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Columnista - 28 abril, 2019

Sánchez Baute, los ojos de Leandro

No voy a hablar sobre lo que cuenta el libro, es decir sobre la vida del gran Leandro Díaz, voy sí, a hablar de cómo se cuenta, porque aquí estriba la cuestión que siempre será esencial cuando de literatura se trata. Y valga la primera comparación: esta novela biográfica escrita por Alonso Sánchez Baute se […]

No voy a hablar sobre lo que cuenta el libro, es decir sobre la vida del gran Leandro Díaz, voy sí, a hablar de cómo se cuenta, porque aquí estriba la cuestión que siempre será esencial cuando de literatura se trata. Y valga la primera comparación: esta novela biográfica escrita por Alonso Sánchez Baute se abre como el fuelle de ese acordeón que nos acompañará siempre hasta el último suspiro a todos los que nacimos en su canto. Lo que ha hecho el narrador es reafirmar con una escritura magnífica, la poesía como música, el ritmo y la cadencia como elementos que se reconocen en una escritura que nos lleva de una página a otras, meciéndonos y a rato haciéndonos bailar en la cabeza, como si estuviéramos en un estado de contemplación inacabado. Quizás el punto más alto de esto que describo, sin saber muy bien darle un nombre o calificación exacta, sea la narración de cómo Leandro distingue los colores y las cosas. Nos dice el narrador que decía: “El blanco huele a arroz y huele también a limpio. Blanco es el coco por dentro y blanco se me pondrá el pelo cuando esté igual de viejo a los abuelos. A morado sabe el dulce de maduro y morados se sienten los dedos machucados y los ojos hinchados, como cuando me sale un orzuelo”. Estos son los momentos en que la literatura entra directo al alma y la música con la que viene nos sacude y nos deja en la creación del lenguaje, en la exacta relación entre las palabras y las cosas y allí, la infancia.
No hablo de una cercanía del narrador a los personajes, que es lo que suele decirse, hablo mejor de la pertinencia del narrador, quien, con gran respeto se asoma a la vida de los personajes; como cuando se llega a una casa ajena y uno se queda parado en un ángulo desde donde puede ver todo, pero desde no interrumpe la escena de sus dueños. Esto me ha parecido un acto de amor y de humildad con pocos precedentes en la literatura colombiana y es conmovedor hasta el tuétano. Y esto, solo es posible cuando se deja de lado la pretensión de presentarse como escritor a cada párrafo y de crear un mundo para que los demás puedan verlo, de reconocer al otro enfrente y dar cuenta de él sin barnizarlo de nosotros mismos. Es un logro que ha permitido un lenguaje puro, con el cual se siente de manera plena el mundo narrado, un lenguaje sin vergüenza alguna de mostrar, en los momentos necesarios, eso que unos podrían entender como escasez o primitivo y que acá se ha descubierto como esencial y auténtico. Es, también, todo un homenaje a la manera como hablamos los vallenatos y los guajiros en el origen de nuestros pueblos y que por fortuna, se conserva intacto.
A propósito, termino de escribir esta columna como leí toda la novela, con lágrimas en los ojos, conmovida por tu grandeza, mi adorado Loncho.

Columnista
28 abril, 2019

Sánchez Baute, los ojos de Leandro

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
María Angélica Pumarejo

No voy a hablar sobre lo que cuenta el libro, es decir sobre la vida del gran Leandro Díaz, voy sí, a hablar de cómo se cuenta, porque aquí estriba la cuestión que siempre será esencial cuando de literatura se trata. Y valga la primera comparación: esta novela biográfica escrita por Alonso Sánchez Baute se […]


No voy a hablar sobre lo que cuenta el libro, es decir sobre la vida del gran Leandro Díaz, voy sí, a hablar de cómo se cuenta, porque aquí estriba la cuestión que siempre será esencial cuando de literatura se trata. Y valga la primera comparación: esta novela biográfica escrita por Alonso Sánchez Baute se abre como el fuelle de ese acordeón que nos acompañará siempre hasta el último suspiro a todos los que nacimos en su canto. Lo que ha hecho el narrador es reafirmar con una escritura magnífica, la poesía como música, el ritmo y la cadencia como elementos que se reconocen en una escritura que nos lleva de una página a otras, meciéndonos y a rato haciéndonos bailar en la cabeza, como si estuviéramos en un estado de contemplación inacabado. Quizás el punto más alto de esto que describo, sin saber muy bien darle un nombre o calificación exacta, sea la narración de cómo Leandro distingue los colores y las cosas. Nos dice el narrador que decía: “El blanco huele a arroz y huele también a limpio. Blanco es el coco por dentro y blanco se me pondrá el pelo cuando esté igual de viejo a los abuelos. A morado sabe el dulce de maduro y morados se sienten los dedos machucados y los ojos hinchados, como cuando me sale un orzuelo”. Estos son los momentos en que la literatura entra directo al alma y la música con la que viene nos sacude y nos deja en la creación del lenguaje, en la exacta relación entre las palabras y las cosas y allí, la infancia.
No hablo de una cercanía del narrador a los personajes, que es lo que suele decirse, hablo mejor de la pertinencia del narrador, quien, con gran respeto se asoma a la vida de los personajes; como cuando se llega a una casa ajena y uno se queda parado en un ángulo desde donde puede ver todo, pero desde no interrumpe la escena de sus dueños. Esto me ha parecido un acto de amor y de humildad con pocos precedentes en la literatura colombiana y es conmovedor hasta el tuétano. Y esto, solo es posible cuando se deja de lado la pretensión de presentarse como escritor a cada párrafo y de crear un mundo para que los demás puedan verlo, de reconocer al otro enfrente y dar cuenta de él sin barnizarlo de nosotros mismos. Es un logro que ha permitido un lenguaje puro, con el cual se siente de manera plena el mundo narrado, un lenguaje sin vergüenza alguna de mostrar, en los momentos necesarios, eso que unos podrían entender como escasez o primitivo y que acá se ha descubierto como esencial y auténtico. Es, también, todo un homenaje a la manera como hablamos los vallenatos y los guajiros en el origen de nuestros pueblos y que por fortuna, se conserva intacto.
A propósito, termino de escribir esta columna como leí toda la novela, con lágrimas en los ojos, conmovida por tu grandeza, mi adorado Loncho.