Parecía la puerta de una iglesia, grande y ancha; por ahí ingresó un hombre que no media más de uno sesenta, pero se veía aún más pequeño; llevaba un sombrero blanco de paja, con una cinta negra y acordeón tercia´o a la espalda y allá al fondo de la casona, bajo un frondoso palo e mango, en sendas mecedoras de mimbre, dos hombres y dos mujeres conversaban animadamente; el músico aligeró el paso y con un ademán reverente saludó al cuarteto quitándose el sombrero. Serían las cuatro de la tarde de ese día de enero de 1968.