La violencia ha sido una de las características constantes de la historia de Colombia. Ha sido un flagelo mutante, que se cambia una y otra vez, y se resiste a abandonar a un país cuyas grandes mayorías son gente decente que sólo quieren trabajar y producir en paz. En la historia del país en las […]
La violencia ha sido una de las características constantes de la historia de Colombia. Ha sido un flagelo mutante, que se cambia una y otra vez, y se resiste a abandonar a un país cuyas grandes mayorías son gente decente que sólo quieren trabajar y producir en paz.
En la historia del país en las últimas décadas hemos tenido de todo: desde las autodefensas campesinas que surgieron a mediados del siglo pasado, para luego terminar en las guerrillas que degeneraron en lo que son las FARC hoy; hasta los grupos de autodefensas de derecha que luego degeneraron en los grupos paramilitares y posteriormente terminaron en el narcotráfico y la parapolítica.
Los actores de la tragedia ahora son las llamadas bandas criminales “bacrim”, simbiosis de ex paras, narcotráfico y delincuencia común y que hoy están afectando la tranquilidad en varias poblaciones de distintos departamentos del país.
La semana que está por terminar sucedió un hecho extraordinario en esa dinámica de la violencia que padece Colombia: la tristemente célebre banda de los “Urabeños”, por medio de panfletos, llamadas y otros mensajes amenazadores, hasta voz a voz, logró sembrar el pánico y semiparalizar a Santa Marta, en el Magdalena, y varias poblaciones de Córdoba, en parte Montería, y otras tanta de Antioquia, incluyendo parte de Medellín, en protesta por la muerte de uno de sus jefes: Juan de Dios Úsuga David, alias Giovanni.
La historia de este personaje ratifica lo que hemos dicho sobre la mutación de la violencia nacional. Este sujeto se inició primero como guerrillero del desaparecido y autodenominado Ejército Popular de Liberación (EPL), luego ingresó a las llamadas Autodefensas Gaitanistas de Colombia, fachada de los famosos Urabeños, que se dedican al narcotráfico, al microtráfico y a extorsionar a comerciantes, transportadores y otros empresarios, en las zonas del país donde tienen relativa influencia.
Lo más grave del hecho, del famoso paro armado, es la ratificación del poder de intimidación que mostró el grupo en mención, principalmente entre comerciantes y transportadores en las zonas de Córdoba y Antioquia.
Lo sucedido merece toda la atención del Estado y la lucha frontal y efectiva contra las famosas bandas, que día a día parecen crecer en poder y territorio. Además de la guerrilla, el narcotráfico y la delincuencia común, el Estado y la sociedad colombiana tienen un nuevo enemigo, al que por lo visto no se le ha dado toda su dimensión e importancia.
Con la debida prudencia y sin incurrir en la apología del delito, hace rato que el monstruo viene creciendo, a pesar de las acciones aislada de la autoridades por combatirlo. Estas acciones deben coordinar esfuerzos de distintas agencias del Estado, tanto de la Policía Nacional como del Ejército, por cuanto lo sucedido demuestra que es un problema de orden público que puede tomar la misma dimensión del de la guerrilla.
Pero no sólo se trata de la coordinación de acciones oficiales, sino que se requiere una firme voluntad de la sociedad civil para hacerle frente al nuevo monstruo. En este sentido, debemos llamar la atención sobre la falta de sentido de responsabilidad de algunos comerciantes y transportadores, que se atemorizaron y atendieron la orden de paro. Lo ocurrido es un chantaje inadmisible que debe ser rechazado vehementemente por el Estado y toda la sociedad civil, comenzando por los gremios económicos vinculados al comercio y al transporte. Si Colombia no se doblegó frente a la guerrilla, hoy en vías de extinción y tampoco frente al narcotráfico, mucho menos lo puede hacer frente a estos grupos que lo único que los concita es el negocio de la droga y la extorsión.
