A Manuel Zapata Olivella en la centuria de su natalicio (marzo 17 de 1920)
Los nudillos de alguien tocaban mi puerta que resonaban en el silencio de un domingo. Un recadero del Pibe Durán Escalona me dio aviso de una invitación a su casa, en la cual había dado aposento a Manuel Zapata Olivella, el maestro de la pluma frondosa y de temas colombianistas con mensaje social. Dispuse mi ánimo entonces para extraer toda la información de labios de este escritor caribe, a quien había tratado unos años antes en Bogotá para la época de mi formación universitaria.
Una sonrisa ancha y un estrechón de mano rubricaron su vigoroso saludo. Su rostro moreno, enmarcado bajo la pelambre chamuscada de un medio afro, una cejas de pelo saltones y en caos como los ogros de los cuentos de hadas, unas patillas de prócer patriota con salpiques de canas, y unas barbas ralas y rizas, siempre me recordaban los retratos de Haile Selassie, el último emperador de Etiopía que destronaron los ejércitos fascistas de Mussolini.
Lee también: Manuel Zapata Olivella, ‘Los caminos de la provincia’
Con sendas tazas de café cerrero comenzó un monólogo porque no quise perturbar el caudal de su verbo que fluía con la sencilla mansedumbre de los sabios.
No haré en estas notas una evaluación de su legado como escritor. Doctos lo han hecho con el reconocimiento de su laurel en el universo de la literatura, trinchera desde la cual puso al desnudo con relatos patéticos lo que ocurría en el trajín de lo común.
Sobre su niñez decía que Santa Cruz de Lorica fue el sitio donde llegó al mundo. De su estirpe informó que Edelmira Olivella y Antonio María Zapata fueron sus genitores. Alguna vez al referirse a la combinación de razas de su gente, dijo: “En mi familia todos los abuelos han nacido engendrados en el vientre de una mujer negra o de una india. Mis padres, hermanos y primos llevan el pelaje indígena, los ojos gateados con algún verdor hispano y el cuerpo quemado por los soles de África”.
Entre sus evocaciones nostálgicas de esa mañana trajo a relación a su padre cuando mantuvo una apostura de filósofo estoico, porque fundó el Colegio Fraternidad para la muchachada de Lorica, pero el Ministerio de Educación de un gobierno godo le negó la licencia de funcionamiento al considerar que allí se difundían “ideas librepensadoras” que no iban en los caminos de la curia. Asimiló el golpe en silencio y tomó el camino de otro lugar.
Ya para esa época Manuel Zapata con sus hermanos Delia y Juan, tenían el sentimiento de orgullo y el compromiso de explorar los veneros de su cultura ancestral. Fue Cartagena la urbe elegida para rehacer el techo paterno, porque sus calles señoriales y sus murallas tatuadas de centurias ofrecían el horizonte propicio en la pesquisa de las desgarradoras historias de aquel pasado cargado de cadenas y de espaldas azotadas cuando en el Mercado de Negros se subastaban a precio libre los cuerpos de betún. Me dijo entonces que allí le nació la pasión por el reclamo histórico contenido en sus escritos.
No dejes de leer: Manuel Zapata Olivella: viajero incansable de la vida y de las letras
Para 1940 Manuel Zapata estaba en Bogotá estudiando medicina en la Universidad Nacional. Ya afilaba su pluma en su columna “Genio y Figura” que publicaba en el Diario de la Costa, donde resaltaba los valores del folklore costeño escribiendo sobre Pianeta Pitalua, Joaquín Marrugo, José Benito Barros y otros más.
Después se volvió un caminante de la literatura y de la historia. A disgusto de su padre abandona sus estudios y se fue de trotamundo. Sus pies lo llevan con un maletín donde va La Vorágine, su biblia de aventuras, por los parajes de Los Llanos, Chocó y la zona del café. Después por pueblos de Centroamérica, Méjico y Estados Unidos. Debía dar vigor a sus relatos viviendo los episodios que armó con su lápiz de andariego.
Su tía Estebana, con visión premonitoria, siendo él aún un muchacho, enterró en el suelo de la entrada de su casa un pañuelo negro con tres clavos, dando la razón: “Para que a mi sobrino Manuel se le abran todas las puertas del camino”.
