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Columnista - 4 junio, 2016

Un año después jugando con candela

“El recuerdo solo queda de aquellos que se quemaron”. En la mejor de la canciones de la autoría de Carlos Araque, titulada ‘El siniestro de Ovejas’, recuerda que ante la tragedia “hasta los Santos lloraron”, tal como sucedió con el siniestro de Fundación hace un año, donde todavía permanece incólume el impacto del horror por […]

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“El recuerdo solo queda de aquellos que se quemaron”. En la mejor de la canciones de la autoría de Carlos Araque, titulada ‘El siniestro de Ovejas’, recuerda que ante la tragedia “hasta los Santos lloraron”, tal como sucedió con el siniestro de Fundación hace un año, donde todavía permanece incólume el impacto del horror por las inocentes criaturas consumidas por las llamas por la irresponsabilidad de los adultos que los encarapitaron en una chatarra rodante de lo que quedaba de una vieja buseta en uso de buen retiro.

Esa canción de la cual hemos transcrito una parte preliminarmente fue grabada en la época del sesenta por ‘El pollo vallenato’ Luis Enrique Martínez y en 1971 por los Hermanos López con Jorge Oñate en el LP ‘Lo último en vallenatos’ y por el Binomio de Oro en 1996 con la voz de Jean Carlos Centeno.

Vino a mi mente esa canción después de encontrar en carretera una “Toyota copetrana” mal estacionada y varada en cuyo interior se encontraban aproximadamente diez muchachos wayuu, cuyas edades oscilan entre los cuatro y seis años, bañados de sudor mientras el conductor, cuya inexperiencia se notaba a leguas, soplaba a galillo limpio el filtro de la gasolina, detuve la marcha y le pregunté en qué le podía ayudar y me dijo que en nada porque ya él sabía “de que sufría el carro”, que él se apagaba cada veinte o treinta kilómetros, que desenchufaba ese filtro, le daba la soplada correspondiente y listo, como en efecto sucedió, lo colocó y de un solo cabuyaso el aparato prendió, no sin antes dejarme borracho con el olor a gasolina.

Cuando el tipo arrancó con su carga humana inerme y en peligro inminente, se me pararon los pelos al leer en el vidrio de la compuerta trasera que decía Transporte escolar, recordé enseguida a las pequeñas almas de Fundación y las palabras de mi abuelo cuando decía: “Yo no creo que el destino exista, pero por si acaso existe hay que ayudarlo”.

Tenemos que pedir a Dios para que no se repita la tragedia que todo el país todavía lamenta, producto de la incuria y la irresponsabilidad en el afamado pueblo magdalenense inmortalizado por Luis Enrique en su magistral descripción de su jardín de bellas mujeres.

Para desgracia de nuestros hermanos wayuu ese tipo de situaciones parecen no importarle a nadie, con el agravante que quienes han tenido la fortuna de estudiar, y otros que como gitano afiebrado en noche de luna llena se autoproclaman como sus líderes, en vez de hacerles respetar sus derechos a sus consanguíneos y excompañeros de infortunio lo que hacen es aprovecharse de esa condición de indefensión, de su falta de conocimiento y de su ignorancia para aprovecharse de ellos y facilitar para que otros lo hagan.

¿Hasta cuándo se va a permitir que a esa población en condiciones de vulnerabilidad ostensible se le siga dando un trato inequitativo, de tercera e indigno como si no fueran seres humanos?

No entiende uno tampoco cómo es posible que con tantos recursos que se perciben para resguardos indígenas y que son direccionados por Autoridades Tradicionales en los fogones de esa pobre gente sigan durmiendo los perros en los fogones al medio día mientras los menores que deberían estar bien nutridos y en la escuela, los observa uno al lado de las vías vendiendo pájaros, macos y miel de abeja para poder subsistir. Esa vaina debe ser investigada.

Alguien tiene que hacer respetar lo previsto por el artículo 44 Constitucional cuando nos dice que “Los derechos de los niños prevalecen sobre los demás derechos”. ¡Carajo!

