Conocí a Valledupar en el año de 1970, arribé en un DC4 -una mole de hojalata crujiente con cuatro motores a pistón- que volaba desde Barranquilla a la rústica pista del Alfonso López, que no era más que un playón con trazas de aeropuerto. Me esperaba Jorge Eliécer Quintero y al llegar me embarcó en […]
Conocí a Valledupar en el año de 1970, arribé en un DC4 -una mole de hojalata crujiente con cuatro motores a pistón- que volaba desde Barranquilla a la rústica pista del Alfonso López, que no era más que un playón con trazas de aeropuerto. Me esperaba Jorge Eliécer Quintero y al llegar me embarcó en un Nissan Patrol y tomamos lo que hoy es la Avenida entre la glorieta del terminal y la de la Ceiba, un esbozo de vía llena de polvo y piedras que para el conductor parecían no existir.
El servicio de energía dependía de la precaria provisión de ACPM de las plantas Sulzer que generaban unos pocos kilovatios y por eso en la casa de mi suegro era familiar el ronronear lejano del motor del señor Víctor Douglas que producía energía para su taller y unos cuantos vecinos a quienes se las dispensaba. La central telefónica la había regalado el Club de Leones y no eran más de 200 abonados con líneas de tres dígitos y luego de cuatro. Yo llamaba mucho al 3223.
Por los grifos salía agua en algunas ocasiones. El orgullo vallenato se cimentaba en su producción algodonera, la empresa Asocesar, y TAC, la aerolínea.
El Festival Vallenato estaba lejos de lo que alcanzó a ser. Recuerdo uno, no sé cuál, de madrugada, tal vez, en el que el desfile del pilón lo encabezaba, lideraba lo expresa mejor, una joven y bella señora: Consuelo Araujo. Para esa época Radio Guatapurí transmitía en onda corta, y de noche en Bogotá con algunas dificultades escuchábamos las trasmisiones de ese evento. La televisión era la venezolana: Radio Caracas TV, Venevisión y la estatal.
El Banco de referencia lo era el Colombia, que lo gerenciaba un paisa, Jaime Aristizabal, y la subgerente era ‘Chopa’, la que lidiaba a la clientela informada y a uno que otro despistado que creía que se podía girar hasta que se acabara la chequera.
No preciso si en ese momento o más adelante se publicaba ‘Antena del Cesar’, que era “cadapuedario”. Las emisoras eran Radio Guatapurí, Radio Valledupar y Ondas del Cesar.
No existían los grandes almacenes y los abastos, sobre todo el rancho, eran casi todos venezolanos. La farmacia era la ‘Sonia’.
Los automotores eran de modelo reciente y los antiguos estaban “ayudados” con partes venezolanas. El pozo de Hurtado era poco visitado, es decir, no era tan popular pues en esa época era un sitio aislado y sin muchos medios de transporte.
Se “veraneaba” en Pueblo Bello y Manaure, en esta última población existía una mejor infraestructura para recibir al visitante. Los pudientes lo hacían con frecuencia al exterior. Aspecto que me llamó mucho la atención era la bonanza algodonera.
Existía, y hoy aún, con menos intensidad, pero se da y es el concepto de colonización que suponía agotado, pues en mi región de origen ya esa fase estaba consolidada hace mucho rato. Topónimos como Llerasca y Villa Germania me lo indicaron. Todavía, como en ‘Cien años de Soledad’, había que nombrar las cosas.
Los taxis eran camperos con carpa y había uno que tenía encima un conejo de plástico iluminado por dentro que vi trabajar durante muchos años. Luis Augusto era todavía ‘El nene’, y había otro que era el ‘nene arepa’. El ‘Pita’ Pantoja se ponía de ruana los bailes. El Panita Baute ejercía de estudiante desaplicado en Bogotá; Ricardo Palmera era un joven club-man, de buena vida y refinados gustos.
Rodrigo Tovar Pupo era un niñito que cuando su padre se tomaba los tragos con los vecinos salía a comprar los cigarrillos. El tiempo pasa y no debiera cambiar mucho las cosas.
