Y yo que solo quería llevarla a ver el Cañón del Chicamocha para demostrarle a sus pupilas que toda la belleza de la que siempre le hablé no era un remedo desesperado de alardeo por conquistar a su dueña, sino una auténtica intención de compartir las maravillas de mi tierra con aquella mujer que se […]
Y yo que solo quería llevarla a ver el Cañón del Chicamocha para demostrarle a sus pupilas que toda la belleza de la que siempre le hablé no era un remedo desesperado de alardeo por conquistar a su dueña, sino una auténtica intención de compartir las maravillas de mi tierra con aquella mujer que se convertiría en mi novia. Pero enseñándole aquellas monumentales montañas a través del vidrio del auto, como si mirásemos un documental a través de una pantalla, mi plan no estaba preparado para las procesiones espontáneas de caminantes infatigables que avanzaban bordeando el desfiladero con mochilas al hombro. Pude ver el gesto sorprendido de sus ojos cafés reflejado en los míos. Había atravesado el mismo trecho infinitas veces durante casi tres décadas y nunca había presenciado algo así.
Tal vez solo hasta esa mañana comencé a comprender la magnitud de la crisis venezolana. Esos rostros anónimos que con dignidad se abrían paso con niños, o incluso descalzos, por una de las carreteras más agrestes de Colombia, como modernos Simón Bolívar rumbo a la capital, rompieron la burbuja que había creado con las cosas que les pasan a otros. Ya en Bucaramanga el baño de realidad continuaba con los semáforos copados por artistas improvisados que entre presentaciones grupales lograban con ingenio algún peso para compartir, o conocidos quejándose por la invasión de migrantes, usando los mismos argumentos que han salido de otras bocas en otros países: que regalan el trabajo, que aumenta la inseguridad, etc. Un año afuera y desconocía por momentos a mi propia ciudad.
Entonces recordé el torrente de voces que a lo largo de los años he escuchado contar la misma historia, como un río de susurros que entre fragmentos lanzados a la corriente por distintos protagonistas cuenta una única verdad. Ese rumor de la calle, la versión del pueblo, ellos que han sufrido el impotente desmoronamiento progresivo de sus esperanzas durante años. Recuerdo a Félix y su banda en San Francisco, intentando alquilar un apartamento entre seis amigos para aprender inglés esperando a que el bolívar se fortaleciera; a Erika y su título de abogada homologado para ejercer en Bogotá porque en allá, en su hogar, la Ley es una ilusión; o a las parejas venezolanas que me crucé en la embajada haciendo fila para tramitar la nacionalidad colombiana, y veo gotas que fluyen en la misma dirección.
“En Venezuela eso no pasa, allá cuando reciclas no mezclan todo de nuevo en el camión” le escucho proclamar orgullosamente a un mesero que se queja mientras saca la basura por la puerta de atrás de un restaurante de burritos en Madrid. Me causó gracia el comentario y gracias a éste me gusta pensar que tanto él, como mis amigos caraqueños e incluso los caminantes del Cañón del Chicamocha, muy dentro de sí, viven con la convicción inefable de que Venezuela es el mejor lugar del planeta y que si pudieran volver a nacer, elegirían mil veces hacerlo nuevamente allí. A pesar de todo, a pesar y siempre.
Y yo que solo quería llevarla a ver el Cañón del Chicamocha para demostrarle a sus pupilas que toda la belleza de la que siempre le hablé no era un remedo desesperado de alardeo por conquistar a su dueña, sino una auténtica intención de compartir las maravillas de mi tierra con aquella mujer que se […]
Y yo que solo quería llevarla a ver el Cañón del Chicamocha para demostrarle a sus pupilas que toda la belleza de la que siempre le hablé no era un remedo desesperado de alardeo por conquistar a su dueña, sino una auténtica intención de compartir las maravillas de mi tierra con aquella mujer que se convertiría en mi novia. Pero enseñándole aquellas monumentales montañas a través del vidrio del auto, como si mirásemos un documental a través de una pantalla, mi plan no estaba preparado para las procesiones espontáneas de caminantes infatigables que avanzaban bordeando el desfiladero con mochilas al hombro. Pude ver el gesto sorprendido de sus ojos cafés reflejado en los míos. Había atravesado el mismo trecho infinitas veces durante casi tres décadas y nunca había presenciado algo así.
Tal vez solo hasta esa mañana comencé a comprender la magnitud de la crisis venezolana. Esos rostros anónimos que con dignidad se abrían paso con niños, o incluso descalzos, por una de las carreteras más agrestes de Colombia, como modernos Simón Bolívar rumbo a la capital, rompieron la burbuja que había creado con las cosas que les pasan a otros. Ya en Bucaramanga el baño de realidad continuaba con los semáforos copados por artistas improvisados que entre presentaciones grupales lograban con ingenio algún peso para compartir, o conocidos quejándose por la invasión de migrantes, usando los mismos argumentos que han salido de otras bocas en otros países: que regalan el trabajo, que aumenta la inseguridad, etc. Un año afuera y desconocía por momentos a mi propia ciudad.
Entonces recordé el torrente de voces que a lo largo de los años he escuchado contar la misma historia, como un río de susurros que entre fragmentos lanzados a la corriente por distintos protagonistas cuenta una única verdad. Ese rumor de la calle, la versión del pueblo, ellos que han sufrido el impotente desmoronamiento progresivo de sus esperanzas durante años. Recuerdo a Félix y su banda en San Francisco, intentando alquilar un apartamento entre seis amigos para aprender inglés esperando a que el bolívar se fortaleciera; a Erika y su título de abogada homologado para ejercer en Bogotá porque en allá, en su hogar, la Ley es una ilusión; o a las parejas venezolanas que me crucé en la embajada haciendo fila para tramitar la nacionalidad colombiana, y veo gotas que fluyen en la misma dirección.
“En Venezuela eso no pasa, allá cuando reciclas no mezclan todo de nuevo en el camión” le escucho proclamar orgullosamente a un mesero que se queja mientras saca la basura por la puerta de atrás de un restaurante de burritos en Madrid. Me causó gracia el comentario y gracias a éste me gusta pensar que tanto él, como mis amigos caraqueños e incluso los caminantes del Cañón del Chicamocha, muy dentro de sí, viven con la convicción inefable de que Venezuela es el mejor lugar del planeta y que si pudieran volver a nacer, elegirían mil veces hacerlo nuevamente allí. A pesar de todo, a pesar y siempre.