Es muy frecuente encontrar en la Sagrada Escritura relatos en los que predomina la doctrina de la retribución: “a quien es justo, Dios le colma de bendiciones, mientras que a quien es injusto, le sobrevienen enfermedades, desgracia y pena”. Esta idea se ha instalado en nuestro subconsciente a lo largo de los siglos y ha […]
Es muy frecuente encontrar en la Sagrada Escritura relatos en los que predomina la doctrina de la retribución: “a quien es justo, Dios le colma de bendiciones, mientras que a quien es injusto, le sobrevienen enfermedades, desgracia y pena”. Esta idea se ha instalado en nuestro subconsciente a lo largo de los siglos y ha llegado a considerarse como lógica y parte del más básico sentido común. A quien es bueno debe irle bien y a quien es malo debe irle mal. Sin embargo, la experiencia nos muestra que hay malvados que prosperan y viven felices, mientras hay personas buenas que ven transcurrir sus días en medio de la desgracia. Esta realidad llena a muchos de frustración y a otros (que sólo actúan bien en busca de un beneficio) les impulsa al mal obrar.
El Evangelio cuenta de un hombre ciego de nacimiento. Según la doctrina de la retribución, un grave pecado de sus padres habría sido la causa de que él nunca hubiese visto la luz. El hombre ciego no extrañaba ver, puesto que nunca lo había hecho. Para él todo era oscuridad. Tal vez podría sentir curiosidad de lo que sería el mundo fuera de su penumbra, y del que había escuchado hablar, pero la pasividad con la que lo describe el relato hace pensar que se trata de alguien que sabe que carece de algo, pero que está plenamente convencido que el obtenerlo es imposible y, por tanto, no hace el más mínimo esfuerzo por ello. Ha sido siempre ciego y está resignado a ser siempre ciego.
Entonces irrumpe en la historia Jesús. El ciego no lo invocó, no lo estaba buscando, no lo conocía, no había oído hablar de él… El que no podía ver fue visto por el que todo lo ve y quien vivía en la oscuridad abrió los ojos para contemplar a la luz del mundo. A partir de allí su vida fue distinta, fue capaz de ver no sólo el mundo exterior, sino también aquello que sobrepasaba a su razón. El que antes no podía ver se convirtió en testigo de la luz.
Muchas veces también nosotros vivimos como ciegos, y no precisamente porque nos falte la luz de los ojos.
Muchas veces nos encontramos imposibilitados para ver a Dios y percibir su actuar, para apreciar la presencia de muchos de nuestros semejantes que nos aprecian y apoyan, para contemplar la belleza de la naturaleza, para comprender que nuestra vida tiene un sentido y un propósito. Muchas veces somos ciegos porque no vemos más allá de nuestra inmediatez y nuestros mezquinos intereses, porque nos encerramos en nuestros planes egoístas y renunciamos a la posibilidad de que nuestras certezas sean realmente inciertas. Tal vez un día nos alcance el Maestro para decirnos: “recobra la vista”.
Por Marlon Domínguez
Es muy frecuente encontrar en la Sagrada Escritura relatos en los que predomina la doctrina de la retribución: “a quien es justo, Dios le colma de bendiciones, mientras que a quien es injusto, le sobrevienen enfermedades, desgracia y pena”. Esta idea se ha instalado en nuestro subconsciente a lo largo de los siglos y ha […]
Es muy frecuente encontrar en la Sagrada Escritura relatos en los que predomina la doctrina de la retribución: “a quien es justo, Dios le colma de bendiciones, mientras que a quien es injusto, le sobrevienen enfermedades, desgracia y pena”. Esta idea se ha instalado en nuestro subconsciente a lo largo de los siglos y ha llegado a considerarse como lógica y parte del más básico sentido común. A quien es bueno debe irle bien y a quien es malo debe irle mal. Sin embargo, la experiencia nos muestra que hay malvados que prosperan y viven felices, mientras hay personas buenas que ven transcurrir sus días en medio de la desgracia. Esta realidad llena a muchos de frustración y a otros (que sólo actúan bien en busca de un beneficio) les impulsa al mal obrar.
El Evangelio cuenta de un hombre ciego de nacimiento. Según la doctrina de la retribución, un grave pecado de sus padres habría sido la causa de que él nunca hubiese visto la luz. El hombre ciego no extrañaba ver, puesto que nunca lo había hecho. Para él todo era oscuridad. Tal vez podría sentir curiosidad de lo que sería el mundo fuera de su penumbra, y del que había escuchado hablar, pero la pasividad con la que lo describe el relato hace pensar que se trata de alguien que sabe que carece de algo, pero que está plenamente convencido que el obtenerlo es imposible y, por tanto, no hace el más mínimo esfuerzo por ello. Ha sido siempre ciego y está resignado a ser siempre ciego.
Entonces irrumpe en la historia Jesús. El ciego no lo invocó, no lo estaba buscando, no lo conocía, no había oído hablar de él… El que no podía ver fue visto por el que todo lo ve y quien vivía en la oscuridad abrió los ojos para contemplar a la luz del mundo. A partir de allí su vida fue distinta, fue capaz de ver no sólo el mundo exterior, sino también aquello que sobrepasaba a su razón. El que antes no podía ver se convirtió en testigo de la luz.
Muchas veces también nosotros vivimos como ciegos, y no precisamente porque nos falte la luz de los ojos.
Muchas veces nos encontramos imposibilitados para ver a Dios y percibir su actuar, para apreciar la presencia de muchos de nuestros semejantes que nos aprecian y apoyan, para contemplar la belleza de la naturaleza, para comprender que nuestra vida tiene un sentido y un propósito. Muchas veces somos ciegos porque no vemos más allá de nuestra inmediatez y nuestros mezquinos intereses, porque nos encerramos en nuestros planes egoístas y renunciamos a la posibilidad de que nuestras certezas sean realmente inciertas. Tal vez un día nos alcance el Maestro para decirnos: “recobra la vista”.
Por Marlon Domínguez