Poniendo énfasis en sus palabras me dijo que a la tierra de Abraham Lincoln llegó con la fe puesta en el país de la democracia y de las libertades. Allá lo esperaban expulsiones y agravios porque en los sitios reservados a los blancos, como teatros, café y tranvías, lo echaban a la calle por su condición de negro y latino. Con el acoso de la penuria y los bolsillos en blanco se ocupó en oficios humildes como camillero de un hospital psiquiátrico, mesero de tabernas, gacetillero de una imprenta, asistente de un astrónomo ambulante, y boxeador, hasta cuando en un encuentro lo bajaron privado de un cuadrilátero.
He Visto la Noche y Pasión Vagabunda son obras suyas donde condensa una profunda sensibilidad porque para escribirlas se nutrió de dramas humanos del mundo menudo en que se movía sobre el terreno de las angustias diarias de los desposeídos de todo. Algunas veces un mecenas aparecía en su camino como el peruano Ciro Alegría que le tendió la mano en Nueva York.
La primera ocasión que traté al escritor Zapata Olivella fue en los últimos años de la década del sesenta. Con vivo entusiasmo en Bogotá un grupo de universitarios de provincia le aprendíamos los rudimentos del periodismo, cuando constituimos la Organización para el Desarrollo del Cesar y la Baja Guajira, entre quienes recuerdo a Rafael Mestre Orozco, Luis Jiménez, Jique Cabas, Efraín Aponte, Marina Barros Brench, Luis Orozco y mis hermanos Pedro y Calixto Ortega. El maestro nos guiaba las ediciones de un tabloide que fundamos con el nombre de “El Cesar” que se imprimía en los talleres de El Catolicismo. Desde ese ayer, cuando él dirigía Letras Nacionales, en nada había cambiado. Ni siquiera su edad otoñal perturbaba su memoria cuando nombraba a todos los escritores de talla famosa que nutrían su revista.
Lee también: Manuel Zapata Olivella: Encuentro con tres grandes amigos (2ª parte)
No fue el maestro un escritor para élites refinadas en el ambiente de romances y besamanos, ni de aromáticas frases para agradar el gusto sensiblero de los lectores. Su prosa es ruda, sacudida de angustias y crudas verdades, porque en ella se deslíe la presencia del médico de barriada, del acucioso folklorista y del antropólogo observador del mundo para descubrir en las tragedias de los excluidos de los bienes de la tierra los dramas silenciosos de las comunidades negras, en especial las del caribe colombiano.
Le pregunté cuál había sido su mayor fortuna, y sin titubeos contestó: “Haber nacido en el Caribe”. Luego me explicó: “Aquí en esta esquina de los mapas del mundo, hubo un torbellino de todas las razas, religiones y costumbres del orbe. Somos algo de hispanos, de judíos, de árabes, de negros, de indios. Llevamos dentro un esclavo, un soldado, un cacique, un fraile, un vagabundo, un colono, un contrabandista y un pirata. Somos la síntesis del mundo”.
Cultivó el maestro el ensayo, la novela, el cuento y el relato periodístico. En toda su obra va más allá de dibujar la condición marginada del negro como tal, pues alguien escribió – con quien concuerdo – que más que eso, apunta a una “filosofía de libertad” donde el hombre del común, el obrero, el pescador, el labrador, el indígena, el oficinista, el asalariado cualquiera no puede ser libre si más allá del color de su piel, vive en condiciones de inequidad. En su libro La Calle 10, se condensa esa verdad.
Para escribir Chambacú Corral de Negros, quiso dibujar a los traficantes de carne humana en el episodio real del asalto a las aldeas de africanos a los que amontonaban en las bodegas de los buques negreros en la diáspora brutal de una esclavitud hacia las tierras de América. Por eso viajó en una ocasión a la isla Gorea, en Senegal, donde durmió desnudo en una mazmorra en la que en otros tiempos hacinaban a los negros, para sentir la orfandad de la justicia divina y humana de los condenados a los infiernos en vida, como debieron sufrirla en esas noches de total desamparo los remotos abuelos de azabache.
