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Columnista - 13 agosto, 2013

Un eco histórico

En mi columna de hace 15 días, al tratar el tema sobre el interés por la persona, como fuente primigenia que es de los derechos fundamentales del hombre, al final del escrito me referí al Papa Francisco.

Por Rodrigo López Barros

En mi columna de hace 15 días, al tratar el tema sobre el interés por la persona, como fuente primigenia que es de los derechos fundamentales del hombre, al final del escrito me referí al Papa Francisco, como un singular y notable líder mundial, en cuyas palabras y gestos cotidianos se puede observar un excepcional ejemplo de inmediatez por el respeto a la persona.

Esa a manera de antorcha luminosa suya la ha portado desde su natal Argentina, a la eterna Roma, y luego al Brasil.

En el primer cuarto del siglo XIX en ese país y desde Rio de Janeiro, gobernaba el emperador, de origen portugués, pero afincado allí desde niño, Pedro I.

No le fue fácil triunfar con sus democráticas políticas, y personalmente tuvo algunas vacilaciones al respecto, porque los sostenedores de los enquistados privilegios de todo tipo se oponían a la promulgación de modernas leyes económicas y sociales, y de gobernabilidad, que hicieran justicia a la población criolla y nativa, mucha de la cual era esclava.

Fue entonces cuando el carácter, el verbo y  el ejemplo del canónigo franciscano, Fray Arrabida, igualmente asentado allá, su antiguo tutor, se puso de parte de quienes carecían de todos los derechos, y al respaldar las buenas intenciones del gobernante le decía, entre otras cosas, por escrito: “mi emperador, mi señor, mi amigo: sería un traidor, un ingrato, un cobarde, sí disimulase ante su majestad imperial el horror que su sugerencia me ha causado”. (Hacía alusión a las vacilaciones del gobernante).

Seguía diciendo que, por ejemplo, existía un fenómeno revolucionario en Brasil, “inevitable en una sociedad enfrentada al cambio, con costumbres duras, hábitos crueles de una población de amos y esclavos”.

Al terminar este escrito con la precedente evocación, me interrogo y pregunto: ¿Será impensable e impracticable que a la altura de la cultura de la vida moderna y contemporánea, que ha refinado tanto sus instituciones políticas de gobierno, y produce tanta riqueza material de bienes de capital y de consumo, y ha llegado a cotas altísimas de ciencia y tecnología, incluso interespacial, sin embargo no sea capaz de poner en marcha un sistema de bienestar global en el que no haya una, ni una sola persona sin empleo digno, sin educación digna, sin salud digna, sin techo digno, sin justicia digna, sin paz digna? Cuando eso ocurra la humanidad será verdaderamente digna.

 

Columnista
13 agosto, 2013

Un eco histórico

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Rodrigo López Barros

En mi columna de hace 15 días, al tratar el tema sobre el interés por la persona, como fuente primigenia que es de los derechos fundamentales del hombre, al final del escrito me referí al Papa Francisco.


Por Rodrigo López Barros

En mi columna de hace 15 días, al tratar el tema sobre el interés por la persona, como fuente primigenia que es de los derechos fundamentales del hombre, al final del escrito me referí al Papa Francisco, como un singular y notable líder mundial, en cuyas palabras y gestos cotidianos se puede observar un excepcional ejemplo de inmediatez por el respeto a la persona.

Esa a manera de antorcha luminosa suya la ha portado desde su natal Argentina, a la eterna Roma, y luego al Brasil.

En el primer cuarto del siglo XIX en ese país y desde Rio de Janeiro, gobernaba el emperador, de origen portugués, pero afincado allí desde niño, Pedro I.

No le fue fácil triunfar con sus democráticas políticas, y personalmente tuvo algunas vacilaciones al respecto, porque los sostenedores de los enquistados privilegios de todo tipo se oponían a la promulgación de modernas leyes económicas y sociales, y de gobernabilidad, que hicieran justicia a la población criolla y nativa, mucha de la cual era esclava.

Fue entonces cuando el carácter, el verbo y  el ejemplo del canónigo franciscano, Fray Arrabida, igualmente asentado allá, su antiguo tutor, se puso de parte de quienes carecían de todos los derechos, y al respaldar las buenas intenciones del gobernante le decía, entre otras cosas, por escrito: “mi emperador, mi señor, mi amigo: sería un traidor, un ingrato, un cobarde, sí disimulase ante su majestad imperial el horror que su sugerencia me ha causado”. (Hacía alusión a las vacilaciones del gobernante).

Seguía diciendo que, por ejemplo, existía un fenómeno revolucionario en Brasil, “inevitable en una sociedad enfrentada al cambio, con costumbres duras, hábitos crueles de una población de amos y esclavos”.

Al terminar este escrito con la precedente evocación, me interrogo y pregunto: ¿Será impensable e impracticable que a la altura de la cultura de la vida moderna y contemporánea, que ha refinado tanto sus instituciones políticas de gobierno, y produce tanta riqueza material de bienes de capital y de consumo, y ha llegado a cotas altísimas de ciencia y tecnología, incluso interespacial, sin embargo no sea capaz de poner en marcha un sistema de bienestar global en el que no haya una, ni una sola persona sin empleo digno, sin educación digna, sin salud digna, sin techo digno, sin justicia digna, sin paz digna? Cuando eso ocurra la humanidad será verdaderamente digna.