Twitter: @majadoa En la liturgia de la palabra de hoy, Dios se queja del actuar de su pueblo. Luego de haber recibido todo de su parte, no produce los frutos esperados, a semejanza de un terreno que fue diligentemente preparado y sembrado con la mejor de las semillas, pero que dio frutos amargos e inservibles. […]
Twitter: @majadoa
En la liturgia de la palabra de hoy, Dios se queja del actuar de su pueblo. Luego de haber recibido todo de su parte, no produce los frutos esperados, a semejanza de un terreno que fue diligentemente preparado y sembrado con la mejor de las semillas, pero que dio frutos amargos e inservibles.
Es necesario que evitemos el peligro de ver en este reproche de Dios a otras personas, más no a nosotros mismos: tú y yo somos el pueblo de Dios. Hemos recibido mucho, ¿cuáles son nuestros frutos? No hay necesidad de devanarse el cerebro elaborando una respuesta, basta mirar nuestros actos, pensamientos y sentimientos para darnos cuenta de que muchas veces somos también nosotros objeto de este reproche de Dios.
Ahora bien, ¿por qué los frutos de nuestra vida no son en ocasiones los esperados? Jesús nos recuerda una verdad frecuentemente olvidada: “separados de mí no podéis hacer nada”. El Señor nos invita a permanecer en él porque, de la misma manera que las ramas no pueden mantenerse con vida si están separadas del tronco del árbol, así tampoco el cristiano puede vivir si se encuentra separado de quien es la Vida misma.
En esto radica el secreto de la vida: en estar unidos a Dios. ¿En muchas circunstancias sentimos que el peso de nuestras faltas nos agobia y caemos tendidos por tierra bajo la inmensa carga de nuestras equivocaciones? ¡Tenemos un Dios misericordioso que nos perdona, que carga sobre sí nuestros errores y en la cruz paga nuestras deudas! ¿En ciertas ocasiones experimentamos nuestra impotencia y frustración por no poder realizar aquello que quisiéramos o no poder cambiar algunas cosas de la vida? ¡Tenemos un Dios omnipotente al que podemos acudir por ayuda! ¿Las necesidades a menudo sobrepasan nuestras posesiones y la falta de lo necesario es nuestro pan cotidiano? ¡Tenemos un Dios generoso al que confiadamente podemos pedir! ¿La tristeza nos visita y el dolor toca a nuestra puerta? ¡Tenemos un Dios que se compadece de nosotros, que sufre cuando sufrimos y nos consuela en nuestros dolores!
¿Experimentamos, acaso, la debilidad propia de nuestra condición, la fatiga y el cansancio? ¡Nuestro Dios se hizo hombre y asumió en sí todo lo que significa pertenecer a la raza humana, “trabajó con manos de hombre, pensó con mente humana y amó con humano corazón”! ¿Nos atemoriza la muerte? ¡Nuestro Dios venció la muerte y resucitó de entre los muertos! ¿Queremos ser felices y no alcanzamos lo que anhela nuestro corazón? ¡Todas las ansias de nuestro ser quedarán satisfechas cuando veamos a Dios!
Sin Dios la vida humana se torna gris, desemboca inexorablemente en el sepulcro (después del cual no hay nada), sin Dios no hay esperanza ni fe, la vida carece de sentido y nuestra cotidianidad queda reducida a un extraño sentimiento que uno de mis maestros se atrevió a llamar “malparidez existencial”. Efectivamente separados de Dios no podemos dar frutos, no podemos hacer nada.
Twitter: @majadoa En la liturgia de la palabra de hoy, Dios se queja del actuar de su pueblo. Luego de haber recibido todo de su parte, no produce los frutos esperados, a semejanza de un terreno que fue diligentemente preparado y sembrado con la mejor de las semillas, pero que dio frutos amargos e inservibles. […]
Twitter: @majadoa
En la liturgia de la palabra de hoy, Dios se queja del actuar de su pueblo. Luego de haber recibido todo de su parte, no produce los frutos esperados, a semejanza de un terreno que fue diligentemente preparado y sembrado con la mejor de las semillas, pero que dio frutos amargos e inservibles.
Es necesario que evitemos el peligro de ver en este reproche de Dios a otras personas, más no a nosotros mismos: tú y yo somos el pueblo de Dios. Hemos recibido mucho, ¿cuáles son nuestros frutos? No hay necesidad de devanarse el cerebro elaborando una respuesta, basta mirar nuestros actos, pensamientos y sentimientos para darnos cuenta de que muchas veces somos también nosotros objeto de este reproche de Dios.
Ahora bien, ¿por qué los frutos de nuestra vida no son en ocasiones los esperados? Jesús nos recuerda una verdad frecuentemente olvidada: “separados de mí no podéis hacer nada”. El Señor nos invita a permanecer en él porque, de la misma manera que las ramas no pueden mantenerse con vida si están separadas del tronco del árbol, así tampoco el cristiano puede vivir si se encuentra separado de quien es la Vida misma.
En esto radica el secreto de la vida: en estar unidos a Dios. ¿En muchas circunstancias sentimos que el peso de nuestras faltas nos agobia y caemos tendidos por tierra bajo la inmensa carga de nuestras equivocaciones? ¡Tenemos un Dios misericordioso que nos perdona, que carga sobre sí nuestros errores y en la cruz paga nuestras deudas! ¿En ciertas ocasiones experimentamos nuestra impotencia y frustración por no poder realizar aquello que quisiéramos o no poder cambiar algunas cosas de la vida? ¡Tenemos un Dios omnipotente al que podemos acudir por ayuda! ¿Las necesidades a menudo sobrepasan nuestras posesiones y la falta de lo necesario es nuestro pan cotidiano? ¡Tenemos un Dios generoso al que confiadamente podemos pedir! ¿La tristeza nos visita y el dolor toca a nuestra puerta? ¡Tenemos un Dios que se compadece de nosotros, que sufre cuando sufrimos y nos consuela en nuestros dolores!
¿Experimentamos, acaso, la debilidad propia de nuestra condición, la fatiga y el cansancio? ¡Nuestro Dios se hizo hombre y asumió en sí todo lo que significa pertenecer a la raza humana, “trabajó con manos de hombre, pensó con mente humana y amó con humano corazón”! ¿Nos atemoriza la muerte? ¡Nuestro Dios venció la muerte y resucitó de entre los muertos! ¿Queremos ser felices y no alcanzamos lo que anhela nuestro corazón? ¡Todas las ansias de nuestro ser quedarán satisfechas cuando veamos a Dios!
Sin Dios la vida humana se torna gris, desemboca inexorablemente en el sepulcro (después del cual no hay nada), sin Dios no hay esperanza ni fe, la vida carece de sentido y nuestra cotidianidad queda reducida a un extraño sentimiento que uno de mis maestros se atrevió a llamar “malparidez existencial”. Efectivamente separados de Dios no podemos dar frutos, no podemos hacer nada.