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Columnista - 20 enero, 2023

Una abundancia hecha escasez 

Hace algunas semanas regresé de uno de los viajes más maravillosos de mi vida. Regresé inspirado por la posibilidad de un futuro diferente, donde la abundancia no sea una maldición, ni una ilusión que esconda la escasez.   

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Hace algunas semanas regresé de uno de los viajes más maravillosos de mi vida. Regresé inspirado por la posibilidad de un futuro diferente, donde la abundancia no sea una maldición, ni una ilusión que esconda la escasez.   

Conocí un país casi que de otro mundo. Un país que de la nada – sin recursos naturales, sin agua, casi sin territorio y con una población casi toda analfabeta – hizo brotar la riqueza, convirtiéndose en una nación mágica e indescriptible. Claro, regresé inspirado con varias lecciones y explicaciones que me ayudan a entender cómo en este valle, con un paisaje verde exuberante que se extiende hasta donde alcanza la vista, con montañas majestuosas y ríos cristalinos bordeando campos fértiles, la gente experimenta tanta pobreza. 

Visité Singapur. Es una isla muy pequeña en el sudeste asiático. Cuando digo pequeña, no exagero: no es más que un séptimo del área del municipio de Valledupar. Hace más de 60 años era un lugar sumido en la más profunda miseria. Los visitantes de ese tiempo no verían más que casas mal construidas, abarrotadas, en calles estrechas y polvorientas, mezclándose con el hedor del agua sucia y las basuras acumuladas en las esquinas. Verían caras de desamparo con la piel curtida por el sol, verían hambre y mucha sed. La noche sería finalmente un alivio para este turista abrumado con la pobreza, porque no había luz, la ciudad se apagaba con la penumbra. 

Por los años en que se fundó el departamento del Cesar y el Festival de la Leyenda Vallenata, Singapur era expulsada de Malasia y obligada a ser un país independiente (por su pobreza, ni el imperio británico quería tomar posesión de la que una vez fue su colonia). Para colmo, entre 1963 y 1964 tuvo que implementar un racionamiento de agua, porque no había suficiente.  

En un contexto tan dramático, su gente hizo dos grandes apuestas: i) cimentar el camino para en unas décadas contar con autosuficiencia hídrica, y, ii) invertir en el más valioso (¿el único?) de sus recursos disponibles: su gente (la educación). 

Tan solo treinta años después, cuando acá las FARC y los paramilitares se asentaban en la región, Singapur ya era un importante centro industrial, toda su población hablaba tanto inglés como chino, y su puerto comercial y su aerolínea (Singapore Airlines) eran de los más activos del mundo. Como su única fuente de acceso a agua dulce eran las aguas lluvias, se propusieron crear reservorios y represas a partir del agua que caía del cielo; aún no eran autosuficientes, pero habían dado un paso sumamente trascendente.  

En ese momento (ya era inicio de siglo), su gente realizó 3 nuevas apuestas: i) Dejar la dependencia de la manufactura y convertir al país en un centro de innovación y servicios. ii) Tratar las aguas residuales para hacerlas de nuevo potables, y, iii), ser una Ecociudad, hacer de los recursos naturales una fuente de riqueza y bienestar para su sociedad. 

Hoy, otros treinta años después, cuándo en Valledupar todavía no tenemos claro cuál es el norte que hemos de darle a la ciudad, Singapur es una de las naciones más prósperas del mundo, uno de los centros financieros más importantes de Asia y un nodo de desarrollo de tecnología de punta. Es un crisol de influencias asiáticas, occidentales y de todo el mundo, lo que se refleja en su vibrante escena artística y sus 14 millones de turistas. Cuenta con edificios futuristas que rascan el cielo, con árboles y vegetación sobre los vitrales y las terrazas a cientos de metros de altura.  

En un territorio tan pequeño se produce más energía solar que en toda Colombia y desde el 2011 ya comienzan a hablar de autosuficiencia hídrica (para 2050 quieren exportar agua potable). De hecho, el 30% del agua que consumen viene de aguas residuales, repotabilizada con una tecnología inimaginable, casi mágica, que saca de la nada agua pura y limpia. De la escasez crearon la abundancia. 

Actualmente, en Valledupar hay zonas en las que se abre el grifo y no sale nada, aire, o en el mejor de los casos, agua sucia. Valledupar es una orquesta, una armonía rica de sonidos que nadie oye. Es un mosaico de colores, un tapiz de patrones, o un espectáculo de fuegos artificiales que nadie ve. Hay talento, pero no se cultiva. Una abundancia hecha escasez.  

Mientras no se invierta en lo más valioso, en su gente, seguiremos siendo un recurso natural escaso, quizás el único que le hace falta a nuestra tierra para ser el paraíso. Golpearse el pecho en señal de culpa y lamentarnos no va a cambiar nada. Me quedo con la esperanza que me da haber visto el logro de Singapur, de que, si de la nada se puede generar riqueza y bienestar, qué no será capaz entonces Valledupar con todas sus bondades si se aprovechara y cultivara ese recurso natural, ese talento silvestre pero inédito del terruño. 

