Estamos acostumbrados a escribir siempre sobre lo malo, a utilizar la crítica mordaz, a señalar la fealdad de las calles, parques, actuaciones de funcionarios y dirigentes, en fin, a alzar el dedo para mostrar las fallas y hasta los adefesios con los que nos tropezamos cada día en una ciudad viva, ardiente y hasta desordenada. […]
Estamos acostumbrados a escribir siempre sobre lo malo, a utilizar la crítica mordaz, a señalar la fealdad de las calles, parques, actuaciones de funcionarios y dirigentes, en fin, a alzar el dedo para mostrar las fallas y hasta los adefesios con los que nos tropezamos cada día en una ciudad viva, ardiente y hasta desordenada. En cierta forma, esas denuncias son positivas porque indican a los funcionarios, que, curiosamente en su mayoría son ciegos y sordos, dónde hay que actuar y además, se les puede orientar; pero no, somos dados a no ponderar los lugares agradables o los ignoramos y no resaltamos a sus artífices ni mucho menos la labor que en ellos se desarrolla.
Si le preguntamos a desprevenidos habitantes de esta ciudad si saben que en Valledupar existe un seminario que tiene el nombre de Juan Pablo II en el que se forman sacerdotes católicos, dirían que no tenían ni idea.
Sí, lo hay, un poco más allá de Hurtado está ese lugar donde transcurre la vida serena, en donde los jóvenes, que sienten el llamado espiritual, se preparan, en medio del silencio sabio y la alegría genuina, la oración y el estudio, para ir a llevar el mensaje de Cristo por el mundo.
Conocer el Seminario Diocesano es separarse, por unas horas, del atafago de la vida agobiante de la ciudad, es disfrutar del derroche de colores y verdor de sus jardines nunca imaginados dentro del ardoroso suelo, requemado por el sol, de nuestro Valle; es encontrar en sus pasillos la sonrisa plena de un amigo, que nunca se ha conocido, pero que está allí en algún seminarista o sacerdote; es disfrutar de una alegría inexplicable que emerge de cada rincón y nos contagia; es una experiencia inolvidable o simplemente es asomarse al solaz que constantemente necesita nuestra mente y nuestro espíritu.
El seminario Juan Pablo II fue idea de monseñor José Agustín Valbuena, si bien no voy a centrar mi comentario en su historia que pueden conocer al visitarlo, sí es grato decir que ha ido creciendo con el empuje de la Diócesis y de colaboradores amigos del Seminario.
Los visitantes más frecuentes vienen de otras regiones movidos por los comentarios sobre la belleza del lugar, y es frecuente escuchar expresiones como: “Aquí se siente uno como en otro lugar, no se imagina que en el Valle haya un lugar así”, pues sí, no comento esto por la emoción de una sola visita, sino porque tengo la suerte de ir dos días a la semana y además de mi pequeñita labor allí, logro encontrar el solaz, ese que renueva para volver a la barahúnda de la ciudad que crece.
Es un mundo ideal en el que Dios es el centro, de ahí que la ráfaga de espiritualidad llegue a borbotones, ya sea en la mano tendida y en la afabilidad de todos los sacerdotes, en la caballerosidad y cortesía de los seminaristas y en la sonrisa de todos, desde el conductor hasta el portero.
Allí hay un sitio especial: dentro de la capilla está otra capillita en donde está Él, ardiendo en amor, esperando nuestra visita, y sí que vale la pena ir a verlo, a escucharlo, a sentarnos en silencio, y cuando menos lo pensemos le estaremos contando nuestra vida de afanes, miedos y tristezas, y nos comprenderá, y sentiremos que es el consuelo, que es el amor vivo, que es Jesús Sacramentado eternamente, sí, eternamente asidero de fortaleza y esperanza.
Este es un año especial para el Seminario Juan Pablo II, y seguiremos comentando.
NOTICA: A mis lectores deseo un feliz año y pido a los que quieran hacerse amigos del Seminario que lo hagan, es una buena manera de construir el nuevo año.
