistente, iba forrado con un tablón de madera del que sobresalían dos hileras de tornillos gruesos de proa a popa. Sus ocupantes iban sentados encima. “No Libia. No Libia”, gritaban a sus rescatadores […] […]
“La proa de la balsa a la deriva estaba remendada con cinta americana. El interior de la embarcación, para hacerla más resistente, iba forrado con un tablón de madera del que sobresalían dos hileras de tornillos gruesos de proa a popa. Sus ocupantes iban sentados encima. “No Libia. No Libia”, gritaban a sus rescatadores […] En la balsa intentaban llegar a las costas de Europa cuatro menores, entre ellos un niño de nueve años acompañado de sus padres, cinco mujeres y cincuenta y un hombres”. El relato parece ficción, pero no lo es, es el registro que hizo el diario El País de España del rescate de una balsa por el Open Arms, uno de los tantos barcos pertenecientes a ONGs que trabajan en el mar para salvar a quienes huyen de la guerra en sus países.
En días recientes, la Unión Europea llegó a un acuerdo para la creación, voluntaria, de centros de refugiados, para el recibimiento de los migrantes y refugiados rescatados en el mar. Un acuerdo que termina con la ley de cuotas que se pretendió imponer hace un par de años y que nunca funcionó. El acuerdo que, como cualquier otro, busca ahora trabajar en los detalles para el funcionamiento de estos centros, no ha encontrado ningún país de los veintiocho, que decida dar el primer paso y abrir uno.
Lo que se vuelve un problema mayúsculo para los estados y ha tenido a Europa enfrentada, tiene su origen en la guerra. Nadie quiere salir de su país si en él está bien y tiene las oportunidades necesarias para una buena vida. Pero la guerra no permite el desarrollo ni la proyección de quienes están inmersos en ella y buscar la vida en otro lado es la única posibilidad de no perderla, así se pierda en el intento. Debe ser atroz salir del entorno familiar, de lo conocido, meterse en una balsa y echarse al mar para llegar a una tierra que nunca se ha visto, con otro idioma, otra gente, un mundo ajeno que, sin embargo, representa la salvación. Llegar como niños recién nacidos y que otras personas decidan rescatarlos, ponerlos a salvo, ofrecerles comida, algún descanso. Otros a los que nunca se ha visto, ahora deciden la suerte.
Las sesenta personas rescatadas por el Open Arms estarán en Barcelona esta semana, durante estos días en cada cabeza deben flotar mil ideas, sueños, esperanza, una secreta alegría por el triunfo de haber llegado y en sus ojos la total incertidumbre y el miedo que produce descubrir un mundo desconocido al que se llega con la frente tatuada.