Ese libro suyo recoge los episodios de los cimarrones que huían de sus amos hacia la libertad de las montañas de Colombia entre las palizadas de sus palenques; la rebelión de los esclavos de Haití para crear la primera República de negros en el mundo, y de las brutalidades de los blancos de Norteamérica en sus delirios de soberbia con la gente de piel oscurecida.
Para concebir a Changó el Gran Putas, se metió a las chozas del Palenque de San Basilio, comió en sus platos la misma ración de hambre y durmió en el suelo sobre una áspera estera con la gente de San José de Uré, la Guayana y las favelas de Río de Janeiro.
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Me informó sobre otros escritos como Cuentos de Muerte y Libertad, El Galeón Sumergido, En Chimá Nace un Santo, y de las muchas distinciones y pergaminos con que premiaron su obra literaria.
Algunas anécdotas de su vida me confió. Cuando fue a Pekín como invitado a la Primera Conferencia de Paz de Pueblos de Asia y África, a su regreso al país, el SIC (Servicio de Inteligencia Colombiano) lo metió en una celda al considerar el gobierno de Laureano Gómez que sus declaraciones en China contrariaban la política internacional de su régimen. Fue cuando escribió “China 6 A.M.”.
Me confesó – como había hecho con otros antes – que su literatura procedía de su sangre de negro y del ajetreo de la vida dura, tal como lo hubiera querido Nietzsche, y que sus guías a seguir fueron las obras de contenido social de Máximo Gorki, Jack London y Panoi Istrati.
Cuando nos despedimos vislumbré la certidumbre que era la última vez que lo veía. Quizás entendió mi aturdimiento porque con una sonrisa de portón abierto me dijo en el abrazo final: “Si. Ya estoy recogiendo mis pasos. Creo que soporté mi cruz con el coraje que me dieron los tropiezos y la dignidad serena de un aparcero que ha regado su semilla”.
Que su cuerpo fuera cremado y sus cenizas esparcidas por el río Sinú para que viajaran al mar y las olas lo llevaran de vuelta a África, fue la última voluntad del maestro.
Deseo que su espíritu haya subido a Zangú, el séptimo cielo de los bantúes, entre el estruendo de las tamboras que pregonen su fin de penitente por los caminos del mundo en la rebusca inútil de la misericordia de los hombres.
Casa campo Las Trinitarias, Minakálwa (La Mina) territorio de la Sierra Nevada, marzo 3 de 2020.
Por: Rodolfo Ortega Montero / EL PILÓN
A Manuel Zapata Olivella en la centuria de su natalicio (marzo 17 de 1920)
Los nudillos de alguien tocaban mi puerta que resonaban en el silencio de un domingo. Un recadero del Pibe Durán Escalona me dio aviso de una invitación a su casa, en la cual había dado aposento a Manuel Zapata Olivella, el maestro de la pluma frondosa y de temas colombianistas con mensaje social. Dispuse mi ánimo entonces para extraer toda la información de labios de este escritor caribe, a quien había tratado unos años antes en Bogotá para la época de mi formación universitaria.
Una sonrisa ancha y un estrechón de mano rubricaron su vigoroso saludo. Su rostro moreno, enmarcado bajo la pelambre chamuscada de un medio afro, una cejas de pelo saltones y en caos como los ogros de los cuentos de hadas, unas patillas de prócer patriota con salpiques de canas, y unas barbas ralas y rizas, siempre me recordaban los retratos de Haile Selassie, el último emperador de Etiopía que destronaron los ejércitos fascistas de Mussolini.
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Con sendas tazas de café cerrero comenzó un monólogo porque no quise perturbar el caudal de su verbo que fluía con la sencilla mansedumbre de los sabios.
No haré en estas notas una evaluación de su legado como escritor. Doctos lo han hecho con el reconocimiento de su laurel en el universo de la literatura, trinchera desde la cual puso al desnudo con relatos patéticos lo que ocurría en el trajín de lo común.
Sobre su niñez decía que Santa Cruz de Lorica fue el sitio donde llegó al mundo. De su estirpe informó que Edelmira Olivella y Antonio María Zapata fueron sus genitores. Alguna vez al referirse a la combinación de razas de su gente, dijo: “En mi familia todos los abuelos han nacido engendrados en el vientre de una mujer negra o de una india. Mis padres, hermanos y primos llevan el pelaje indígena, los ojos gateados con algún verdor hispano y el cuerpo quemado por los soles de África”.