Conocí a Valledupar en el año de 1970, arribé en un DC4 -una mole de hojalata crujiente con cuatro motores a pistón- que volaba desde Barranquilla a la rústica pista del Alfonso López, que no era más que un playón con trazas de aeropuerto. Me esperaba Jorge Eliécer Quintero y al llegar me embarcó en […]
Conocí a Valledupar en el año de 1970, arribé en un DC4 -una mole de hojalata crujiente con cuatro motores a pistón- que volaba desde Barranquilla a la rústica pista del Alfonso López, que no era más que un playón con trazas de aeropuerto. Me esperaba Jorge Eliécer Quintero y al llegar me embarcó en un Nissan Patrol y tomamos lo que hoy es la Avenida entre la glorieta del terminal y la de la Ceiba, un esbozo de vía llena de polvo y piedras que para el conductor parecían no existir.
El servicio de energía dependía de la precaria provisión de ACPM de las plantas Sulzer que generaban unos pocos kilovatios y por eso en la casa de mi suegro era familiar el ronronear lejano del motor del señor Víctor Douglas que producía energía para su taller y unos cuantos vecinos a quienes se las dispensaba. La central telefónica la había regalado el Club de Leones y no eran más de 200 abonados con líneas de tres dígitos y luego de cuatro. Yo llamaba mucho al 3223.
Por los grifos salía agua en algunas ocasiones. El orgullo vallenato se cimentaba en su producción algodonera, la empresa Asocesar, y TAC, la aerolínea.
El Festival Vallenato estaba lejos de lo que alcanzó a ser. Recuerdo uno, no sé cuál, de madrugada, tal vez, en el que el desfile del pilón lo encabezaba, lideraba lo expresa mejor, una joven y bella señora: Consuelo Araujo. Para esa época Radio Guatapurí transmitía en onda corta, y de noche en Bogotá con algunas dificultades escuchábamos las trasmisiones de ese evento. La televisión era la venezolana: Radio Caracas TV, Venevisión y la estatal.
El Banco de referencia lo era el Colombia, que lo gerenciaba un paisa, Jaime Aristizabal, y la subgerente era ‘Chopa’, la que lidiaba a la clientela informada y a uno que otro despistado que creía que se podía girar hasta que se acabara la chequera.
No preciso si en ese momento o más adelante se publicaba ‘Antena del Cesar’, que era “cadapuedario”. Las emisoras eran Radio Guatapurí, Radio Valledupar y Ondas del Cesar.
No existían los grandes almacenes y los abastos, sobre todo el rancho, eran casi todos venezolanos. La farmacia era la ‘Sonia’.
Los automotores eran de modelo reciente y los antiguos estaban “ayudados” con partes venezolanas. El pozo de Hurtado era poco visitado, es decir, no era tan popular pues en esa época era un sitio aislado y sin muchos medios de transporte.
Se “veraneaba” en Pueblo Bello y Manaure, en esta última población existía una mejor infraestructura para recibir al visitante. Los pudientes lo hacían con frecuencia al exterior. Aspecto que me llamó mucho la atención era la bonanza algodonera.
Existía, y hoy aún, con menos intensidad, pero se da y es el concepto de colonización que suponía agotado, pues en mi región de origen ya esa fase estaba consolidada hace mucho rato. Topónimos como Llerasca y Villa Germania me lo indicaron. Todavía, como en ‘Cien años de Soledad’, había que nombrar las cosas.
Los taxis eran camperos con carpa y había uno que tenía encima un conejo de plástico iluminado por dentro que vi trabajar durante muchos años. Luis Augusto era todavía ‘El nene’, y había otro que era el ‘nene arepa’. El ‘Pita’ Pantoja se ponía de ruana los bailes. El Panita Baute ejercía de estudiante desaplicado en Bogotá; Ricardo Palmera era un joven club-man, de buena vida y refinados gustos.
Rodrigo Tovar Pupo era un niñito que cuando su padre se tomaba los tragos con los vecinos salía a comprar los cigarrillos. El tiempo pasa y no debiera cambiar mucho las cosas.