Para muchos colombianos, Uribe fue quien recuperó la seguridad en casi todo el territorio nacional, asestando contundentes golpes a la guerrilla de las FARC, hasta arrebatarles la vigorosa iniciativa de guerra que habían mostrado durante el gobierno de Andrés Pastrana.
Hace cuatro años, en plena época electoral, los partidos de derecha del país, en cabeza de Álvaro Uribe, mostraban al gobierno Santos como muy débil en materia de seguridad y prometían sangre y plomo para restablecer el orden público en todo el país, fórmula que para el período 2002 – 2010, además de resultar eficaz, les dio inmensos réditos políticos.
Para muchos colombianos, Uribe fue quien recuperó la seguridad en casi todo el territorio nacional, asestando contundentes golpes a la guerrilla de las FARC, hasta arrebatarles la vigorosa iniciativa de guerra que habían mostrado durante el gobierno de Andrés Pastrana. Pero la situación entre el 2002 y el 2018 eran muy diferentes, mientras que en la primera época el país colapsaba ante el avance brutal de las guerrillas, en la segunda, unas Farc ya debilitadas habían firmado un pacto de paz que, pese a cualquier debate, contribuyó a reducir los índices de violencia en el país.
Una vez asumida la presidencia, Duque reorientó las fuerzas militares hacia los objetivos que consideró más convenientes, removiendo (como es tradicional en un cambio de gobierno) la cúpula militar para darle prioridad a los oficiales más troperos y menos afines al gobierno anterior, generando la percepción de que se arreciaría la guerra contra todos los grupos violentos en el territorio nacional. Era apenas lógico pensar que en este cuatrienio se haría una guerra sin cuartel contra los residuales de las Farc, el ELN y una gran cantidad de grupos paramilitares, diseminados en gran parte del país. Por otra parte, el proceso de paz fue blanco, durante toda la campaña presidencial, de las más recalcitrantes críticas, debido a lo cual era muy poco previsible el ofrecimiento de nuevos procesos de paz a los grupos guerrilleros, dejándoles como única opción la rendición incondicional o la fórmula de “paz con legalidad”, una paz al estilo Uribe, que en términos prácticos no sería una negociación, sino una imposición de condiciones que difícilmente un grupo insurgente aceptaría. Nada más alejado de la realidad.
Si se analiza la línea de eventos violentos y la respuesta del estado durante este gobierno, puede observarse que no hubo una estrategia consistente, amplia, duradera y eficaz contra los distintos actores de violencia en cada región del país. Desde el inicio hasta el final de este período, El ELN propinó duros golpes a las fuerzas militares y de policía, las disidencias de las FARC se fortalecieron, crecieron y se replegaron a sus zonas históricas y hacia Venezuela, los grupos paramilitares continúan fuertes en amplias zonas del país. Arauca, Norte de Santander, el Bajo Cauca, Nariño, el resto del Pacífico y otras zonas del territorio nacional continúan azotadas duramente por la violencia.
Esta semana el ELN se está haciendo sentir a través del terrorismo y la barbarie en varios departamentos del país, en el marco de su paro armado de alcance nacional. A cada golpe de este grupo, el presidente responde, pidiendo a gritos la extradición de sus líderes desde Cuba, algo tan absurdo como insulso. Los asesinatos de líderes sociales es otro capítulo que pone en entredicho la política de seguridad, así como los asesinatos de exmiembros de las FARC, por más que traten de paliar la realidad con los eufemismos de siempre. La posición de Duque frente a Venezuela no le ha generado ningún rédito político o económico, pero si le ha cerrado la posibilidad de abrir un diálogo que permita minimizar el impacto que genera el uso de ese territorio por parte de los grupos insurgentes; hasta el expresidente Pastrana le ha propuesto mantener algún tipo de diálogo para tratar los temas más álgidos entre los dos países, pero sus propuestas ni siquiera son respondidas. Según Duque, la solución de todos estos problemas es una fórmula química: el glifosato.
Si los primeros responsables del orden público a nivel nacional son el presidente, el ministro de la cartera de defensa y la cúpula militar, entonces uno se podría preguntar: ¿a quién echarle la culpa? En el actual debate político, la derecha se apartó de este tema, consciente de que ya no resulta presentable ni creíble echarle la culpa al gobierno anterior. Resulta inaceptable que el país haya retrocedido en su seguridad interna en un gobierno que, en el papel, tenía el deber de ser contundente en esta materia. Cuatro años perdidos.
