El perro se me atravesó, rodé y me raspé con el pavimento. Mientras caía alcancé a pensar que la culpa era mía, aunque mi reacción inmediata fue culpar al perro, e incluso maltratarlo. Normalmente salgo en las mañanas a pasear a un dóberman rojo que compró mi hermana con la condición de que fuera yo […]
El perro se me atravesó, rodé y me raspé con el pavimento. Mientras caía alcancé a pensar que la culpa era mía, aunque mi reacción inmediata fue culpar al perro, e incluso maltratarlo. Normalmente salgo en las mañanas a pasear a un dóberman rojo que compró mi hermana con la condición de que fuera yo quien lo cuidara. Desde niño había querido tener dóbermans y cuando mi hermana me dijo que quería comprar un perro que a mí me gustara pero que no fuera Rottweiler para que no se pareciera a Caín, nuestro anterior compañero, muerto en el dos mil nueve porque esa raza vive diez años en promedio, le sugerí uno de esos, aunque fue ella quien escogió el color. Los dóberman también viven diez años y el promedio de vida en Colombia es de setenta, máximo… Mientras rodaba por el pavimento pensaba en eso: en que debe ser mentira como todas las encuestas que el promedio de vida en un país tan violento aunque muy felíz sea de setenta. Mientras rodaba en la caída captaba los sonidos, el solecito, las imágenes girando en espiral y el rudo pavimento, seco y áspero, acompañando el estarme raspando el pellejo como cuando niño tras una torpeza en una maniobra de BMX que terminaba, como en esa mañana tibia de finales de junio del dos mil quince que tiene un promedio de vida de máximo doce meses, rodando y raspándome.
Cuando dejé de rodar el espiral se enderezó, las imágenes se quedaron quietas y fue fácil enfocar la cara de una muchacha mona, recién parida seguramente porque cargaba un muchachito feo que seguramente se parecería al papá, que al verme rodar frente a sus ojos lo único que hizo fue abrirlos al máximo, como para ver más porque no podía creer que una persona estuviera rodando y ráspandose justo frente a sus ojasos, mientras emitía un grito de ahogo, un grito hacia adentro, una especie de: ¡Ahhhhhhhh! Por eso mi primera reacción, al dejar de rodar y rasparme, fue levantarme y decirle que no se preocupara, que yo estaba bien aunque su cara dijera: “Caída aparatosa con perro incluido. Hombre rodando como arbusto seco en western de los setenta, mínimo una fractura de radio o cúbito, o una buena peladura. Pedazo de perro, írsele a atravesar así al señor”.
Yo tuve la culpa, aunque ante el susto y el bochorno mi reacción fue ajusticiar al perro. Después fue que reaccioné y hasta rabia me dio por no hacerme caso. Normalmente, cuando saco a correr al perro, tomo el manillar de la bicicleta con la mano derecha, así tengo mayor estabilidad en la bicicleta y puedo usar al mismo tiempo el freno trasero, que me da mejor agarre y no me saca disparado de cabeza contra el piso. Pero desde hace semanas la guaya del freno trasero se había roto y yo, negligente hasta el presente, había procastinado la labor con impunidad, hasta esa mañana de rendir cuentas cuando mi perro, acostumbrado a andar del lado contrario como quien aprende a manejar en el Reino Unido y luego viene a las carreteras nacionales, durante lo más acelerado del paseo se le dio por cruzarse por el frente para acomodarse en su carril habitual, confiado en su superioridad frente a la rapidez del velocípedo que si no freno lo habría arroyado y la caída hubiera sido peor.
Cuando terminé de rodar le apreté el collar de ahogo y le di dos patadas, no muy duro pero que la sintiera mínimo como yo el porrazo y los raspones; después de todo se supone que el perro fue diseñado en la Alemania pre nazi para servir de policía y soldado y es casi irrompible: hace un par de meses un carro le pegó un golpe y ni chilló, solo se sintió achantado y se sumergió debajo de la cama de mi papá que es su refugio. Lo bueno fue que ni al perro ni a la bicicleta les pasó nada, y a mí, salvo por unos rasponcitos, no salí mayormente lesionado; además aprendí la lección: “Cuando ves que una avalancha viene hacia ti es porque una avalancha viene hacia ti”. Desde ese día no he vuelto a sacar al perro en la bicicleta aunque si ando por ahí con ella, usando nomás el freno de adelante mientras le mando a hacer un buen mantenimiento.
