La libertad de expresión es uno de los grandes tesoros con los que cuenta la humanidad del Siglo XXI, un privilegio que en épocas más remotas y menos felices no era dable a todos sino a los poderosos que podían comprarla, su uso no autorizado se pagaba con la muerte misma. Pero hoy en día […]
La libertad de expresión es uno de los grandes tesoros con los que cuenta la humanidad del Siglo XXI, un privilegio que en épocas más remotas y menos felices no era dable a todos sino a los poderosos que podían comprarla, su uso no autorizado se pagaba con la muerte misma. Pero hoy en día para suerte de nosotros las cosas han cambiado y el poder utilizar los medios para manifestarse en público o privado se ha convertido en la nota predominante de nuestra sociedad. Desde la señora que no quiere votar por Zurriaga sino por Juanpahasta el tuitero loco que destila ácido muriático con cada trino, todos están cobijados por una garantía constitucional legítima que les permite dar a conocer sus ideas.
Colombia ha tenido una larga tradición de respeto a esta facultad ciudadana y por ello la dupla de delitos que se tipificaron para actuar cuando la libertad de expresión se desborda han sido fuertemente regulados por las cortes fallo tras fallo, con aquel cerco normativo evitan que la Injuria o la Calumnia cabalguen libremente callando bocas hasta volverse en herramientas de censura arbitrariamente inconstitucionales. Pero sorpresivamente esta semana algo ha cambiado y las reglas de juego han sido reconfiguradas para dar lugar a una paradójica realidad jurídica en la que para seguridad del emisor sus opiniones deben permanecer encadenadas a los muros de su mente, pues de aventurarse en el mundo pueden poner en riesgo a su dueño.
La Corte Suprema acaba de condenar a 18 meses tras las rejas a Gonzalo Hernán López, un hombre corriente seguidor del diario El País de Cali cuya rapidez dactilar lo llevaron a escribir un comentario en la edición digital del periódico en el que tildaba de rata a una ex funcionaria de Emcali. Las secciones de comentarios nacieron con la idea de abrir espacios de debate entre los lectores donde el contenido de la noticia lograra generar un sano contrapunteo de puntos de vista, pero en lugar de eso se han convertido en una cloaca de odios y rencores, donde tirios y troyanos se acusan entre sí con despectivos calificativos que van y vienen página por página, dejando en un segundo plano a los foristas responsables que construyen argumentos sólidos.
A nadie debe sorprender este reflejo de lo que es Colombia, un país donde bajo el manto del anonimato empiezan a florecer nuestras más oscuras verdades. Pero llevar la actitud irresponsable de algunos usuarios internautas hasta estrados judiciales para canjearla por sendos años sin ver el sol, es también una política desmedida y absurda que busca satanizar una conducta en el fondo inofensiva.
La mala leche de los comentaristas de la ira tiene la vida volátiles de un clic y se vuelve historia que nadie recordará, son ofensas indefensas que no rompen huesos ni pasan a mayores. Dignificarlas como teclas prohibidas solo elevará su condición a mártires, incrementará la indignación por los fallos desproporcionados y no logrará evitar que siga ardiendo la web. Esas letras efímeras no destruyen honras, ni cazarlos las devuelve. [email protected]
Por Faud Gonzalo Chacón
La libertad de expresión es uno de los grandes tesoros con los que cuenta la humanidad del Siglo XXI, un privilegio que en épocas más remotas y menos felices no era dable a todos sino a los poderosos que podían comprarla, su uso no autorizado se pagaba con la muerte misma. Pero hoy en día […]
La libertad de expresión es uno de los grandes tesoros con los que cuenta la humanidad del Siglo XXI, un privilegio que en épocas más remotas y menos felices no era dable a todos sino a los poderosos que podían comprarla, su uso no autorizado se pagaba con la muerte misma. Pero hoy en día para suerte de nosotros las cosas han cambiado y el poder utilizar los medios para manifestarse en público o privado se ha convertido en la nota predominante de nuestra sociedad. Desde la señora que no quiere votar por Zurriaga sino por Juanpahasta el tuitero loco que destila ácido muriático con cada trino, todos están cobijados por una garantía constitucional legítima que les permite dar a conocer sus ideas.
Colombia ha tenido una larga tradición de respeto a esta facultad ciudadana y por ello la dupla de delitos que se tipificaron para actuar cuando la libertad de expresión se desborda han sido fuertemente regulados por las cortes fallo tras fallo, con aquel cerco normativo evitan que la Injuria o la Calumnia cabalguen libremente callando bocas hasta volverse en herramientas de censura arbitrariamente inconstitucionales. Pero sorpresivamente esta semana algo ha cambiado y las reglas de juego han sido reconfiguradas para dar lugar a una paradójica realidad jurídica en la que para seguridad del emisor sus opiniones deben permanecer encadenadas a los muros de su mente, pues de aventurarse en el mundo pueden poner en riesgo a su dueño.
La Corte Suprema acaba de condenar a 18 meses tras las rejas a Gonzalo Hernán López, un hombre corriente seguidor del diario El País de Cali cuya rapidez dactilar lo llevaron a escribir un comentario en la edición digital del periódico en el que tildaba de rata a una ex funcionaria de Emcali. Las secciones de comentarios nacieron con la idea de abrir espacios de debate entre los lectores donde el contenido de la noticia lograra generar un sano contrapunteo de puntos de vista, pero en lugar de eso se han convertido en una cloaca de odios y rencores, donde tirios y troyanos se acusan entre sí con despectivos calificativos que van y vienen página por página, dejando en un segundo plano a los foristas responsables que construyen argumentos sólidos.
A nadie debe sorprender este reflejo de lo que es Colombia, un país donde bajo el manto del anonimato empiezan a florecer nuestras más oscuras verdades. Pero llevar la actitud irresponsable de algunos usuarios internautas hasta estrados judiciales para canjearla por sendos años sin ver el sol, es también una política desmedida y absurda que busca satanizar una conducta en el fondo inofensiva.
La mala leche de los comentaristas de la ira tiene la vida volátiles de un clic y se vuelve historia que nadie recordará, son ofensas indefensas que no rompen huesos ni pasan a mayores. Dignificarlas como teclas prohibidas solo elevará su condición a mártires, incrementará la indignación por los fallos desproporcionados y no logrará evitar que siga ardiendo la web. Esas letras efímeras no destruyen honras, ni cazarlos las devuelve. [email protected]
Por Faud Gonzalo Chacón