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Editorial - 15 mayo, 2010

Una perniciosa provocación

Todavía están frescos los episodios violentos acaecidos en la población de La Loma, El Paso, Cesar. Por varios días se sucedieron hechos violentos, inclusive cruentos al registrarse civiles y policías heridos, daños en propiedad ajena, bloqueos de las entradas del pueblo, y lógico, alteración constante y creciente de la población, que reclamaba unas mínimas reivindicaciones […]

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Todavía están frescos los episodios violentos acaecidos en la población de La Loma, El Paso, Cesar. Por varios días se sucedieron hechos violentos, inclusive cruentos al registrarse civiles y policías heridos, daños en propiedad ajena, bloqueos de las entradas del pueblo, y lógico, alteración constante y creciente de la población, que reclamaba unas mínimas reivindicaciones sobre todo de reconocimiento laboral.

La retrospectiva nos muestra episodios similares a lo largo y ancho del departamento, inclusive del país; una relativamente reciente nos ubica en otra población cesarense, La Jagua de Ibirico, igualmente asentamiento de empresas explotadoras del carbón, de la cual calcaron el formato: el pueblo, cansado de su irredención, se amotina y levanta su voz protestante por encima de los decibeles permitidos, generándose el caos.

Aunque frescos, el tiempo transcurrido es suficiente para decantar los hechos y permitirnos unas cuantas reflexiones. Daría grima reconocer, como primera reflexión, que al menos en Colombia sean necesarias protestas violentas, subversoras del orden establecido, para que los mandamases atiendan las quejas reiteradas de su comunidad.

Igual en La Loma que en La Jagua, e igual que en las demás protestas sociales, los pueblos se cansan de reclaman mendrugos y pendejadas y nadie les tiende la mano para contentarlos, menos para devolverles lo que le han quitado.
¿Qué reclamaban ahora? Nada del otro mundo: más oportunidades laborales y capacitación para los nativos, compromiso en ese sentido de las empresas privadas asentadas en el territorio, alivio de la pesada carga de los servicios públicos… nada del otro mundo: qué tal que exigieran a plenitud responsabilidad social empresarial, reparación efectiva por el daño ambiental, una partecita de la torta de  utilidades y cadena perpetua para los apropiadores de la cosa pública.

Ningún estado más pernicioso e injusto que el colombiano, que por añadidura mal acostumbra a su pueblo al enseñarle que la satisfacción de sus derechos no fluye espontáneamente sino que debe arrebatarla por las malas. Se ve en materia de salud, donde las mismas EPS abocan al usuario a usar la tutela para reclamar las drogas que obligatoriamente debe despachar, con el ítem de ganarse un dinero extra.

Es la misma perniciosa, injusta e ilegal provocación la que manipula la conciencia colectiva para que los pueblos exploten. Son tan fáciles de solucionar esas minúsculas  reclamaciones que apenas son necesarios unos pocos brotes de violencia para lograr algunas reivindicaciones. Fíjense si no: los escarceos de la Loma, igual los de La Jagua de Ibirico, con facilidad lograron movilizar la plana mayor nacional, a su cabeza el presidente de la República, comprometiéndose los ‘actores antagónicos’ a mostrar soluciones en un término no mayor de 15 días.

Lo peligroso es que se juega con candela, pues los movimientos sociales, por su fácil permeabilidad, se saben como empiezan pero no como terminan; las consecuencias de una revuelta de esa naturaleza, con tanta gasolina y pólvora regada por doquier, pueden ser impredecibles, con el agravante de no ser nunca cuestionados ni enjuiciados los verdaderos provocadores de los insucesos, las empresas que niegan los derechos mínimos de la comunidad y el propio Estado inoperante para proteger a esos sectores marginados y olvidados de la mano de Dios.

El Estado departamental y los mismos municipales deben repensar su accionar para no ser más reactivos; en juego su calidad de vida, inclusive su propia supervivencia, los pueblos no pueden dejar al desgaire su propia suerte; deben mancomunarse y tomar conciencia de unidad colectiva para fijar las reglas de juego entre si y con las empresas asentadas en su territorio. Es decir, deben madurar para autodeterminarse de manera efectiva y eficaz.

Con las empresas carboníferas sí que adquiere importancia este predicamento. Los pueblos no mandan en su pueblo, los gobierna una empresa acolitada por el Estado que para enriquecerse les cambia el curso de los ríos, les pervierte el hábitat, cambia su asentamiento, los desplaza al no darles trabajo o al no capacitarlos – que la preparación de la mano de obra es obligación de la empresa más que del trabajador – y muchas veces les impone gobernantes.