Por Camilo Quiroz Hinojosa

Columnista
20 enero, 2023

Una abundancia hecha escasez 

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Camilo Quiróz

Hace algunas semanas regresé de uno de los viajes más maravillosos de mi vida. Regresé inspirado por la posibilidad de un futuro diferente, donde la abundancia no sea una maldición, ni una ilusión que esconda la escasez.   


Hace algunas semanas regresé de uno de los viajes más maravillosos de mi vida. Regresé inspirado por la posibilidad de un futuro diferente, donde la abundancia no sea una maldición, ni una ilusión que esconda la escasez.   

Conocí un país casi que de otro mundo. Un país que de la nada – sin recursos naturales, sin agua, casi sin territorio y con una población casi toda analfabeta – hizo brotar la riqueza, convirtiéndose en una nación mágica e indescriptible. Claro, regresé inspirado con varias lecciones y explicaciones que me ayudan a entender cómo en este valle, con un paisaje verde exuberante que se extiende hasta donde alcanza la vista, con montañas majestuosas y ríos cristalinos bordeando campos fértiles, la gente experimenta tanta pobreza. 

Visité Singapur. Es una isla muy pequeña en el sudeste asiático. Cuando digo pequeña, no exagero: no es más que un séptimo del área del municipio de Valledupar. Hace más de 60 años era un lugar sumido en la más profunda miseria. Los visitantes de ese tiempo no verían más que casas mal construidas, abarrotadas, en calles estrechas y polvorientas, mezclándose con el hedor del agua sucia y las basuras acumuladas en las esquinas. Verían caras de desamparo con la piel curtida por el sol, verían hambre y mucha sed. La noche sería finalmente un alivio para este turista abrumado con la pobreza, porque no había luz, la ciudad se apagaba con la penumbra. 

Por los años en que se fundó el departamento del Cesar y el Festival de la Leyenda Vallenata, Singapur era expulsada de Malasia y obligada a ser un país independiente (por su pobreza, ni el imperio británico quería tomar posesión de la que una vez fue su colonia). Para colmo, entre 1963 y 1964 tuvo que implementar un racionamiento de agua, porque no había suficiente.  

En un contexto tan dramático, su gente hizo dos grandes apuestas: i) cimentar el camino para en unas décadas contar con autosuficiencia hídrica, y, ii) invertir en el más valioso (¿el único?) de sus recursos disponibles: su gente (la educación). 

Tan solo treinta años después, cuando acá las FARC y los paramilitares se asentaban en la región, Singapur ya era un importante centro industrial, toda su población hablaba tanto inglés como chino, y su puerto comercial y su aerolínea (Singapore Airlines) eran de los más activos del mundo. Como su única fuente de acceso a agua dulce eran las aguas lluvias, se propusieron crear reservorios y represas a partir del agua que caía del cielo; aún no eran autosuficientes, pero habían dado un paso sumamente trascendente.  

En ese momento (ya era inicio de siglo), su gente realizó 3 nuevas apuestas: i) Dejar la dependencia de la manufactura y convertir al país en un centro de innovación y servicios. ii) Tratar las aguas residuales para hacerlas de nuevo potables, y, iii), ser una Ecociudad, hacer de los recursos naturales una fuente de riqueza y bienestar para su sociedad. 

Hoy, otros treinta años después, cuándo en Valledupar todavía no tenemos claro cuál es el norte que hemos de darle a la ciudad, Singapur es una de las naciones más prósperas del mundo, uno de los centros financieros más importantes de Asia y un nodo de desarrollo de tecnología de punta. Es un crisol de influencias asiáticas, occidentales y de todo el mundo, lo que se refleja en su vibrante escena artística y sus 14 millones de turistas. Cuenta con edificios futuristas que rascan el cielo, con árboles y vegetación sobre los vitrales y las terrazas a cientos de metros de altura.  

En un territorio tan pequeño se produce más energía solar que en toda Colombia y desde el 2011 ya comienzan a hablar de autosuficiencia hídrica (para 2050 quieren exportar agua potable). De hecho, el 30% del agua que consumen viene de aguas residuales, repotabilizada con una tecnología inimaginable, casi mágica, que saca de la nada agua pura y limpia. De la escasez crearon la abundancia. 

Actualmente, en Valledupar hay zonas en las que se abre el grifo y no sale nada, aire, o en el mejor de los casos, agua sucia. Valledupar es una orquesta, una armonía rica de sonidos que nadie oye. Es un mosaico de colores, un tapiz de patrones, o un espectáculo de fuegos artificiales que nadie ve. Hay talento, pero no se cultiva. Una abundancia hecha escasez.  

Mientras no se invierta en lo más valioso, en su gente, seguiremos siendo un recurso natural escaso, quizás el único que le hace falta a nuestra tierra para ser el paraíso. Golpearse el pecho en señal de culpa y lamentarnos no va a cambiar nada. Me quedo con la esperanza que me da haber visto el logro de Singapur, de que, si de la nada se puede generar riqueza y bienestar, qué no será capaz entonces Valledupar con todas sus bondades si se aprovechara y cultivara ese recurso natural, ese talento silvestre pero inédito del terruño. 

Por Camilo Quiroz Hinojosa