Entre sus evocaciones nostálgicas de esa mañana trajo a relación a su padre cuando mantuvo una apostura de filósofo estoico, porque fundó el Colegio Fraternidad para la muchachada de Lorica, pero el Ministerio de Educación de un gobierno godo le negó la licencia de funcionamiento al considerar que allí se difundían “ideas librepensadoras” que no iban en los caminos de la curia. Asimiló el golpe en silencio y tomó el camino de otro lugar.
Ya para esa época Manuel Zapata con sus hermanos Delia y Juan, tenían el sentimiento de orgullo y el compromiso de explorar los veneros de su cultura ancestral. Fue Cartagena la urbe elegida para rehacer el techo paterno, porque sus calles señoriales y sus murallas tatuadas de centurias ofrecían el horizonte propicio en la pesquisa de las desgarradoras historias de aquel pasado cargado de cadenas y de espaldas azotadas cuando en el Mercado de Negros se subastaban a precio libre los cuerpos de betún. Me dijo entonces que allí le nació la pasión por el reclamo histórico contenido en sus escritos.
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Para 1940 Manuel Zapata estaba en Bogotá estudiando medicina en la Universidad Nacional. Ya afilaba su pluma en su columna “Genio y Figura” que publicaba en el Diario de la Costa, donde resaltaba los valores del folklore costeño escribiendo sobre Pianeta Pitalua, Joaquín Marrugo, José Benito Barros y otros más.
Después se volvió un caminante de la literatura y de la historia. A disgusto de su padre abandona sus estudios y se fue de trotamundo. Sus pies lo llevan con un maletín donde va La Vorágine, su biblia de aventuras, por los parajes de Los Llanos, Chocó y la zona del café. Después por pueblos de Centroamérica, Méjico y Estados Unidos. Debía dar vigor a sus relatos viviendo los episodios que armó con su lápiz de andariego.
Su tía Estebana, con visión premonitoria, siendo él aún un muchacho, enterró en el suelo de la entrada de su casa un pañuelo negro con tres clavos, dando la razón: “Para que a mi sobrino Manuel se le abran todas las puertas del camino”.
Poniendo énfasis en sus palabras me dijo que a la tierra de Abraham Lincoln llegó con la fe puesta en el país de la democracia y de las libertades. Allá lo esperaban expulsiones y agravios porque en los sitios reservados a los blancos, como teatros, café y tranvías, lo echaban a la calle por su condición de negro y latino. Con el acoso de la penuria y los bolsillos en blanco se ocupó en oficios humildes como camillero de un hospital psiquiátrico, mesero de tabernas, gacetillero de una imprenta, asistente de un astrónomo ambulante, y boxeador, hasta cuando en un encuentro lo bajaron privado de un cuadrilátero.
He Visto la Noche y Pasión Vagabunda son obras suyas donde condensa una profunda sensibilidad porque para escribirlas se nutrió de dramas humanos del mundo menudo en que se movía sobre el terreno de las angustias diarias de los desposeídos de todo. Algunas veces un mecenas aparecía en su camino como el peruano Ciro Alegría que le tendió la mano en Nueva York.
La primera ocasión que traté al escritor Zapata Olivella fue en los últimos años de la década del sesenta. Con vivo entusiasmo en Bogotá un grupo de universitarios de provincia le aprendíamos los rudimentos del periodismo, cuando constituimos la Organización para el Desarrollo del Cesar y la Baja Guajira, entre quienes recuerdo a Rafael Mestre Orozco, Luis Jiménez, Jique Cabas, Efraín Aponte, Marina Barros Brench, Luis Orozco y mis hermanos Pedro y Calixto Ortega. El maestro nos guiaba las ediciones de un tabloide que fundamos con el nombre de “El Cesar” que se imprimía en los talleres de El Catolicismo. Desde ese ayer, cuando él dirigía Letras Nacionales, en nada había cambiado. Ni siquiera su edad otoñal perturbaba su memoria cuando nombraba a todos los escritores de talla famosa que nutrían su revista.