La violencia ha sido una de las características constantes de la historia de Colombia. Ha sido un flagelo mutante, que se cambia una y otra vez, y se resiste a abandonar a un país cuyas grandes mayorías son gente decente que sólo quieren trabajar y producir en paz. En la historia del país en las […]
La violencia ha sido una de las características constantes de la historia de Colombia. Ha sido un flagelo mutante, que se cambia una y otra vez, y se resiste a abandonar a un país cuyas grandes mayorías son gente decente que sólo quieren trabajar y producir en paz.
En la historia del país en las últimas décadas hemos tenido de todo: desde las autodefensas campesinas que surgieron a mediados del siglo pasado, para luego terminar en las guerrillas que degeneraron en lo que son las FARC hoy; hasta los grupos de autodefensas de derecha que luego degeneraron en los grupos paramilitares y posteriormente terminaron en el narcotráfico y la parapolítica.
Los actores de la tragedia ahora son las llamadas bandas criminales “bacrim”, simbiosis de ex paras, narcotráfico y delincuencia común y que hoy están afectando la tranquilidad en varias poblaciones de distintos departamentos del país.
La semana que está por terminar sucedió un hecho extraordinario en esa dinámica de la violencia que padece Colombia: la tristemente célebre banda de los “Urabeños”, por medio de panfletos, llamadas y otros mensajes amenazadores, hasta voz a voz, logró sembrar el pánico y semiparalizar a Santa Marta, en el Magdalena, y varias poblaciones de Córdoba, en parte Montería, y otras tanta de Antioquia, incluyendo parte de Medellín, en protesta por la muerte de uno de sus jefes: Juan de Dios Úsuga David, alias Giovanni.
La historia de este personaje ratifica lo que hemos dicho sobre la mutación de la violencia nacional. Este sujeto se inició primero como guerrillero del desaparecido y autodenominado Ejército Popular de Liberación (EPL), luego ingresó a las llamadas Autodefensas Gaitanistas de Colombia, fachada de los famosos Urabeños, que se dedican al narcotráfico, al microtráfico y a extorsionar a comerciantes, transportadores y otros empresarios, en las zonas del país donde tienen relativa influencia.
Lo más grave del hecho, del famoso paro armado, es la ratificación del poder de intimidación que mostró el grupo en mención, principalmente entre comerciantes y transportadores en las zonas de Córdoba y Antioquia.
Lo sucedido merece toda la atención del Estado y la lucha frontal y efectiva contra las famosas bandas, que día a día parecen crecer en poder y territorio. Además de la guerrilla, el narcotráfico y la delincuencia común, el Estado y la sociedad colombiana tienen un nuevo enemigo, al que por lo visto no se le ha dado toda su dimensión e importancia.
Con la debida prudencia y sin incurrir en la apología del delito, hace rato que el monstruo viene creciendo, a pesar de las acciones aislada de la autoridades por combatirlo. Estas acciones deben coordinar esfuerzos de distintas agencias del Estado, tanto de la Policía Nacional como del Ejército, por cuanto lo sucedido demuestra que es un problema de orden público que puede tomar la misma dimensión del de la guerrilla.
Pero no sólo se trata de la coordinación de acciones oficiales, sino que se requiere una firme voluntad de la sociedad civil para hacerle frente al nuevo monstruo. En este sentido, debemos llamar la atención sobre la falta de sentido de responsabilidad de algunos comerciantes y transportadores, que se atemorizaron y atendieron la orden de paro. Lo ocurrido es un chantaje inadmisible que debe ser rechazado vehementemente por el Estado y toda la sociedad civil, comenzando por los gremios económicos vinculados al comercio y al transporte. Si Colombia no se doblegó frente a la guerrilla, hoy en vías de extinción y tampoco frente al narcotráfico, mucho menos lo puede hacer frente a estos grupos que lo único que los concita es el negocio de la droga y la extorsión.