Estamos acostumbrados a escribir siempre sobre lo malo, a utilizar la crítica mordaz, a señalar la fealdad de las calles, parques, actuaciones de funcionarios y dirigentes, en fin, a alzar el dedo para mostrar las fallas y hasta los adefesios con los que nos tropezamos cada día en una ciudad viva, ardiente y hasta desordenada. […]
Estamos acostumbrados a escribir siempre sobre lo malo, a utilizar la crítica mordaz, a señalar la fealdad de las calles, parques, actuaciones de funcionarios y dirigentes, en fin, a alzar el dedo para mostrar las fallas y hasta los adefesios con los que nos tropezamos cada día en una ciudad viva, ardiente y hasta desordenada. En cierta forma, esas denuncias son positivas porque indican a los funcionarios, que, curiosamente en su mayoría son ciegos y sordos, dónde hay que actuar y además, se les puede orientar; pero no, somos dados a no ponderar los lugares agradables o los ignoramos y no resaltamos a sus artífices ni mucho menos la labor que en ellos se desarrolla.
Si le preguntamos a desprevenidos habitantes de esta ciudad si saben que en Valledupar existe un seminario que tiene el nombre de Juan Pablo II en el que se forman sacerdotes católicos, dirían que no tenían ni idea.
Sí, lo hay, un poco más allá de Hurtado está ese lugar donde transcurre la vida serena, en donde los jóvenes, que sienten el llamado espiritual, se preparan, en medio del silencio sabio y la alegría genuina, la oración y el estudio, para ir a llevar el mensaje de Cristo por el mundo.
Conocer el Seminario Diocesano es separarse, por unas horas, del atafago de la vida agobiante de la ciudad, es disfrutar del derroche de colores y verdor de sus jardines nunca imaginados dentro del ardoroso suelo, requemado por el sol, de nuestro Valle; es encontrar en sus pasillos la sonrisa plena de un amigo, que nunca se ha conocido, pero que está allí en algún seminarista o sacerdote; es disfrutar de una alegría inexplicable que emerge de cada rincón y nos contagia; es una experiencia inolvidable o simplemente es asomarse al solaz que constantemente necesita nuestra mente y nuestro espíritu.
El seminario Juan Pablo II fue idea de monseñor José Agustín Valbuena, si bien no voy a centrar mi comentario en su historia que pueden conocer al visitarlo, sí es grato decir que ha ido creciendo con el empuje de la Diócesis y de colaboradores amigos del Seminario.
Los visitantes más frecuentes vienen de otras regiones movidos por los comentarios sobre la belleza del lugar, y es frecuente escuchar expresiones como: “Aquí se siente uno como en otro lugar, no se imagina que en el Valle haya un lugar así”, pues sí, no comento esto por la emoción de una sola visita, sino porque tengo la suerte de ir dos días a la semana y además de mi pequeñita labor allí, logro encontrar el solaz, ese que renueva para volver a la barahúnda de la ciudad que crece.
Es un mundo ideal en el que Dios es el centro, de ahí que la ráfaga de espiritualidad llegue a borbotones, ya sea en la mano tendida y en la afabilidad de todos los sacerdotes, en la caballerosidad y cortesía de los seminaristas y en la sonrisa de todos, desde el conductor hasta el portero.
Allí hay un sitio especial: dentro de la capilla está otra capillita en donde está Él, ardiendo en amor, esperando nuestra visita, y sí que vale la pena ir a verlo, a escucharlo, a sentarnos en silencio, y cuando menos lo pensemos le estaremos contando nuestra vida de afanes, miedos y tristezas, y nos comprenderá, y sentiremos que es el consuelo, que es el amor vivo, que es Jesús Sacramentado eternamente, sí, eternamente asidero de fortaleza y esperanza.
Este es un año especial para el Seminario Juan Pablo II, y seguiremos comentando.
NOTICA: A mis lectores deseo un feliz año y pido a los que quieran hacerse amigos del Seminario que lo hagan, es una buena manera de construir el nuevo año.