Las últimas semanas y muy a propósito de la Asamblea número setenta y tres de la ONU se empezó a escuchar una serie de voces disonantes, diría yo aunque consonantes entre ellas, sobre una posible intervención militar en Venezuela para terminar con el régimen de Nicolás Maduro. Por supuesto Colombia sería la base de esta […]
Las últimas semanas y muy a propósito de la Asamblea número setenta y tres de la ONU se empezó a escuchar una serie de voces disonantes, diría yo aunque consonantes entre ellas, sobre una posible intervención militar en Venezuela para terminar con el régimen de Nicolás Maduro. Por supuesto Colombia sería la base de esta agresión. El presidente Duque, en su gran prudencia, no creo que ni en un minuto haya considerado algo así, ni siquiera algo menor. No hay belicosidad en su carácter, ni en su discurso aunque no pueda ponerle un tapón en la boca a su embajador en Washington y a otros necios.
Una guerra contra Venezuela es casi un chiste y su sola idea puede escribirse en las páginas de la comedia en la que la burla sobre los pobres siempre saca a flote la condición más miserable. Enfrentar a dos países tan pobres solo, es, no ya un despropósito discursivo, sino una burla a la verdadera condición de los mismos. Según el último estudio sobre “La seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo” elaborado por la FAO, la carencia crónica de alimentos en Venezuela aumentó de 10.5% a 11.7% en los últimos diez años. El hambre del pueblo venezolano es, junto con la protección de la vida, una de las principales causas de la crisis migratoria que vive el vecino país. Bolivia, Guatemala y Nicaragua lideran el ranking de subalimentación.
Un promedio de 25 mil venezolanos diarios cruzan la frontera para llegar a Colombia, como vía de escape. Pretenden no solo salvar el hambre sino también la vida en nuestro país. Nunca Colombia fue el destino de los venezolanos, pese a que Venezuela ha sido el de los colombianos desde finales de los años sesenta, pero somos vecinos, si no hay aquí hay allá y viceversa. De nuestro lado las cifras, si bien han mejorado, tampoco nos dejan del otro lado.
En materia de pobreza hay aun 13 millones de personas con ingresos mensuales por debajo de 1millón de pesos con los cuales deben sobrevivir dos adultos y dos niños y 3.5 millones de colombianos con ingresos por debajo de $465.000 para las mismas cuatro personas.
Así las cosas y con semejante panorama de subalimentación en América Latina, donde Colombia se mueve en la mitad de la estadística, ¿de qué guerra estamos hablando? De una que le va a terminar de quitar uno de los tres bocados del día al 78.6% de los venezolanos que han manifestado no comer de manera regular, de los cuales el 30.3% ha dicho comer una sola vez al día. Del lado de nuestro país al hambre que trae consigo la guerra le sumaremos el horror de vivir un conflicto externo, cuando apenas hemos logrado aliviar una parte del que por décadas nos hizo pasar las FARC. Menos mal que no son sino habladurías que me han llevado a hacer el ejercicio de escribir esta columna para imaginarme por un instante semejante despropósito.
Por María Angélica Pumarejo
Las últimas semanas y muy a propósito de la Asamblea número setenta y tres de la ONU se empezó a escuchar una serie de voces disonantes, diría yo aunque consonantes entre ellas, sobre una posible intervención militar en Venezuela para terminar con el régimen de Nicolás Maduro. Por supuesto Colombia sería la base de esta […]
Las últimas semanas y muy a propósito de la Asamblea número setenta y tres de la ONU se empezó a escuchar una serie de voces disonantes, diría yo aunque consonantes entre ellas, sobre una posible intervención militar en Venezuela para terminar con el régimen de Nicolás Maduro. Por supuesto Colombia sería la base de esta agresión. El presidente Duque, en su gran prudencia, no creo que ni en un minuto haya considerado algo así, ni siquiera algo menor. No hay belicosidad en su carácter, ni en su discurso aunque no pueda ponerle un tapón en la boca a su embajador en Washington y a otros necios.
Una guerra contra Venezuela es casi un chiste y su sola idea puede escribirse en las páginas de la comedia en la que la burla sobre los pobres siempre saca a flote la condición más miserable. Enfrentar a dos países tan pobres solo, es, no ya un despropósito discursivo, sino una burla a la verdadera condición de los mismos. Según el último estudio sobre “La seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo” elaborado por la FAO, la carencia crónica de alimentos en Venezuela aumentó de 10.5% a 11.7% en los últimos diez años. El hambre del pueblo venezolano es, junto con la protección de la vida, una de las principales causas de la crisis migratoria que vive el vecino país. Bolivia, Guatemala y Nicaragua lideran el ranking de subalimentación.
Un promedio de 25 mil venezolanos diarios cruzan la frontera para llegar a Colombia, como vía de escape. Pretenden no solo salvar el hambre sino también la vida en nuestro país. Nunca Colombia fue el destino de los venezolanos, pese a que Venezuela ha sido el de los colombianos desde finales de los años sesenta, pero somos vecinos, si no hay aquí hay allá y viceversa. De nuestro lado las cifras, si bien han mejorado, tampoco nos dejan del otro lado.
En materia de pobreza hay aun 13 millones de personas con ingresos mensuales por debajo de 1millón de pesos con los cuales deben sobrevivir dos adultos y dos niños y 3.5 millones de colombianos con ingresos por debajo de $465.000 para las mismas cuatro personas.
Así las cosas y con semejante panorama de subalimentación en América Latina, donde Colombia se mueve en la mitad de la estadística, ¿de qué guerra estamos hablando? De una que le va a terminar de quitar uno de los tres bocados del día al 78.6% de los venezolanos que han manifestado no comer de manera regular, de los cuales el 30.3% ha dicho comer una sola vez al día. Del lado de nuestro país al hambre que trae consigo la guerra le sumaremos el horror de vivir un conflicto externo, cuando apenas hemos logrado aliviar una parte del que por décadas nos hizo pasar las FARC. Menos mal que no son sino habladurías que me han llevado a hacer el ejercicio de escribir esta columna para imaginarme por un instante semejante despropósito.
Por María Angélica Pumarejo