Por Azarrael Carrillo Ríos
Para muchos colombianos, Uribe fue quien recuperó la seguridad en casi todo el territorio nacional, asestando contundentes golpes a la guerrilla de las FARC, hasta arrebatarles la vigorosa iniciativa de guerra que habían mostrado durante el gobierno de Andrés Pastrana.
Hace cuatro años, en plena época electoral, los partidos de derecha del país, en cabeza de Álvaro Uribe, mostraban al gobierno Santos como muy débil en materia de seguridad y prometían sangre y plomo para restablecer el orden público en todo el país, fórmula que para el período 2002 – 2010, además de resultar eficaz, les dio inmensos réditos políticos.
Para muchos colombianos, Uribe fue quien recuperó la seguridad en casi todo el territorio nacional, asestando contundentes golpes a la guerrilla de las FARC, hasta arrebatarles la vigorosa iniciativa de guerra que habían mostrado durante el gobierno de Andrés Pastrana. Pero la situación entre el 2002 y el 2018 eran muy diferentes, mientras que en la primera época el país colapsaba ante el avance brutal de las guerrillas, en la segunda, unas Farc ya debilitadas habían firmado un pacto de paz que, pese a cualquier debate, contribuyó a reducir los índices de violencia en el país.
Una vez asumida la presidencia, Duque reorientó las fuerzas militares hacia los objetivos que consideró más convenientes, removiendo (como es tradicional en un cambio de gobierno) la cúpula militar para darle prioridad a los oficiales más troperos y menos afines al gobierno anterior, generando la percepción de que se arreciaría la guerra contra todos los grupos violentos en el territorio nacional. Era apenas lógico pensar que en este cuatrienio se haría una guerra sin cuartel contra los residuales de las Farc, el ELN y una gran cantidad de grupos paramilitares, diseminados en gran parte del país. Por otra parte, el proceso de paz fue blanco, durante toda la campaña presidencial, de las más recalcitrantes críticas, debido a lo cual era muy poco previsible el ofrecimiento de nuevos procesos de paz a los grupos guerrilleros, dejándoles como única opción la rendición incondicional o la fórmula de “paz con legalidad”, una paz al estilo Uribe, que en términos prácticos no sería una negociación, sino una imposición de condiciones que difícilmente un grupo insurgente aceptaría. Nada más alejado de la realidad.
Si se analiza la línea de eventos violentos y la respuesta del estado durante este gobierno, puede observarse que no hubo una estrategia consistente, amplia, duradera y eficaz contra los distintos actores de violencia en cada región del país. Desde el inicio hasta el final de este período, El ELN propinó duros golpes a las fuerzas militares y de policía, las disidencias de las FARC se fortalecieron, crecieron y se replegaron a sus zonas históricas y hacia Venezuela, los grupos paramilitares continúan fuertes en amplias zonas del país. Arauca, Norte de Santander, el Bajo Cauca, Nariño, el resto del Pacífico y otras zonas del territorio nacional continúan azotadas duramente por la violencia.
Esta semana el ELN se está haciendo sentir a través del terrorismo y la barbarie en varios departamentos del país, en el marco de su paro armado de alcance nacional. A cada golpe de este grupo, el presidente responde, pidiendo a gritos la extradición de sus líderes desde Cuba, algo tan absurdo como insulso. Los asesinatos de líderes sociales es otro capítulo que pone en entredicho la política de seguridad, así como los asesinatos de exmiembros de las FARC, por más que traten de paliar la realidad con los eufemismos de siempre. La posición de Duque frente a Venezuela no le ha generado ningún rédito político o económico, pero si le ha cerrado la posibilidad de abrir un diálogo que permita minimizar el impacto que genera el uso de ese territorio por parte de los grupos insurgentes; hasta el expresidente Pastrana le ha propuesto mantener algún tipo de diálogo para tratar los temas más álgidos entre los dos países, pero sus propuestas ni siquiera son respondidas. Según Duque, la solución de todos estos problemas es una fórmula química: el glifosato.
Si los primeros responsables del orden público a nivel nacional son el presidente, el ministro de la cartera de defensa y la cúpula militar, entonces uno se podría preguntar: ¿a quién echarle la culpa? En el actual debate político, la derecha se apartó de este tema, consciente de que ya no resulta presentable ni creíble echarle la culpa al gobierno anterior. Resulta inaceptable que el país haya retrocedido en su seguridad interna en un gobierno que, en el papel, tenía el deber de ser contundente en esta materia. Cuatro años perdidos.
Por Azarrael Carrillo Ríos