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Columnista - 3 mayo, 2016

Solo le falta hablar

“Terry, vaya por Amalia” le decía mi abuela cuando faltaban unos cuantos minutos para las 4 de la tarde. Entonces él emprendía el descenso por las adoquinadas calles verticales de San Gil, en las que más que bajarlas uno simplemente se deja caer. Avanzaba a toda velocidad, atravesando en carrera los puestos de los emboladores […]

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“Terry, vaya por Amalia” le decía mi abuela cuando faltaban unos cuantos minutos para las 4 de la tarde. Entonces él emprendía el descenso por las adoquinadas calles verticales de San Gil, en las que más que bajarlas uno simplemente se deja caer. Avanzaba a toda velocidad, atravesando en carrera los puestos de los emboladores del centro, eludiendo niños y ancianas con canastos de fique hasta llegar al Parque Gallineral. Allí estaba mi madre, esperándolo en la puerta de su escuela con una gran sonrisa, pues sabía que su corcel había llegado, siempre puntual como el Big Ben.

Nunca supimos exactamente su raza, Terry era un crisol en el que convergían la infinitud de variedades caninas que deambulaban por la provincia de Guanentá. Negro como el petróleo de Barrancabermeja y macizo como un mulo de carga, era el compañero de aventuras de mi madre en su infancia. Prestado de la marquetería del lado, durante dos años fue su fiel confidente hasta esa mala mañana en que el matarife del pueblo no soportó que le ladrara y le clavó una puñalada de muerte en uno de sus muslos. Sin veterinarios en kilómetros, Terry resistió tres días en la sala de la casa a fuerza de los cataplasmas de café de mi madre hasta que su recuerdo se lo llevó el Río Fonce.

El tercer Terry de mi familia duerme sobre mis piernas mientras se escribe esta columna. Me maravillo con su fragilidad al respirar profundamente, aprecio lo delicado y refinado de su anatomía, es todo un ejemplar de adaptación natural tras siglos de evolución y perfeccionamiento. Lo quiero tanto como mi madre quiso al suyo y me dolerá cuando se vaya, pero tengo claro que no es una persona y en eso el Derecho debe ser inflexible.

Actualmente, una demanda que cursa en la Corte Constitucional busca excluir a los animales de su categoría ancestral de semovientes (es decir cosas que se mueven solas), lo cual automáticamente les daría el rango de personas, pues si no eres una eres la otra. Una decisión que iría más allá de la sola intención de protegerles del maltrato y abriría un boquete insalvable que desquiciaría el derecho civil como lo conocemos. Ser persona no incluye solo el derecho a la vida, sino a un patrimonio propio, facultades para obligarse celebrando actos jurídicos y límites al comportamiento como la comisión de delitos punibles.

Buscar la defensa de los animales es valioso y nuestro país está en mora de fabricar normatividad en ese sentido, aunque la Ley 1774 de 2016 que les reconoció la calidad de “seres sintientes” fue un excelente inicio, pero de ahí a elevarlos a la categoría de personas es un salto irresponsable y absurdo, una pretensión movida más por el fanatismo que por la lógica jurídica.

Cuando mi madre me ve jugando con Terry me gusta pensar que recuerda con cariño a su amigo. “Solo le falta hablar” suele decirnos y en silencio espero que nunca lo haga. Prefiero su silencio animal al ruido sórdido de algunas personas.

Columnista
3 mayo, 2016

Solo le falta hablar

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Fuad Gonzalo Chacon

“Terry, vaya por Amalia” le decía mi abuela cuando faltaban unos cuantos minutos para las 4 de la tarde. Entonces él emprendía el descenso por las adoquinadas calles verticales de San Gil, en las que más que bajarlas uno simplemente se deja caer. Avanzaba a toda velocidad, atravesando en carrera los puestos de los emboladores […]


“Terry, vaya por Amalia” le decía mi abuela cuando faltaban unos cuantos minutos para las 4 de la tarde. Entonces él emprendía el descenso por las adoquinadas calles verticales de San Gil, en las que más que bajarlas uno simplemente se deja caer. Avanzaba a toda velocidad, atravesando en carrera los puestos de los emboladores del centro, eludiendo niños y ancianas con canastos de fique hasta llegar al Parque Gallineral. Allí estaba mi madre, esperándolo en la puerta de su escuela con una gran sonrisa, pues sabía que su corcel había llegado, siempre puntual como el Big Ben.

Nunca supimos exactamente su raza, Terry era un crisol en el que convergían la infinitud de variedades caninas que deambulaban por la provincia de Guanentá. Negro como el petróleo de Barrancabermeja y macizo como un mulo de carga, era el compañero de aventuras de mi madre en su infancia. Prestado de la marquetería del lado, durante dos años fue su fiel confidente hasta esa mala mañana en que el matarife del pueblo no soportó que le ladrara y le clavó una puñalada de muerte en uno de sus muslos. Sin veterinarios en kilómetros, Terry resistió tres días en la sala de la casa a fuerza de los cataplasmas de café de mi madre hasta que su recuerdo se lo llevó el Río Fonce.

El tercer Terry de mi familia duerme sobre mis piernas mientras se escribe esta columna. Me maravillo con su fragilidad al respirar profundamente, aprecio lo delicado y refinado de su anatomía, es todo un ejemplar de adaptación natural tras siglos de evolución y perfeccionamiento. Lo quiero tanto como mi madre quiso al suyo y me dolerá cuando se vaya, pero tengo claro que no es una persona y en eso el Derecho debe ser inflexible.

Actualmente, una demanda que cursa en la Corte Constitucional busca excluir a los animales de su categoría ancestral de semovientes (es decir cosas que se mueven solas), lo cual automáticamente les daría el rango de personas, pues si no eres una eres la otra. Una decisión que iría más allá de la sola intención de protegerles del maltrato y abriría un boquete insalvable que desquiciaría el derecho civil como lo conocemos. Ser persona no incluye solo el derecho a la vida, sino a un patrimonio propio, facultades para obligarse celebrando actos jurídicos y límites al comportamiento como la comisión de delitos punibles.

Buscar la defensa de los animales es valioso y nuestro país está en mora de fabricar normatividad en ese sentido, aunque la Ley 1774 de 2016 que les reconoció la calidad de “seres sintientes” fue un excelente inicio, pero de ahí a elevarlos a la categoría de personas es un salto irresponsable y absurdo, una pretensión movida más por el fanatismo que por la lógica jurídica.

Cuando mi madre me ve jugando con Terry me gusta pensar que recuerda con cariño a su amigo. “Solo le falta hablar” suele decirnos y en silencio espero que nunca lo haga. Prefiero su silencio animal al ruido sórdido de algunas personas.