MI COLUMNA Por Mary Daza Orozco Siempre los había visto con curiosidad, no morbosa, sino con esa que lo lleva a uno a preguntarse, ¿por qué son así, que pensarán del mundo, de la vida, de los demás que no son como ellos? Me alzaba de hombro y daba gracias a Dios porque los mío […]
MI COLUMNA
Por Mary Daza Orozco
Siempre los había visto con curiosidad, no morbosa, sino con esa que lo lleva a uno a preguntarse, ¿por qué son así, que pensarán del mundo, de la vida, de los demás que no son como ellos? Me alzaba de hombro y daba gracias a Dios porque los mío salieron normales.
Fue en el supermercado, mientras tanteaba las verduras frescas, para calmar una opresión en el pecho, producto de la lucha que sostengo para vencer un apego que no tiene razón de ser, la opresión me aburría y no quería que nadie me saludara, cuando llegué a la sección de las lechugas lo sentí a mi lado, hablaba con su mamá, una mujer joven y bonita, de pronto me vi envuelta en un abrazo tierno, con brazos pequeñitos, reaccioné con rapidez y abracé también y le di un beso en la cabecita. Quedé encantada, como si el aburrimiento y la presión se hubieran roto contra el suelo y mi alma se hubiera llenado de cristales de colores; sólo atiné a decirle a la mamá: ‘Me abrazó’, ella sonrió, asintió y le dijo: “Amor, tráeme más bolsitas para las verduras”, es lindo, delgadito, blanco, con mirada límpida y huele a cielo sereno; tuve que hacer un esfuerzo para irme de allí, quería quedarme amarrada por siempre al abrazo tierno, abrazo sanador, abrazo inocente, abrazo que le da valor a los instantes, a la vida, abrazo que no hay que pedirlo, ni rogarlo, abrazo espontáneo.
No sé cómo se llama, quizás nunca lo sepa, pero se quedó en mí como si todos esos cristales de colores se volvieran uno solo, pequeñito, y se enquistara en mi corazón, allí estará para siempre.
¿Cómo supo que yo necesitaba un aliento? Solo él lo sabe. Son los misterios que, más que eso, creo que son mensajes anónimos de Dios; o quizás los científicos tengan una explicación valedera; o quizás, bueno lo que sea, ¿quién puede descifrarlo?
Al llegar a casa mi ansiedad había pasado, pensé todo el día en el niño especial, en su alegría, alegría por la vida, alegría porque ayudaba a su mamá a hacer el mercado, alegría porque detectó la tristeza en una mujer que estaba a su lado y podía ayudarla, y pensé: los normales son ellos, no nosotros.
Estamos acostumbrados a ver a los niños especiales con cierta lástima o con morbo, con miedo de que vaya a venir alguno a nuestra familia, y algunos padres hasta se avergüenzan y los mantienen en casa; los vemos con asombro porque hacen cosas inteligentes o abrazan con ternura, y no pensamos en que ellos llegan al mundo cargados de una sustancia espiritual que si se sabe aprovechar hace mucho bien: son compañía, son inocencia, son encanto, no saben de egoísmo, nos aceptan tal y como somos, son humildes y mucho más; de lo que sí estoy segura es de que saben el poder que tiene un abrazo, les gusta recibirlos y darlos. Sí, saben que el abrazo anima, quita los miedos, la sensación de abandono, comparte la alegría del encuentro, del triunfo; el abrazo, saben, es amor en todos sus matices. A mí, además de que el abracito me borró el estúpido estado de ánimo sin sentido, me hizo una linda cura: de ahora en adelante cuando vea a un amiguito especial no lo veré con curiosidad sino con amor y con la esperanza de que me dé un abrazo sanador.
“Los niños han de tener mucha tolerancia con los adultos”. (Antoine De Saint Exupery)
MI COLUMNA Por Mary Daza Orozco Siempre los había visto con curiosidad, no morbosa, sino con esa que lo lleva a uno a preguntarse, ¿por qué son así, que pensarán del mundo, de la vida, de los demás que no son como ellos? Me alzaba de hombro y daba gracias a Dios porque los mío […]
MI COLUMNA
Por Mary Daza Orozco
Siempre los había visto con curiosidad, no morbosa, sino con esa que lo lleva a uno a preguntarse, ¿por qué son así, que pensarán del mundo, de la vida, de los demás que no son como ellos? Me alzaba de hombro y daba gracias a Dios porque los mío salieron normales.
Fue en el supermercado, mientras tanteaba las verduras frescas, para calmar una opresión en el pecho, producto de la lucha que sostengo para vencer un apego que no tiene razón de ser, la opresión me aburría y no quería que nadie me saludara, cuando llegué a la sección de las lechugas lo sentí a mi lado, hablaba con su mamá, una mujer joven y bonita, de pronto me vi envuelta en un abrazo tierno, con brazos pequeñitos, reaccioné con rapidez y abracé también y le di un beso en la cabecita. Quedé encantada, como si el aburrimiento y la presión se hubieran roto contra el suelo y mi alma se hubiera llenado de cristales de colores; sólo atiné a decirle a la mamá: ‘Me abrazó’, ella sonrió, asintió y le dijo: “Amor, tráeme más bolsitas para las verduras”, es lindo, delgadito, blanco, con mirada límpida y huele a cielo sereno; tuve que hacer un esfuerzo para irme de allí, quería quedarme amarrada por siempre al abrazo tierno, abrazo sanador, abrazo inocente, abrazo que le da valor a los instantes, a la vida, abrazo que no hay que pedirlo, ni rogarlo, abrazo espontáneo.
No sé cómo se llama, quizás nunca lo sepa, pero se quedó en mí como si todos esos cristales de colores se volvieran uno solo, pequeñito, y se enquistara en mi corazón, allí estará para siempre.
¿Cómo supo que yo necesitaba un aliento? Solo él lo sabe. Son los misterios que, más que eso, creo que son mensajes anónimos de Dios; o quizás los científicos tengan una explicación valedera; o quizás, bueno lo que sea, ¿quién puede descifrarlo?
Al llegar a casa mi ansiedad había pasado, pensé todo el día en el niño especial, en su alegría, alegría por la vida, alegría porque ayudaba a su mamá a hacer el mercado, alegría porque detectó la tristeza en una mujer que estaba a su lado y podía ayudarla, y pensé: los normales son ellos, no nosotros.
Estamos acostumbrados a ver a los niños especiales con cierta lástima o con morbo, con miedo de que vaya a venir alguno a nuestra familia, y algunos padres hasta se avergüenzan y los mantienen en casa; los vemos con asombro porque hacen cosas inteligentes o abrazan con ternura, y no pensamos en que ellos llegan al mundo cargados de una sustancia espiritual que si se sabe aprovechar hace mucho bien: son compañía, son inocencia, son encanto, no saben de egoísmo, nos aceptan tal y como somos, son humildes y mucho más; de lo que sí estoy segura es de que saben el poder que tiene un abrazo, les gusta recibirlos y darlos. Sí, saben que el abrazo anima, quita los miedos, la sensación de abandono, comparte la alegría del encuentro, del triunfo; el abrazo, saben, es amor en todos sus matices. A mí, además de que el abracito me borró el estúpido estado de ánimo sin sentido, me hizo una linda cura: de ahora en adelante cuando vea a un amiguito especial no lo veré con curiosidad sino con amor y con la esperanza de que me dé un abrazo sanador.
“Los niños han de tener mucha tolerancia con los adultos”. (Antoine De Saint Exupery)