El perro se me atravesó, rodé y me raspé con el pavimento. Mientras caía alcancé a pensar que la culpa era mía, aunque mi reacción inmediata fue culpar al perro, e incluso maltratarlo. Normalmente salgo en las mañanas a pasear a un dóberman rojo que compró mi hermana con la condición de que fuera yo […]
El perro se me atravesó, rodé y me raspé con el pavimento. Mientras caía alcancé a pensar que la culpa era mía, aunque mi reacción inmediata fue culpar al perro, e incluso maltratarlo. Normalmente salgo en las mañanas a pasear a un dóberman rojo que compró mi hermana con la condición de que fuera yo quien lo cuidara. Desde niño había querido tener dóbermans y cuando mi hermana me dijo que quería comprar un perro que a mí me gustara pero que no fuera Rottweiler para que no se pareciera a Caín, nuestro anterior compañero, muerto en el dos mil nueve porque esa raza vive diez años en promedio, le sugerí uno de esos, aunque fue ella quien escogió el color. Los dóberman también viven diez años y el promedio de vida en Colombia es de setenta, máximo… Mientras rodaba por el pavimento pensaba en eso: en que debe ser mentira como todas las encuestas que el promedio de vida en un país tan violento aunque muy felíz sea de setenta. Mientras rodaba en la caída captaba los sonidos, el solecito, las imágenes girando en espiral y el rudo pavimento, seco y áspero, acompañando el estarme raspando el pellejo como cuando niño tras una torpeza en una maniobra de BMX que terminaba, como en esa mañana tibia de finales de junio del dos mil quince que tiene un promedio de vida de máximo doce meses, rodando y raspándome.
Cuando dejé de rodar el espiral se enderezó, las imágenes se quedaron quietas y fue fácil enfocar la cara de una muchacha mona, recién parida seguramente porque cargaba un muchachito feo que seguramente se parecería al papá, que al verme rodar frente a sus ojos lo único que hizo fue abrirlos al máximo, como para ver más porque no podía creer que una persona estuviera rodando y ráspandose justo frente a sus ojasos, mientras emitía un grito de ahogo, un grito hacia adentro, una especie de: ¡Ahhhhhhhh! Por eso mi primera reacción, al dejar de rodar y rasparme, fue levantarme y decirle que no se preocupara, que yo estaba bien aunque su cara dijera: “Caída aparatosa con perro incluido. Hombre rodando como arbusto seco en western de los setenta, mínimo una fractura de radio o cúbito, o una buena peladura. Pedazo de perro, írsele a atravesar así al señor”.
Yo tuve la culpa, aunque ante el susto y el bochorno mi reacción fue ajusticiar al perro. Después fue que reaccioné y hasta rabia me dio por no hacerme caso. Normalmente, cuando saco a correr al perro, tomo el manillar de la bicicleta con la mano derecha, así tengo mayor estabilidad en la bicicleta y puedo usar al mismo tiempo el freno trasero, que me da mejor agarre y no me saca disparado de cabeza contra el piso. Pero desde hace semanas la guaya del freno trasero se había roto y yo, negligente hasta el presente, había procastinado la labor con impunidad, hasta esa mañana de rendir cuentas cuando mi perro, acostumbrado a andar del lado contrario como quien aprende a manejar en el Reino Unido y luego viene a las carreteras nacionales, durante lo más acelerado del paseo se le dio por cruzarse por el frente para acomodarse en su carril habitual, confiado en su superioridad frente a la rapidez del velocípedo que si no freno lo habría arroyado y la caída hubiera sido peor.
Cuando terminé de rodar le apreté el collar de ahogo y le di dos patadas, no muy duro pero que la sintiera mínimo como yo el porrazo y los raspones; después de todo se supone que el perro fue diseñado en la Alemania pre nazi para servir de policía y soldado y es casi irrompible: hace un par de meses un carro le pegó un golpe y ni chilló, solo se sintió achantado y se sumergió debajo de la cama de mi papá que es su refugio. Lo bueno fue que ni al perro ni a la bicicleta les pasó nada, y a mí, salvo por unos rasponcitos, no salí mayormente lesionado; además aprendí la lección: “Cuando ves que una avalancha viene hacia ti es porque una avalancha viene hacia ti”. Desde ese día no he vuelto a sacar al perro en la bicicleta aunque si ando por ahí con ella, usando nomás el freno de adelante mientras le mando a hacer un buen mantenimiento.