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Columnista - 17 julio, 2016

Mientras trabajas, haz oración

El sol descendía y, en sus últimos suspiros, tiñó de diversos colores las nubes de aquél cielo, mientras un maestro y sus más cercanos discípulos emprendían el viaje. Se dirigían a Jerusalén, ciudad en la que para ellos el ambiente era hostil, pero en la que debían cumplirse ciertas profecías ininteligibles acerca de la redención, […]

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El sol descendía y, en sus últimos suspiros, tiñó de diversos colores las nubes de aquél cielo, mientras un maestro y sus más cercanos discípulos emprendían el viaje. Se dirigían a Jerusalén, ciudad en la que para ellos el ambiente era hostil, pero en la que debían cumplirse ciertas profecías ininteligibles acerca de la redención, el perdón de los pecados y una cruz. Algo había mencionado el maestro, pero todo aquello no era nada más que datos inconexos de poca importancia: Jesús se encontraba en la cúspide de su popularidad y de ahí en adelante sólo cabía esperar el éxito. El fracaso no tenía lugar en el futuro próximo de aquellos caminantes, cuyos pies polvorientos encontraron reposo – horas después – en una aldea cercana a su destino.

La puertas de una casa se abrieron y, con inmensa alegría, fueron recibidos los depositarios de la esperanza de un futuro diferente para Israel, un futuro en el que las tropas enemigas no deambularan por las calles imponiendo sus absurdas leyes, en donde el culto al verdadero Dios fuera puro y sin restricciones.

La alegría que inundó la casa era notable, el ambiente era festivo y, como de costumbre, alrededor del maestro se acomodaron los presentes para escuchar la instrucción. Era admirable la capacidad de enseñanza de aquél hombre, cuyas palabras penetraban en lo profundo de las conciencias de sus oyentes y daban indicaciones precisas acerca de cómo vivir. Dos hermanas eran las anfitrionas: sus ojos brillaban de forma especial, sus cabellos cuidadosamente peinados bajaban por sus espaldas y se agitaban con la brisa, su piel canela asemejaba la de los niños y en sus rostros se dibujaba permanente una sonrisa. Sin duda estaban felices de recibir al maestro.

Era preciso esmerarse por brindar lo mejor de sí a aquél huésped de honor y, por eso, Marta recorría de un lado a otro la casa, ajustando los detalles para la cena y, tal vez, organizando un lecho digno en donde pudiera reposar después el mensajero de Dios. Era preciso atender a la instrucción de tan ilustre personaje y, por eso, María se había acomodado a los pies de Jesús y le contemplaba extasiada. La primera se indigna contra la segunda y, poniendo como testigo a Jesús, levanta la voz para acusar: “Señor, ¿no te has dado cuenta de que mi hermana me ha dejado sola con todo el quehacer? Dile que me ayude”. La respuesta no es la que esperaba: “Marta, Marta, muchas cosas te preocupan y te inquietan, siendo así que una sola es necesaria. María escogió la mejor parte y nadie se la quitará”.

Como sé que no faltará el fanático que, valiéndose de este texto – y para justificar el abandono de sus deberes –, se refugie en la oración o en ciertas actividades religiosas, me parece oportuno aclarar que lo que pide Jesús no es que nos desentendamos de nuestras labores sino que tengamos siempre presente que todo lo que hagamos debe conducirnos a la relación, diálogo y cercanía con nuestro Dios. Eso es lo verdaderamente importante. La experiencia religiosa no consiste exclusivamente en pasarse la vida arrodillados en una iglesia o apretando los ojos mientras con las manos intentamos “agarrar el aire”. Con Dios podemos hablar mientras limpiamos la casa, lavamos la ropa, conducimos el auto, preparamos el almuerzo, labramos el campo, etc. No se trata de hacer oraciones en nuestra vida cotidiana, sino de convertir en oración cada acto de nuestra cotidianidad. San Benito afirmaba: “Ora et labora”, es decir “reza y trabaja”, o mejor aún “mientras trabajas haz oración”.
Feliz domingo.