En definitiva, la historia no se cansa de repetirse. Quedamos a la espera de las próximas reivindicaciones…

Editorial
15 mayo, 2010

Una perniciosa provocación

Todavía están frescos los episodios violentos acaecidos en la población de La Loma, El Paso, Cesar. Por varios días se sucedieron hechos violentos, inclusive cruentos al registrarse civiles y policías heridos, daños en propiedad ajena, bloqueos de las entradas del pueblo, y lógico, alteración constante y creciente de la población, que reclamaba unas mínimas reivindicaciones […]


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Todavía están frescos los episodios violentos acaecidos en la población de La Loma, El Paso, Cesar. Por varios días se sucedieron hechos violentos, inclusive cruentos al registrarse civiles y policías heridos, daños en propiedad ajena, bloqueos de las entradas del pueblo, y lógico, alteración constante y creciente de la población, que reclamaba unas mínimas reivindicaciones sobre todo de reconocimiento laboral.

La retrospectiva nos muestra episodios similares a lo largo y ancho del departamento, inclusive del país; una relativamente reciente nos ubica en otra población cesarense, La Jagua de Ibirico, igualmente asentamiento de empresas explotadoras del carbón, de la cual calcaron el formato: el pueblo, cansado de su irredención, se amotina y levanta su voz protestante por encima de los decibeles permitidos, generándose el caos.

Aunque frescos, el tiempo transcurrido es suficiente para decantar los hechos y permitirnos unas cuantas reflexiones. Daría grima reconocer, como primera reflexión, que al menos en Colombia sean necesarias protestas violentas, subversoras del orden establecido, para que los mandamases atiendan las quejas reiteradas de su comunidad.

Igual en La Loma que en La Jagua, e igual que en las demás protestas sociales, los pueblos se cansan de reclaman mendrugos y pendejadas y nadie les tiende la mano para contentarlos, menos para devolverles lo que le han quitado.
¿Qué reclamaban ahora? Nada del otro mundo: más oportunidades laborales y capacitación para los nativos, compromiso en ese sentido de las empresas privadas asentadas en el territorio, alivio de la pesada carga de los servicios públicos… nada del otro mundo: qué tal que exigieran a plenitud responsabilidad social empresarial, reparación efectiva por el daño ambiental, una partecita de la torta de  utilidades y cadena perpetua para los apropiadores de la cosa pública.

Ningún estado más pernicioso e injusto que el colombiano, que por añadidura mal acostumbra a su pueblo al enseñarle que la satisfacción de sus derechos no fluye espontáneamente sino que debe arrebatarla por las malas. Se ve en materia de salud, donde las mismas EPS abocan al usuario a usar la tutela para reclamar las drogas que obligatoriamente debe despachar, con el ítem de ganarse un dinero extra.

Es la misma perniciosa, injusta e ilegal provocación la que manipula la conciencia colectiva para que los pueblos exploten. Son tan fáciles de solucionar esas minúsculas  reclamaciones que apenas son necesarios unos pocos brotes de violencia para lograr algunas reivindicaciones. Fíjense si no: los escarceos de la Loma, igual los de La Jagua de Ibirico, con facilidad lograron movilizar la plana mayor nacional, a su cabeza el presidente de la República, comprometiéndose los ‘actores antagónicos’ a mostrar soluciones en un término no mayor de 15 días.

Lo peligroso es que se juega con candela, pues los movimientos sociales, por su fácil permeabilidad, se saben como empiezan pero no como terminan; las consecuencias de una revuelta de esa naturaleza, con tanta gasolina y pólvora regada por doquier, pueden ser impredecibles, con el agravante de no ser nunca cuestionados ni enjuiciados los verdaderos provocadores de los insucesos, las empresas que niegan los derechos mínimos de la comunidad y el propio Estado inoperante para proteger a esos sectores marginados y olvidados de la mano de Dios.

El Estado departamental y los mismos municipales deben repensar su accionar para no ser más reactivos; en juego su calidad de vida, inclusive su propia supervivencia, los pueblos no pueden dejar al desgaire su propia suerte; deben mancomunarse y tomar conciencia de unidad colectiva para fijar las reglas de juego entre si y con las empresas asentadas en su territorio. Es decir, deben madurar para autodeterminarse de manera efectiva y eficaz.

Con las empresas carboníferas sí que adquiere importancia este predicamento. Los pueblos no mandan en su pueblo, los gobierna una empresa acolitada por el Estado que para enriquecerse les cambia el curso de los ríos, les pervierte el hábitat, cambia su asentamiento, los desplaza al no darles trabajo o al no capacitarlos – que la preparación de la mano de obra es obligación de la empresa más que del trabajador – y muchas veces les impone gobernantes.

En definitiva, la historia no se cansa de repetirse. Quedamos a la espera de las próximas reivindicaciones…