“¡Ay, la maleta!” exclamó mi novia mientras, a lo lejos, las farolas traseras del autobús se diluían en el negro de la noche. Allá iba nuestra ropa, sus cosméticos, mi camiseta de la Selección Colombia (por suerte la del Bucaramanga se quedó en Madrid) y dos botellas de vino embaladas con precisión quirúrgica en plástico […]
“¡Ay, la maleta!” exclamó mi novia mientras, a lo lejos, las farolas traseras del autobús se diluían en el negro de la noche. Allá iba nuestra ropa, sus cosméticos, mi camiseta de la Selección Colombia (por suerte la del Bucaramanga se quedó en Madrid) y dos botellas de vino embaladas con precisión quirúrgica en plástico de burbujas, adentrándose huérfanas en la espesura infranqueable del estado.
Los dos kilos de prendas que nos hicieron sacar del equipaje en el aeropuerto por sobrepeso y lo que traíamos puesto era lo que nos quedaba. Ni la hora, ni el acento indescifrable de la operadora al otro lado del teléfono ayudaba, el bus simplemente se había atomizado en la infinidad cuántica.
“Sale un bus de vuelta a las 11:00 de la estación. Tal vez sea el mismo bus. Yo los llevo” dijo Mina, la recepcionista nocturna del hotel, mientras saltaba del mostrador y ponía sus más de cien kilos en locomoción a una velocidad impresionante. Éramos nosotros dos en el carro de una extraña, levitando por la autopista a todo pedal, mientras las luces de la ciudad corrían tras nosotros intentando darnos alcance.
Mina representaba la bondad norteamericana, una de las pocas cosas que aún no se han corrompido en este país. Pero el bus no estaba, se había desvanecido como los sueños difusos que uno recuerda justo al despertarse y a los dos segundos ya no.
A la mañana siguiente, tras una noche de súplicas telefónicas a la compañía que se ahogaban en un mar de voces trasnochadas, pasó lo improbable, alguien dejó un mensaje: la maleta había aparecido. Así, completica, con su piel café y vetas naranjas, con la llantita rota que no aguantó el paseo por el High Line.
Solo había un problema y es que estaba a 400 kilómetros de allí, en algún garaje olvidado de New Jersey. La pobre maleta había viaticado más millas que nosotros dos juntos. “¿Aló? ¡Ah, usted es el de la maleta! Sí, la tengo yo. Se la puedo mandar en el bus de esta noche”. Nos sorprendió su amabilidad, pero no dudamos en aceptar la oferta de aquella voz grave que, aunque nunca conoceremos, nos acababa de salvar el viaje. “¡Wow! ¡Ha sido toda una aventura!” dijo Susan, nuestra conductora de Uber, que soñaba con visitar Barcelona y había intentado aprender español viendo “Los Hombres de Paco” por YouTube.
“¿Saben qué? Me cayeron muy bien, los espero a que llegue la maleta y los llevo de vuelta al hotel, this one’s on me”. Tal vez despertábamos mucha lástima o los astros se habían alineado para que todos los gringos derramaran atenciones sobre nosotros.
Y así, tras una hora de espera en el silencio de la estación vimos las farolas del mismo bus que nos dejó, ya no yéndose, sino viniendo a nuestro encuentro. Nos presentamos al conductor, quien se alegró de vernos y dijo entre chiste y chanza “¿Sí les informaron que deben pagarme 100 dólares? Ya sabe cómo somos en Nueva York”. “No, pero le puedo dar un abrazo” respondí con risa nerviosa.
[email protected]
“¡Ay, la maleta!” exclamó mi novia mientras, a lo lejos, las farolas traseras del autobús se diluían en el negro de la noche. Allá iba nuestra ropa, sus cosméticos, mi camiseta de la Selección Colombia (por suerte la del Bucaramanga se quedó en Madrid) y dos botellas de vino embaladas con precisión quirúrgica en plástico […]
“¡Ay, la maleta!” exclamó mi novia mientras, a lo lejos, las farolas traseras del autobús se diluían en el negro de la noche. Allá iba nuestra ropa, sus cosméticos, mi camiseta de la Selección Colombia (por suerte la del Bucaramanga se quedó en Madrid) y dos botellas de vino embaladas con precisión quirúrgica en plástico de burbujas, adentrándose huérfanas en la espesura infranqueable del estado.
Los dos kilos de prendas que nos hicieron sacar del equipaje en el aeropuerto por sobrepeso y lo que traíamos puesto era lo que nos quedaba. Ni la hora, ni el acento indescifrable de la operadora al otro lado del teléfono ayudaba, el bus simplemente se había atomizado en la infinidad cuántica.
“Sale un bus de vuelta a las 11:00 de la estación. Tal vez sea el mismo bus. Yo los llevo” dijo Mina, la recepcionista nocturna del hotel, mientras saltaba del mostrador y ponía sus más de cien kilos en locomoción a una velocidad impresionante. Éramos nosotros dos en el carro de una extraña, levitando por la autopista a todo pedal, mientras las luces de la ciudad corrían tras nosotros intentando darnos alcance.
Mina representaba la bondad norteamericana, una de las pocas cosas que aún no se han corrompido en este país. Pero el bus no estaba, se había desvanecido como los sueños difusos que uno recuerda justo al despertarse y a los dos segundos ya no.
A la mañana siguiente, tras una noche de súplicas telefónicas a la compañía que se ahogaban en un mar de voces trasnochadas, pasó lo improbable, alguien dejó un mensaje: la maleta había aparecido. Así, completica, con su piel café y vetas naranjas, con la llantita rota que no aguantó el paseo por el High Line.
Solo había un problema y es que estaba a 400 kilómetros de allí, en algún garaje olvidado de New Jersey. La pobre maleta había viaticado más millas que nosotros dos juntos. “¿Aló? ¡Ah, usted es el de la maleta! Sí, la tengo yo. Se la puedo mandar en el bus de esta noche”. Nos sorprendió su amabilidad, pero no dudamos en aceptar la oferta de aquella voz grave que, aunque nunca conoceremos, nos acababa de salvar el viaje. “¡Wow! ¡Ha sido toda una aventura!” dijo Susan, nuestra conductora de Uber, que soñaba con visitar Barcelona y había intentado aprender español viendo “Los Hombres de Paco” por YouTube.
“¿Saben qué? Me cayeron muy bien, los espero a que llegue la maleta y los llevo de vuelta al hotel, this one’s on me”. Tal vez despertábamos mucha lástima o los astros se habían alineado para que todos los gringos derramaran atenciones sobre nosotros.
Y así, tras una hora de espera en el silencio de la estación vimos las farolas del mismo bus que nos dejó, ya no yéndose, sino viniendo a nuestro encuentro. Nos presentamos al conductor, quien se alegró de vernos y dijo entre chiste y chanza “¿Sí les informaron que deben pagarme 100 dólares? Ya sabe cómo somos en Nueva York”. “No, pero le puedo dar un abrazo” respondí con risa nerviosa.
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