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No fue el maestro un escritor para élites refinadas en el ambiente de romances y besamanos, ni de aromáticas frases para agradar el gusto sensiblero de los lectores. Su prosa es ruda, sacudida de angustias y crudas verdades, porque en ella se deslíe la presencia del médico de barriada, del acucioso folklorista y del antropólogo observador del mundo para descubrir en las tragedias de los excluidos de los bienes de la tierra los dramas silenciosos de las comunidades negras, en especial las del caribe colombiano.
Le pregunté cuál había sido su mayor fortuna, y sin titubeos contestó: “Haber nacido en el Caribe”. Luego me explicó: “Aquí en esta esquina de los mapas del mundo, hubo un torbellino de todas las razas, religiones y costumbres del orbe. Somos algo de hispanos, de judíos, de árabes, de negros, de indios. Llevamos dentro un esclavo, un soldado, un cacique, un fraile, un vagabundo, un colono, un contrabandista y un pirata. Somos la síntesis del mundo”.
Cultivó el maestro el ensayo, la novela, el cuento y el relato periodístico. En toda su obra va más allá de dibujar la condición marginada del negro como tal, pues alguien escribió – con quien concuerdo – que más que eso, apunta a una “filosofía de libertad” donde el hombre del común, el obrero, el pescador, el labrador, el indígena, el oficinista, el asalariado cualquiera no puede ser libre si más allá del color de su piel, vive en condiciones de inequidad. En su libro La Calle 10, se condensa esa verdad.
Para escribir Chambacú Corral de Negros, quiso dibujar a los traficantes de carne humana en el episodio real del asalto a las aldeas de africanos a los que amontonaban en las bodegas de los buques negreros en la diáspora brutal de una esclavitud hacia las tierras de América. Por eso viajó en una ocasión a la isla Gorea, en Senegal, donde durmió desnudo en una mazmorra en la que en otros tiempos hacinaban a los negros, para sentir la orfandad de la justicia divina y humana de los condenados a los infiernos en vida, como debieron sufrirla en esas noches de total desamparo los remotos abuelos de azabache.
Ese libro suyo recoge los episodios de los cimarrones que huían de sus amos hacia la libertad de las montañas de Colombia entre las palizadas de sus palenques; la rebelión de los esclavos de Haití para crear la primera República de negros en el mundo, y de las brutalidades de los blancos de Norteamérica en sus delirios de soberbia con la gente de piel oscurecida.
Para concebir a Changó el Gran Putas, se metió a las chozas del Palenque de San Basilio, comió en sus platos la misma ración de hambre y durmió en el suelo sobre una áspera estera con la gente de San José de Uré, la Guayana y las favelas de Río de Janeiro.
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Algunas anécdotas de su vida me confió. Cuando fue a Pekín como invitado a la Primera Conferencia de Paz de Pueblos de Asia y África, a su regreso al país, el SIC (Servicio de Inteligencia Colombiano) lo metió en una celda al considerar el gobierno de Laureano Gómez que sus declaraciones en China contrariaban la política internacional de su régimen. Fue cuando escribió “China 6 A.M.”.
Me confesó – como había hecho con otros antes – que su literatura procedía de su sangre de negro y del ajetreo de la vida dura, tal como lo hubiera querido Nietzsche, y que sus guías a seguir fueron las obras de contenido social de Máximo Gorki, Jack London y Panoi Istrati.
Cuando nos despedimos vislumbré la certidumbre que era la última vez que lo veía. Quizás entendió mi aturdimiento porque con una sonrisa de portón abierto me dijo en el abrazo final: “Si. Ya estoy recogiendo mis pasos. Creo que soporté mi cruz con el coraje que me dieron los tropiezos y la dignidad serena de un aparcero que ha regado su semilla”.
Que su cuerpo fuera cremado y sus cenizas esparcidas por el río Sinú para que viajaran al mar y las olas lo llevaran de vuelta a África, fue la última voluntad del maestro.
Deseo que su espíritu haya subido a Zangú, el séptimo cielo de los bantúes, entre el estruendo de las tamboras que pregonen su fin de penitente por los caminos del mundo en la rebusca inútil de la misericordia de los hombres.
Casa campo Las Trinitarias, Minakálwa (La Mina) territorio de la Sierra Nevada, marzo 3 de 2020.
Por: Rodolfo Ortega Montero / EL PILÓN