MI COLUMNA Por Mary Daza Orozco Es un conteo aterrador e increíble. El mundo asiste inconmovible al registro de muertes cada vez más creciente: en Japón, por acción de la naturaleza, más de doce mil muertos y un número similar de desaparecidos que a estas alturas se presiente que han corrido la misma suerte; en […]
MI COLUMNA
Por Mary Daza Orozco
Es un conteo aterrador e increíble. El mundo asiste inconmovible al registro de muertes cada vez más creciente: en Japón, por acción de la naturaleza, más de doce mil muertos y un número similar de desaparecidos que a estas alturas se presiente que han corrido la misma suerte; en los países en conflictos cruentos, Libia, Costa de Marfil, Siria y más, se cuentan por centenas los caídos; en Brasil, once niños fueron acribillados por un joven demente quizás contagiado en su delirio por el vapor de la muerte; en Venezuela, el diario El Nacional ha denunciado un número impresionante de muertos por violencia callejera que llena la morgue de Caracas; en nuestro país, ni sabemos cuántas fosas comunes guardan la historia silente del dolor de muchas familias.
Ante ese panorama llama la atención México, el mismo que influyó tanto en estos países que amaron sus películas y canta sus rancheras, allí la muerte se ha encarnizado tanto que hoy se publica, avalada por el Comité de Derechos Humanos, la cifra de tres mil cadáveres en las morgues de Ciudad Juárez y Tamaulipas; los médicos no son suficientes para las necropsias y a los heridos los atienden escoltados, porque se han registrado casos de que si salvan a alguien los acribillan a ellos; los bancos de sangre son reabastecidos continuamente y el ambiente sombrío se cuela por ciudades, poblados y veredas.
En medio de ese panorama, que no nos es extraño a los colombianos, se ha desatado el comercio de la muerte: de veinte funerarias que funcionaban en Ciudad Juárez, pasaron a prestar sus servicios ciento cincuenta con sus respectivos, chulos, o gallinazos, como decimos nosotros, o zopilotes mejicanos, esos empleados de los tanatorios que viven apostados en las puertas de los hospitales para caerles a los dolientes, que se atreven a reclamar a sus muertos, y venderles sus tristes productos; las cruces para las tumbas se ofrecen en ramas, como si fueran algodones de azúcar en un domingo pueblerino, porque no utilizan fosas comunes, allá guardan todos los datos de los fallecidos y los llevan a tumbas individuales con su respectiva cruz coloreada. Es la violencia del narcotráfico vidriosa y urticante, inagotable.
A propósito, el periódico El Siglo de Torreón, del día nueve de este mes, publicó esta noticia: “La mexicana Teresa Margolles expone en Viena, por primera vez en su carrera, un lienzo con el que fueron cubiertos, en la morgue de la capital de México, quince cadáveres de fallecidos por muertes violentas y cuyos fluidos dejaron huellas en él…”. “El trapo de los cadáveres”, es el nombre de la performance de la artista, con el que quiere protestar por la violencia en su patria.
La periodista que contaba toda esta historia en NTN24, tenía que carraspear para espantar el nudo demoledor de la garganta, ese que es producto de un alto grado de angustia, y cuando le preguntaron: ¿qué se estaba haciendo para desalojar los recintos de tantos cadáveres? dijo una frase lapidaria, de esas que lo resumen todo y nos dejan callados: “Si no nos interesamos por los vivos qué nos vamos a interesar por los muertos”.
MI COLUMNA Por Mary Daza Orozco Es un conteo aterrador e increíble. El mundo asiste inconmovible al registro de muertes cada vez más creciente: en Japón, por acción de la naturaleza, más de doce mil muertos y un número similar de desaparecidos que a estas alturas se presiente que han corrido la misma suerte; en […]
MI COLUMNA
Por Mary Daza Orozco
Es un conteo aterrador e increíble. El mundo asiste inconmovible al registro de muertes cada vez más creciente: en Japón, por acción de la naturaleza, más de doce mil muertos y un número similar de desaparecidos que a estas alturas se presiente que han corrido la misma suerte; en los países en conflictos cruentos, Libia, Costa de Marfil, Siria y más, se cuentan por centenas los caídos; en Brasil, once niños fueron acribillados por un joven demente quizás contagiado en su delirio por el vapor de la muerte; en Venezuela, el diario El Nacional ha denunciado un número impresionante de muertos por violencia callejera que llena la morgue de Caracas; en nuestro país, ni sabemos cuántas fosas comunes guardan la historia silente del dolor de muchas familias.
Ante ese panorama llama la atención México, el mismo que influyó tanto en estos países que amaron sus películas y canta sus rancheras, allí la muerte se ha encarnizado tanto que hoy se publica, avalada por el Comité de Derechos Humanos, la cifra de tres mil cadáveres en las morgues de Ciudad Juárez y Tamaulipas; los médicos no son suficientes para las necropsias y a los heridos los atienden escoltados, porque se han registrado casos de que si salvan a alguien los acribillan a ellos; los bancos de sangre son reabastecidos continuamente y el ambiente sombrío se cuela por ciudades, poblados y veredas.
En medio de ese panorama, que no nos es extraño a los colombianos, se ha desatado el comercio de la muerte: de veinte funerarias que funcionaban en Ciudad Juárez, pasaron a prestar sus servicios ciento cincuenta con sus respectivos, chulos, o gallinazos, como decimos nosotros, o zopilotes mejicanos, esos empleados de los tanatorios que viven apostados en las puertas de los hospitales para caerles a los dolientes, que se atreven a reclamar a sus muertos, y venderles sus tristes productos; las cruces para las tumbas se ofrecen en ramas, como si fueran algodones de azúcar en un domingo pueblerino, porque no utilizan fosas comunes, allá guardan todos los datos de los fallecidos y los llevan a tumbas individuales con su respectiva cruz coloreada. Es la violencia del narcotráfico vidriosa y urticante, inagotable.
A propósito, el periódico El Siglo de Torreón, del día nueve de este mes, publicó esta noticia: “La mexicana Teresa Margolles expone en Viena, por primera vez en su carrera, un lienzo con el que fueron cubiertos, en la morgue de la capital de México, quince cadáveres de fallecidos por muertes violentas y cuyos fluidos dejaron huellas en él…”. “El trapo de los cadáveres”, es el nombre de la performance de la artista, con el que quiere protestar por la violencia en su patria.
La periodista que contaba toda esta historia en NTN24, tenía que carraspear para espantar el nudo demoledor de la garganta, ese que es producto de un alto grado de angustia, y cuando le preguntaron: ¿qué se estaba haciendo para desalojar los recintos de tantos cadáveres? dijo una frase lapidaria, de esas que lo resumen todo y nos dejan callados: “Si no nos interesamos por los vivos qué nos vamos a interesar por los muertos”.