Columnista
17 julio, 2016

Mientras trabajas, haz oración

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Marlon Javier Domínguez

El sol descendía y, en sus últimos suspiros, tiñó de diversos colores las nubes de aquél cielo, mientras un maestro y sus más cercanos discípulos emprendían el viaje. Se dirigían a Jerusalén, ciudad en la que para ellos el ambiente era hostil, pero en la que debían cumplirse ciertas profecías ininteligibles acerca de la redención, […]


El sol descendía y, en sus últimos suspiros, tiñó de diversos colores las nubes de aquél cielo, mientras un maestro y sus más cercanos discípulos emprendían el viaje. Se dirigían a Jerusalén, ciudad en la que para ellos el ambiente era hostil, pero en la que debían cumplirse ciertas profecías ininteligibles acerca de la redención, el perdón de los pecados y una cruz. Algo había mencionado el maestro, pero todo aquello no era nada más que datos inconexos de poca importancia: Jesús se encontraba en la cúspide de su popularidad y de ahí en adelante sólo cabía esperar el éxito. El fracaso no tenía lugar en el futuro próximo de aquellos caminantes, cuyos pies polvorientos encontraron reposo – horas después – en una aldea cercana a su destino.

La puertas de una casa se abrieron y, con inmensa alegría, fueron recibidos los depositarios de la esperanza de un futuro diferente para Israel, un futuro en el que las tropas enemigas no deambularan por las calles imponiendo sus absurdas leyes, en donde el culto al verdadero Dios fuera puro y sin restricciones.

La alegría que inundó la casa era notable, el ambiente era festivo y, como de costumbre, alrededor del maestro se acomodaron los presentes para escuchar la instrucción. Era admirable la capacidad de enseñanza de aquél hombre, cuyas palabras penetraban en lo profundo de las conciencias de sus oyentes y daban indicaciones precisas acerca de cómo vivir. Dos hermanas eran las anfitrionas: sus ojos brillaban de forma especial, sus cabellos cuidadosamente peinados bajaban por sus espaldas y se agitaban con la brisa, su piel canela asemejaba la de los niños y en sus rostros se dibujaba permanente una sonrisa. Sin duda estaban felices de recibir al maestro.

Era preciso esmerarse por brindar lo mejor de sí a aquél huésped de honor y, por eso, Marta recorría de un lado a otro la casa, ajustando los detalles para la cena y, tal vez, organizando un lecho digno en donde pudiera reposar después el mensajero de Dios. Era preciso atender a la instrucción de tan ilustre personaje y, por eso, María se había acomodado a los pies de Jesús y le contemplaba extasiada. La primera se indigna contra la segunda y, poniendo como testigo a Jesús, levanta la voz para acusar: “Señor, ¿no te has dado cuenta de que mi hermana me ha dejado sola con todo el quehacer? Dile que me ayude”. La respuesta no es la que esperaba: “Marta, Marta, muchas cosas te preocupan y te inquietan, siendo así que una sola es necesaria. María escogió la mejor parte y nadie se la quitará”.

Como sé que no faltará el fanático que, valiéndose de este texto – y para justificar el abandono de sus deberes –, se refugie en la oración o en ciertas actividades religiosas, me parece oportuno aclarar que lo que pide Jesús no es que nos desentendamos de nuestras labores sino que tengamos siempre presente que todo lo que hagamos debe conducirnos a la relación, diálogo y cercanía con nuestro Dios. Eso es lo verdaderamente importante. La experiencia religiosa no consiste exclusivamente en pasarse la vida arrodillados en una iglesia o apretando los ojos mientras con las manos intentamos “agarrar el aire”. Con Dios podemos hablar mientras limpiamos la casa, lavamos la ropa, conducimos el auto, preparamos el almuerzo, labramos el campo, etc. No se trata de hacer oraciones en nuestra vida cotidiana, sino de convertir en oración cada acto de nuestra cotidianidad. San Benito afirmaba: “Ora et labora”, es decir “reza y trabaja”, o mejor aún “mientras trabajas haz oración”.
Feliz domingo.