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Columnista - 24 enero, 2017

“Santificarás el día del sábado”

Con este mandato se cierra el grupo de los preceptos que se refieren directamente a los deberes del hombre para con Dios. Sin embargo, es preciso aclarar que no se puede dividir la experiencia religiosa, de tal manera que la relación con la divinidad no dependa de la relación con los semejantes y viceversa. En […]

Con este mandato se cierra el grupo de los preceptos que se refieren directamente a los deberes del hombre para con Dios. Sin embargo, es preciso aclarar que no se puede dividir la experiencia religiosa, de tal manera que la relación con la divinidad no dependa de la relación con los semejantes y viceversa. En otras palabras, el amor a Dios depende y se manifiesta en el amor al prójimo y, así mismo, éste último encuentra su fundamento y aliciente en el primero. “No es posible afirmar que amamos a Dios, a quien no vemos, si no amamos al prójimo, a quien vemos”.

El mandamiento de santificar las fiestas inició con el deseo divino de que el hombre guardara el sábado como día de descanso, a semejanza de su Creador, quien creó todo lo existente en seis días y santificó el séptimo con su descanso. Esta es la razón por la que los judíos conservan la tradición de no trabajar en sábado. ¿Por qué, entonces, los cristianos guardan como día de descanso el domingo?

El cristianismo se asienta sobre el hecho de que Dios es Creador del universo, pero también de que este universo armónico salido de las manos del Eterno, volvió al caos y la confusión cuando el pecado hizo su entrada en la historia. Dios, entonces, envió a su Hijo al mundo para restaurar el orden primigenio, para recrear lo que había sido destruido y redimir a quien había caído en desgracia. El carpintero de Nazaret, encarnación del Verbo eterno del Padre, murió en la cruz y reveló al mundo, al mismo tiempo, la esencia de la divinidad y de la humanidad. Él es “el rostro humano de Dios y el rostro divino del hombre”. Pero, como era imposible que el sepulcro retuviera en sus entrañas a quien es la Vida misma, el Cristo resucitó de entre los muertos al tercer día.

Este día, el domingo, adquirió entonces vital importancia para la comunidad cristiana recién nacida. El primer día de la semana pasó a ser el día de la segunda creación, creación más admirable que aquella en la que fueron llamados a la existencia todos los seres. Aquella había puesto al hombre en el paraíso terrenal, ésta le abrió las puertas del cielo mismo. Cada ocho días, desde entonces, la comunidad se reunió para las oraciones, la escucha de la Palabra y la fracción del pan y, uno de esos días, recibió la fuerza del cielo que les convirtió en los intrépidos misioneros que esparcirían la Buena Noticia por el mundo entero.

Desde entonces, nos reunimos en Domingo, para celebrar el amor de Dios, para elevar hacia Él nuestras peticiones y acciones de gracias, para expresar en un acto público y comunitario que le amamos sobre todas las cosas o que, por lo menos, quisiéramos hacerlo. Desde entonces nos congregamos en un solo lugar, como el rebaño llega a la fuente, para abastecernos de la fuerza necesaria y seguir caminando cada día, en medio de las dificultades, pero con la certeza de que Aquél a quien ni siquiera el cielo puede contener y que, sin embargo, se ha puesto en nuestras manos en el sacramento de la Eucaristía, está con nosotros, aunque nosotros no siempre estemos con Él.

Columnista
24 enero, 2017

“Santificarás el día del sábado”

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Marlon Javier Domínguez

Con este mandato se cierra el grupo de los preceptos que se refieren directamente a los deberes del hombre para con Dios. Sin embargo, es preciso aclarar que no se puede dividir la experiencia religiosa, de tal manera que la relación con la divinidad no dependa de la relación con los semejantes y viceversa. En […]


Con este mandato se cierra el grupo de los preceptos que se refieren directamente a los deberes del hombre para con Dios. Sin embargo, es preciso aclarar que no se puede dividir la experiencia religiosa, de tal manera que la relación con la divinidad no dependa de la relación con los semejantes y viceversa. En otras palabras, el amor a Dios depende y se manifiesta en el amor al prójimo y, así mismo, éste último encuentra su fundamento y aliciente en el primero. “No es posible afirmar que amamos a Dios, a quien no vemos, si no amamos al prójimo, a quien vemos”.

El mandamiento de santificar las fiestas inició con el deseo divino de que el hombre guardara el sábado como día de descanso, a semejanza de su Creador, quien creó todo lo existente en seis días y santificó el séptimo con su descanso. Esta es la razón por la que los judíos conservan la tradición de no trabajar en sábado. ¿Por qué, entonces, los cristianos guardan como día de descanso el domingo?

El cristianismo se asienta sobre el hecho de que Dios es Creador del universo, pero también de que este universo armónico salido de las manos del Eterno, volvió al caos y la confusión cuando el pecado hizo su entrada en la historia. Dios, entonces, envió a su Hijo al mundo para restaurar el orden primigenio, para recrear lo que había sido destruido y redimir a quien había caído en desgracia. El carpintero de Nazaret, encarnación del Verbo eterno del Padre, murió en la cruz y reveló al mundo, al mismo tiempo, la esencia de la divinidad y de la humanidad. Él es “el rostro humano de Dios y el rostro divino del hombre”. Pero, como era imposible que el sepulcro retuviera en sus entrañas a quien es la Vida misma, el Cristo resucitó de entre los muertos al tercer día.

Este día, el domingo, adquirió entonces vital importancia para la comunidad cristiana recién nacida. El primer día de la semana pasó a ser el día de la segunda creación, creación más admirable que aquella en la que fueron llamados a la existencia todos los seres. Aquella había puesto al hombre en el paraíso terrenal, ésta le abrió las puertas del cielo mismo. Cada ocho días, desde entonces, la comunidad se reunió para las oraciones, la escucha de la Palabra y la fracción del pan y, uno de esos días, recibió la fuerza del cielo que les convirtió en los intrépidos misioneros que esparcirían la Buena Noticia por el mundo entero.

Desde entonces, nos reunimos en Domingo, para celebrar el amor de Dios, para elevar hacia Él nuestras peticiones y acciones de gracias, para expresar en un acto público y comunitario que le amamos sobre todas las cosas o que, por lo menos, quisiéramos hacerlo. Desde entonces nos congregamos en un solo lugar, como el rebaño llega a la fuente, para abastecernos de la fuerza necesaria y seguir caminando cada día, en medio de las dificultades, pero con la certeza de que Aquél a quien ni siquiera el cielo puede contener y que, sin embargo, se ha puesto en nuestras manos en el sacramento de la Eucaristía, está con nosotros, aunque nosotros no siempre estemos con Él.