Columnista
4 junio, 2016

Un año después jugando con candela

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Luis Eduardo Acosta Medina

“El recuerdo solo queda de aquellos que se quemaron”. En la mejor de la canciones de la autoría de Carlos Araque, titulada ‘El siniestro de Ovejas’, recuerda que ante la tragedia “hasta los Santos lloraron”, tal como sucedió con el siniestro de Fundación hace un año, donde todavía permanece incólume el impacto del horror por […]


“El recuerdo solo queda de aquellos que se quemaron”. En la mejor de la canciones de la autoría de Carlos Araque, titulada ‘El siniestro de Ovejas’, recuerda que ante la tragedia “hasta los Santos lloraron”, tal como sucedió con el siniestro de Fundación hace un año, donde todavía permanece incólume el impacto del horror por las inocentes criaturas consumidas por las llamas por la irresponsabilidad de los adultos que los encarapitaron en una chatarra rodante de lo que quedaba de una vieja buseta en uso de buen retiro.

Esa canción de la cual hemos transcrito una parte preliminarmente fue grabada en la época del sesenta por ‘El pollo vallenato’ Luis Enrique Martínez y en 1971 por los Hermanos López con Jorge Oñate en el LP ‘Lo último en vallenatos’ y por el Binomio de Oro en 1996 con la voz de Jean Carlos Centeno.

Vino a mi mente esa canción después de encontrar en carretera una “Toyota copetrana” mal estacionada y varada en cuyo interior se encontraban aproximadamente diez muchachos wayuu, cuyas edades oscilan entre los cuatro y seis años, bañados de sudor mientras el conductor, cuya inexperiencia se notaba a leguas, soplaba a galillo limpio el filtro de la gasolina, detuve la marcha y le pregunté en qué le podía ayudar y me dijo que en nada porque ya él sabía “de que sufría el carro”, que él se apagaba cada veinte o treinta kilómetros, que desenchufaba ese filtro, le daba la soplada correspondiente y listo, como en efecto sucedió, lo colocó y de un solo cabuyaso el aparato prendió, no sin antes dejarme borracho con el olor a gasolina.

Cuando el tipo arrancó con su carga humana inerme y en peligro inminente, se me pararon los pelos al leer en el vidrio de la compuerta trasera que decía Transporte escolar, recordé enseguida a las pequeñas almas de Fundación y las palabras de mi abuelo cuando decía: “Yo no creo que el destino exista, pero por si acaso existe hay que ayudarlo”.

Tenemos que pedir a Dios para que no se repita la tragedia que todo el país todavía lamenta, producto de la incuria y la irresponsabilidad en el afamado pueblo magdalenense inmortalizado por Luis Enrique en su magistral descripción de su jardín de bellas mujeres.

Para desgracia de nuestros hermanos wayuu ese tipo de situaciones parecen no importarle a nadie, con el agravante que quienes han tenido la fortuna de estudiar, y otros que como gitano afiebrado en noche de luna llena se autoproclaman como sus líderes, en vez de hacerles respetar sus derechos a sus consanguíneos y excompañeros de infortunio lo que hacen es aprovecharse de esa condición de indefensión, de su falta de conocimiento y de su ignorancia para aprovecharse de ellos y facilitar para que otros lo hagan.

¿Hasta cuándo se va a permitir que a esa población en condiciones de vulnerabilidad ostensible se le siga dando un trato inequitativo, de tercera e indigno como si no fueran seres humanos?

No entiende uno tampoco cómo es posible que con tantos recursos que se perciben para resguardos indígenas y que son direccionados por Autoridades Tradicionales en los fogones de esa pobre gente sigan durmiendo los perros en los fogones al medio día mientras los menores que deberían estar bien nutridos y en la escuela, los observa uno al lado de las vías vendiendo pájaros, macos y miel de abeja para poder subsistir. Esa vaina debe ser investigada.

Alguien tiene que hacer respetar lo previsto por el artículo 44 Constitucional cuando nos dice que “Los derechos de los niños prevalecen sobre los demás derechos”. ¡Carajo!