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Columnista - 6 mayo, 2019

Un dolor que no cesa

Hay momentos en los que no provoca escribir la columna de opinión y este es uno de ellos. Hay tanto desconsuelo, como si se fuera a perder la esperanza, que se necesita una alta dosis de fuerza de voluntad, no para opinar, sino para quejarse; para lamentarse ante la vida de lo que vemos, sentimos […]

Hay momentos en los que no provoca escribir la columna de opinión y este es uno de ellos. Hay tanto desconsuelo, como si se fuera a perder la esperanza, que se necesita una alta dosis de fuerza de voluntad, no para opinar, sino para quejarse; para lamentarse ante la vida de lo que vemos, sentimos y repudiamos.

La mayor parte de mi existencia la he vivido en un escenario en el que la obra representada está arropada por la violencia, desde niña cuando las primeras clases sobre las civilizaciones mostraban a las hordas bárbaras que conquistaban pueblos entre desmanes, actores desalmados, dolor y muerte. Se veía eso tan lejos que con cierta inocencia pensábamos en que esos fueron otros tiempos y que el mundo iba evolucionando en medio de principios morales férreos; pero no. A medida que pasan los años, se pierde más y más la condición de seres progresados y cuesta menos actuar con violencia contra los semejantes, las sociedades, contra los pueblos, contra el mundo.

Cada vez hay más asombro, no se agota, ante las muertes indignas de niños abusado, torturados; mujeres asesinadas, incineradas; desarrapados que huyen de tanquetas que aplastan, del hambre del horror; de raponeros que pasan veloces y se llevan lo que puedan quitar, en fin, feminicidios, infanticidios, masacres, xenofobia, sobresaltos, lágrimas secas ya por los años, la desesperanza que mencioné al principio y este deseo de no decir más. Solo asaltan preguntas que nunca van a ser respondidas como ¿por qué?

Este es un tema para sociólogos, psicólogos, sacerdotes, pastores, entendidos en el bien y el mal, o mejor en la condición humana. Aunque ellos nunca podrán decir ¿qué siente un hombre que maneja una tanqueta de guerra y aplasta a jóvenes que quieren una vida mejor; qué siente el que mata a una mujer y la incinera o la empala; qué siente el sicario que en una noche ardiente mata a tiros a una joven mujer ante las lágrimas de su madre o corta la vida de un hombre y deja dolor? Solo estos ejemplos de la barbarie desatada en los últimos días, porque es abrumador el número de los sucesos iguales que ocurren a diario en todos los rincones del mundo. Nos preguntamos: ¿Se acabará o mermará el dolor que no cesa? Sí, el dolor de madres, de hijos, de familias que ven cómo les quitan pedazos de sus vidas, pedazos de sus almas o que no entienden cómo uno de los suyos se convirtió en un ser sin escrúpulos que es capaz de dar al traste con otras vidas.

Solo nos alienta el decir de todo el mundo: “Solo la confianza en Dios nos salva”, es verdad; pero Dios no quiere sicarios, no quiere niños mártires, no quiere madres llorosas, no quiere sociedades angustiadas, no quiere a sus hijos buscando refugio porque un sátrapa se hace dueño de sus vidas y de sus sueños. Él lo dijo: “La paz sea con ustedes”, pero la pisoteamos, no la quisimos.

Columnista
6 mayo, 2019

Un dolor que no cesa

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Mary Daza Orozco

Hay momentos en los que no provoca escribir la columna de opinión y este es uno de ellos. Hay tanto desconsuelo, como si se fuera a perder la esperanza, que se necesita una alta dosis de fuerza de voluntad, no para opinar, sino para quejarse; para lamentarse ante la vida de lo que vemos, sentimos […]


Hay momentos en los que no provoca escribir la columna de opinión y este es uno de ellos. Hay tanto desconsuelo, como si se fuera a perder la esperanza, que se necesita una alta dosis de fuerza de voluntad, no para opinar, sino para quejarse; para lamentarse ante la vida de lo que vemos, sentimos y repudiamos.

La mayor parte de mi existencia la he vivido en un escenario en el que la obra representada está arropada por la violencia, desde niña cuando las primeras clases sobre las civilizaciones mostraban a las hordas bárbaras que conquistaban pueblos entre desmanes, actores desalmados, dolor y muerte. Se veía eso tan lejos que con cierta inocencia pensábamos en que esos fueron otros tiempos y que el mundo iba evolucionando en medio de principios morales férreos; pero no. A medida que pasan los años, se pierde más y más la condición de seres progresados y cuesta menos actuar con violencia contra los semejantes, las sociedades, contra los pueblos, contra el mundo.

Cada vez hay más asombro, no se agota, ante las muertes indignas de niños abusado, torturados; mujeres asesinadas, incineradas; desarrapados que huyen de tanquetas que aplastan, del hambre del horror; de raponeros que pasan veloces y se llevan lo que puedan quitar, en fin, feminicidios, infanticidios, masacres, xenofobia, sobresaltos, lágrimas secas ya por los años, la desesperanza que mencioné al principio y este deseo de no decir más. Solo asaltan preguntas que nunca van a ser respondidas como ¿por qué?

Este es un tema para sociólogos, psicólogos, sacerdotes, pastores, entendidos en el bien y el mal, o mejor en la condición humana. Aunque ellos nunca podrán decir ¿qué siente un hombre que maneja una tanqueta de guerra y aplasta a jóvenes que quieren una vida mejor; qué siente el que mata a una mujer y la incinera o la empala; qué siente el sicario que en una noche ardiente mata a tiros a una joven mujer ante las lágrimas de su madre o corta la vida de un hombre y deja dolor? Solo estos ejemplos de la barbarie desatada en los últimos días, porque es abrumador el número de los sucesos iguales que ocurren a diario en todos los rincones del mundo. Nos preguntamos: ¿Se acabará o mermará el dolor que no cesa? Sí, el dolor de madres, de hijos, de familias que ven cómo les quitan pedazos de sus vidas, pedazos de sus almas o que no entienden cómo uno de los suyos se convirtió en un ser sin escrúpulos que es capaz de dar al traste con otras vidas.

Solo nos alienta el decir de todo el mundo: “Solo la confianza en Dios nos salva”, es verdad; pero Dios no quiere sicarios, no quiere niños mártires, no quiere madres llorosas, no quiere sociedades angustiadas, no quiere a sus hijos buscando refugio porque un sátrapa se hace dueño de sus vidas y de sus sueños. Él lo dijo: “La paz sea con ustedes”, pero la pisoteamos, no la quisimos.