“Empecé a ver una nueva serie, se llama ‘Bolívar’” dijo resguardada entre su fuerte de cobijas desde donde, en silencio, batallaba valientemente contra el frío europeo. Yo recordé, entonces, las clases en las que el Profesor Efraín nos transportaba al Santafé de la independencia cabalgando en una línea del tiempo que abarcaba casi 10 clases […]
“Empecé a ver una nueva serie, se llama ‘Bolívar’” dijo resguardada entre su fuerte de cobijas desde donde, en silencio, batallaba valientemente contra el frío europeo. Yo recordé, entonces, las clases en las que el Profesor Efraín nos transportaba al Santafé de la independencia cabalgando en una línea del tiempo que abarcaba casi 10 clases y parecía nunca acabar.
Ahí estaba, otra vez, Bolívar, el tipo que me devolvía la mirada oxidada desde la moneda de un peso que encontré durante alguna expedición infantil por los cajones perdidos de la casa laberíntica de mi abuela. El hombre que en el colegio nos enseñaron a admirar, en la universidad a cuestionar y, por las alocuciones de Chávez, a evitar.
Nos enganchamos. Capítulo a capítulo, en tardes maratónicas, parando de vez en cuando para explicarle alguna referencia, traducirle una expresión pasada de castiza, contextualizarle algún personaje o contarle una anécdota. Ella, cuestionando, con razón, el sesgo ideológico más que obvio del guion, en el que los españoles son retratados como seres despreciables y de mal gusto, mientras yo, llevado por mi fanatismo criollo, me hago el loco y celebro cada nueva victoria del Ejército Patriota como un gol de la Selección Colombia. Qué se le puede hacer, la sangre hala y cuando las armas se alzaron en el Pantano de Vargas y en el Puente de Boyacá, había que elegir bando.
Tratándose de un evento histórico que no se enseña en las escuelas españolas, la serie se ha convertido en una gran excusa para tejer recuerdos conjuntos sobre el pasado entrelazado de nuestras naciones. Me gusta pensar que nuestros caminos se cruzaron desde muchísimo antes de conocernos y que su tataratatarabuelo tal vez interactuó con mi tataratatarabuelo en alguna avenida polvorienta del Virreinato de la Nueva Granada. Suelo molestarla diciendo que el haberme enamorado de ella es la culminación última de un plan maestro de más de cinco siglos de maquinación en el que, para vengar poéticamente la Masacre de los Comuneros que tiñó de rojo a mi departamento, habría de robarle el corazón a la mujer más hermosa de todo el Reino de España.
Y ahí va ella, abrazada todos los días a su edición verde alga de El General en su Laberinto que, con la caricatura de un Bolívar solitario y melancólico sentado en su hamaca mientras mira al horizonte perdido, le acompaña durante el arrullador tramo en metro de la casa a la oficina.
Francisco de Paula Santander, Manuelita Sáenz, el General O’Leary, el Mariscal Sucre y tantos otros nombres que hasta hace poco le serían extraños y estarían envueltos en la bruma mística del Nuevo Mundo, hoy son transmutaciones de la ficción histórica que están presentes en nuestras conversaciones cotidianas. Ver la historia de mi pueblo a través del filtro de sus ojos es el más puro júbilo inmortal.
“Luego cruzaremos el Cañón del Chicamocha hasta Santafé…” dice el Pablo Morillo de Netflix a sus secuaces. “¡Ay! ¡El Cañón del Chicamocha! ¡Mi novio me llevó allá!” exclama ella mirándome de reojo ¿Cómo no enamorarse?
[email protected]
“Empecé a ver una nueva serie, se llama ‘Bolívar’” dijo resguardada entre su fuerte de cobijas desde donde, en silencio, batallaba valientemente contra el frío europeo. Yo recordé, entonces, las clases en las que el Profesor Efraín nos transportaba al Santafé de la independencia cabalgando en una línea del tiempo que abarcaba casi 10 clases […]
“Empecé a ver una nueva serie, se llama ‘Bolívar’” dijo resguardada entre su fuerte de cobijas desde donde, en silencio, batallaba valientemente contra el frío europeo. Yo recordé, entonces, las clases en las que el Profesor Efraín nos transportaba al Santafé de la independencia cabalgando en una línea del tiempo que abarcaba casi 10 clases y parecía nunca acabar.
Ahí estaba, otra vez, Bolívar, el tipo que me devolvía la mirada oxidada desde la moneda de un peso que encontré durante alguna expedición infantil por los cajones perdidos de la casa laberíntica de mi abuela. El hombre que en el colegio nos enseñaron a admirar, en la universidad a cuestionar y, por las alocuciones de Chávez, a evitar.
Nos enganchamos. Capítulo a capítulo, en tardes maratónicas, parando de vez en cuando para explicarle alguna referencia, traducirle una expresión pasada de castiza, contextualizarle algún personaje o contarle una anécdota. Ella, cuestionando, con razón, el sesgo ideológico más que obvio del guion, en el que los españoles son retratados como seres despreciables y de mal gusto, mientras yo, llevado por mi fanatismo criollo, me hago el loco y celebro cada nueva victoria del Ejército Patriota como un gol de la Selección Colombia. Qué se le puede hacer, la sangre hala y cuando las armas se alzaron en el Pantano de Vargas y en el Puente de Boyacá, había que elegir bando.
Tratándose de un evento histórico que no se enseña en las escuelas españolas, la serie se ha convertido en una gran excusa para tejer recuerdos conjuntos sobre el pasado entrelazado de nuestras naciones. Me gusta pensar que nuestros caminos se cruzaron desde muchísimo antes de conocernos y que su tataratatarabuelo tal vez interactuó con mi tataratatarabuelo en alguna avenida polvorienta del Virreinato de la Nueva Granada. Suelo molestarla diciendo que el haberme enamorado de ella es la culminación última de un plan maestro de más de cinco siglos de maquinación en el que, para vengar poéticamente la Masacre de los Comuneros que tiñó de rojo a mi departamento, habría de robarle el corazón a la mujer más hermosa de todo el Reino de España.
Y ahí va ella, abrazada todos los días a su edición verde alga de El General en su Laberinto que, con la caricatura de un Bolívar solitario y melancólico sentado en su hamaca mientras mira al horizonte perdido, le acompaña durante el arrullador tramo en metro de la casa a la oficina.
Francisco de Paula Santander, Manuelita Sáenz, el General O’Leary, el Mariscal Sucre y tantos otros nombres que hasta hace poco le serían extraños y estarían envueltos en la bruma mística del Nuevo Mundo, hoy son transmutaciones de la ficción histórica que están presentes en nuestras conversaciones cotidianas. Ver la historia de mi pueblo a través del filtro de sus ojos es el más puro júbilo inmortal.
“Luego cruzaremos el Cañón del Chicamocha hasta Santafé…” dice el Pablo Morillo de Netflix a sus secuaces. “¡Ay! ¡El Cañón del Chicamocha! ¡Mi novio me llevó allá!” exclama ella mirándome de reojo ¿Cómo no enamorarse?
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