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Columnista - 8 abril, 2019

Se venden poemas

Se habla de noticias viejas, ‘trasnochadas’ en el argot periodístico, pero la mayoría de ellas se vuelven historias fascinantes que no se mueren. Hice el seguimiento de un comerciante de la calle, ya varios columnistas escribieron sobre él, pero yo no me atrevía a hacerlo se inmediato, porque quería madurar lo ocurrido y almacenarlo en […]

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Se habla de noticias viejas, ‘trasnochadas’ en el argot periodístico, pero la mayoría de ellas se vuelven historias fascinantes que no se mueren. Hice el seguimiento de un comerciante de la calle, ya varios columnistas escribieron sobre él, pero yo no me atrevía a hacerlo se inmediato, porque quería madurar lo ocurrido y almacenarlo en mis haberes intangibles llenos de respeto y gran afecto.
Se trata de Jesús Espicasa, un hombre que se gana la vida con una vieja máquina de escribir, sale por las mañanas de su casa y se acomoda en al lado de una calle traficada de Bogotá; un día lo llevaron a una estación de policía, lo multaron “como traficante de poemas”. ¡Qué delincuente tan excelso! Y los poetas lo defendieron, y algunos periodistas protestaron y otros, como dije, nos metimos su historia en el corazón. Lo demás ya lo saben, o mejor el incidente se olvidó.
A un poeta callejero lo tildan de loco, de vago, y si logra vender sus versos, de traficante, palabra no muy agradable para los colombianos de bien, pero la historia universal está plagada de poetas que vendieron sus poemas por unos centavitos o por un trago o botella de licor, o por una compañía, o simplemente por una charla que aminorara su soledad, la soledad del poeta.
Hay poetas encumbrados, han tenido la ventura del reconocimiento, admirados, recitados en las reuniones sociales, premiados internacionalmente, es lo mínimo que se puede hacer a quien, según Juan Pablo II, nace de un suspiro de Dios. El poeta es sagrado, aunque su vida no sea muy santa, porque valen sus obras, su producido, no su accionar personal, pero volviendo al tema de la calle, tenemos que remontarnos a la antigüedad cuando los llamados juglares, o verseadores errante, traficaban por caminos polvorientos, un verso, una historia poética, un chisme delicioso, picaresco, y se iban por senderos lejanos sin esperanzas de una meta, su esperanza iba con ellos en cada rima.
No es raro encarcelar o multar a un poeta, los castigadores no entienden de esas cosas, las normas que le dan autoridad, las hicieron personas que no saben que la vida se salva no en las componendas, ni en los robos soterrados o públicos en los entes oficiales de un país, ni en los extensos cultivos malditos, no, la vida se salva en los productos que se han cultivado entre gotas de sudor, entre ventas callejeras, entre surcos abiertos para la germinación, en una vieja máquina de escribir, en una computadora, en una venta de almojábanas o en una fábrica de productos alimenticios, en una mina legal que se escarba con ardor o en la caja de una banco donde se cuenta billetes ajenos; en fin, la vida se salva en la labor diaria, pequeñita o grande, ambas son magníficas, y la vida, entonces se rubrica con un verso callejero voceado al aire, o en uno de escritorio ofrecido desde una librería elegante. Ambos son versos, son poesía, son alma, son amor, son la vida. ¡Ah, los versos de mi tierra, del mundo, que se quedaron perdidos entre baúles o anaqueles olvidados, por miedo de sus autores, a las burlas, o simple miedo de mostrar el espíritu! Hoy quisiera tener un poema del traficante Jesús Espicasa para gozar de la esencia de la vida, sí, de la vida siempre incomprendida del poeta.

Columnista
8 abril, 2019

Se venden poemas

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Mary Daza Orozco

Se habla de noticias viejas, ‘trasnochadas’ en el argot periodístico, pero la mayoría de ellas se vuelven historias fascinantes que no se mueren. Hice el seguimiento de un comerciante de la calle, ya varios columnistas escribieron sobre él, pero yo no me atrevía a hacerlo se inmediato, porque quería madurar lo ocurrido y almacenarlo en […]


Se habla de noticias viejas, ‘trasnochadas’ en el argot periodístico, pero la mayoría de ellas se vuelven historias fascinantes que no se mueren. Hice el seguimiento de un comerciante de la calle, ya varios columnistas escribieron sobre él, pero yo no me atrevía a hacerlo se inmediato, porque quería madurar lo ocurrido y almacenarlo en mis haberes intangibles llenos de respeto y gran afecto.
Se trata de Jesús Espicasa, un hombre que se gana la vida con una vieja máquina de escribir, sale por las mañanas de su casa y se acomoda en al lado de una calle traficada de Bogotá; un día lo llevaron a una estación de policía, lo multaron “como traficante de poemas”. ¡Qué delincuente tan excelso! Y los poetas lo defendieron, y algunos periodistas protestaron y otros, como dije, nos metimos su historia en el corazón. Lo demás ya lo saben, o mejor el incidente se olvidó.
A un poeta callejero lo tildan de loco, de vago, y si logra vender sus versos, de traficante, palabra no muy agradable para los colombianos de bien, pero la historia universal está plagada de poetas que vendieron sus poemas por unos centavitos o por un trago o botella de licor, o por una compañía, o simplemente por una charla que aminorara su soledad, la soledad del poeta.
Hay poetas encumbrados, han tenido la ventura del reconocimiento, admirados, recitados en las reuniones sociales, premiados internacionalmente, es lo mínimo que se puede hacer a quien, según Juan Pablo II, nace de un suspiro de Dios. El poeta es sagrado, aunque su vida no sea muy santa, porque valen sus obras, su producido, no su accionar personal, pero volviendo al tema de la calle, tenemos que remontarnos a la antigüedad cuando los llamados juglares, o verseadores errante, traficaban por caminos polvorientos, un verso, una historia poética, un chisme delicioso, picaresco, y se iban por senderos lejanos sin esperanzas de una meta, su esperanza iba con ellos en cada rima.
No es raro encarcelar o multar a un poeta, los castigadores no entienden de esas cosas, las normas que le dan autoridad, las hicieron personas que no saben que la vida se salva no en las componendas, ni en los robos soterrados o públicos en los entes oficiales de un país, ni en los extensos cultivos malditos, no, la vida se salva en los productos que se han cultivado entre gotas de sudor, entre ventas callejeras, entre surcos abiertos para la germinación, en una vieja máquina de escribir, en una computadora, en una venta de almojábanas o en una fábrica de productos alimenticios, en una mina legal que se escarba con ardor o en la caja de una banco donde se cuenta billetes ajenos; en fin, la vida se salva en la labor diaria, pequeñita o grande, ambas son magníficas, y la vida, entonces se rubrica con un verso callejero voceado al aire, o en uno de escritorio ofrecido desde una librería elegante. Ambos son versos, son poesía, son alma, son amor, son la vida. ¡Ah, los versos de mi tierra, del mundo, que se quedaron perdidos entre baúles o anaqueles olvidados, por miedo de sus autores, a las burlas, o simple miedo de mostrar el espíritu! Hoy quisiera tener un poema del traficante Jesús Espicasa para gozar de la esencia de la vida, sí, de la vida siempre incomprendida del poeta.