Son muchos los directivos de universidades públicas y privadas que pareciera que no les importara que sus estudiantes se gradúen con o sin méritos académicos. Entiendo que el desbarajuste lo inició la cacareada Ley 30, en donde está condensada la educación superior. Está sintetizado en su artículo 28 sobre la autonomía universitaria, en donde se […]
Son muchos los directivos de universidades públicas y privadas que pareciera que no les importara que sus estudiantes se gradúen con o sin méritos académicos.
Entiendo que el desbarajuste lo inició la cacareada Ley 30, en donde está condensada la educación superior. Está sintetizado en su artículo 28 sobre la autonomía universitaria, en donde se reconoce a las universidades el derecho de darse y modificar sus estatutos, designar sus autoridades académicas y administrativas, crear, organizar y desarrollar sus programas académicos, definir y organizar sus labores formativas, académicas, docentes, científicas y culturales, otorgar los títulos correspondientes, seleccionar a sus profesores, admitir a sus alumnos, etc.
Irónicamente, la Ley 30 se ha convertido en la tramoya más miserable de muchos directivos de las universidades –la UPC parece no ser la excepción-, para manipular voluntades de docentes, estudiantes y administrativos, para sobornar, multiplicar la corruptela y mantenerse en el poder de la rectoría, para congratularse con sus amigotes políticos y para seguir llenando sus arcas familiares.
Lo más triste es que los autores de la hecatombe se cubren con purezas y se aferran a las normas del Estado –como podría estar ocurriendo en la UPC- en beneficio de unos cuantos, mientras que estudiantes, docentes y administrativos sucumben ante su salvajismo, de una modernidad que impera solo en sus apetitos del poder.
Bien lo dice mi consejero periodístico Tíochiro: “La Ley 30 ha terminado siendo la fachada de directivos para montar sus propios negocios en las universidades”.
Mientras tanto, los padres corren desesperados por los pasillos para que el senador o congresista, el político o el dueño del poder, les den un “cupito” de ingreso a la universidad para sus hijos.
Las universidades están dando tumbos, porque sus directivos se reúnen y hacen lo contrario de lo que ordena la Ley 30. Ahora, para graduarse, la universidad no exige hacer una monografía, en donde el estudiante desarrolla sus conocimientos durante la escolaridad; es un trabajo escrito, ordenado que encuadra un tema científico.
Ahora las universidades reúnen a 100 o más estudiantes, les dan como opción de grado pagar un diplomado o taller, que dura 2 o 3 semanas y vale $3 o $4 millones cada uno y al cabo de ese introito gradúan a los muchachos.
Incluso, esos diplomados y talleres no los pierde nadie. Muchos estudiantes dicen que pagaron y no asistieron ni al 30 por ciento de las clases.
La otra modalidad que se cuestiona es la del título de abogado. Han manipulado tanto el espíritu de la norma que las universidades exigen para graduarse una monografía (trabajo de grado) o un año de judicatura (prácticas). También deben hacer 5 preparatorios, cada uno cuesta menos de $100 mil, o 5 seminarios, cada uno puede valer entre $3 y $4 millones.
Sin embargo, los estudiantes hacen la judicatura en una comisaria o juzgado que dura un año, en vez de hacer una monografía gratis que puede durar seis meses. También deciden hacer los 5 seminarios que pueden costar más de $15 millones, en vez de hacer los 5 preparatorios que cuestan menos de un millón de pesos. “Lo que sucede”, dijeron varios de los entrevistados para la realización de esta columna, “es que los seminarios y la judicatura no los pierde nadie; en cambio, los preparatorios que son un compendio de todo lo que se vio en la carrera, casi nunca nadie los gana”. Hasta la próxima semana.
Son muchos los directivos de universidades públicas y privadas que pareciera que no les importara que sus estudiantes se gradúen con o sin méritos académicos. Entiendo que el desbarajuste lo inició la cacareada Ley 30, en donde está condensada la educación superior. Está sintetizado en su artículo 28 sobre la autonomía universitaria, en donde se […]
Son muchos los directivos de universidades públicas y privadas que pareciera que no les importara que sus estudiantes se gradúen con o sin méritos académicos.
Entiendo que el desbarajuste lo inició la cacareada Ley 30, en donde está condensada la educación superior. Está sintetizado en su artículo 28 sobre la autonomía universitaria, en donde se reconoce a las universidades el derecho de darse y modificar sus estatutos, designar sus autoridades académicas y administrativas, crear, organizar y desarrollar sus programas académicos, definir y organizar sus labores formativas, académicas, docentes, científicas y culturales, otorgar los títulos correspondientes, seleccionar a sus profesores, admitir a sus alumnos, etc.
Irónicamente, la Ley 30 se ha convertido en la tramoya más miserable de muchos directivos de las universidades –la UPC parece no ser la excepción-, para manipular voluntades de docentes, estudiantes y administrativos, para sobornar, multiplicar la corruptela y mantenerse en el poder de la rectoría, para congratularse con sus amigotes políticos y para seguir llenando sus arcas familiares.
Lo más triste es que los autores de la hecatombe se cubren con purezas y se aferran a las normas del Estado –como podría estar ocurriendo en la UPC- en beneficio de unos cuantos, mientras que estudiantes, docentes y administrativos sucumben ante su salvajismo, de una modernidad que impera solo en sus apetitos del poder.
Bien lo dice mi consejero periodístico Tíochiro: “La Ley 30 ha terminado siendo la fachada de directivos para montar sus propios negocios en las universidades”.
Mientras tanto, los padres corren desesperados por los pasillos para que el senador o congresista, el político o el dueño del poder, les den un “cupito” de ingreso a la universidad para sus hijos.
Las universidades están dando tumbos, porque sus directivos se reúnen y hacen lo contrario de lo que ordena la Ley 30. Ahora, para graduarse, la universidad no exige hacer una monografía, en donde el estudiante desarrolla sus conocimientos durante la escolaridad; es un trabajo escrito, ordenado que encuadra un tema científico.
Ahora las universidades reúnen a 100 o más estudiantes, les dan como opción de grado pagar un diplomado o taller, que dura 2 o 3 semanas y vale $3 o $4 millones cada uno y al cabo de ese introito gradúan a los muchachos.
Incluso, esos diplomados y talleres no los pierde nadie. Muchos estudiantes dicen que pagaron y no asistieron ni al 30 por ciento de las clases.
La otra modalidad que se cuestiona es la del título de abogado. Han manipulado tanto el espíritu de la norma que las universidades exigen para graduarse una monografía (trabajo de grado) o un año de judicatura (prácticas). También deben hacer 5 preparatorios, cada uno cuesta menos de $100 mil, o 5 seminarios, cada uno puede valer entre $3 y $4 millones.
Sin embargo, los estudiantes hacen la judicatura en una comisaria o juzgado que dura un año, en vez de hacer una monografía gratis que puede durar seis meses. También deciden hacer los 5 seminarios que pueden costar más de $15 millones, en vez de hacer los 5 preparatorios que cuestan menos de un millón de pesos. “Lo que sucede”, dijeron varios de los entrevistados para la realización de esta columna, “es que los seminarios y la judicatura no los pierde nadie; en cambio, los preparatorios que son un compendio de todo lo que se vio en la carrera, casi nunca nadie los gana”. Hasta la próxima semana.