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Columnista - 15 febrero, 2016

Recuerdos brumosos de una parranda

Era una parranda para festejar los setenta años del abuelo. Yo tenía ocho y observaba todo, quizá más acuciosa que ahora, creo que ya afloraba en mí el interés periodístico y mucha curiosidad propia de los años de infancia. Comenzaron a llegar los invitados, todos eran hombres: un trio con guitarras y maracas; Un señor […]

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Era una parranda para festejar los setenta años del abuelo. Yo tenía ocho y observaba todo, quizá más acuciosa que ahora, creo que ya afloraba en mí el interés periodístico y mucha curiosidad propia de los años de infancia.

Comenzaron a llegar los invitados, todos eran hombres: un trio con guitarras y maracas; Un señor elegante con un serrucho, me pregunté “¿qué irá a serruchar?”. Eran como ochenta invitados.

Empezó la fiesta, el trío tocaba muy bonito, dos mujeres vestidas de negro con una pañoleta blanca se tapaban la cabeza y cocinaban afanadas; dos hombres como uniformados, repartían el whisky; a mí me dieron una bandeja con chicharrones de cerdo y bollos de maíz en trocitos, y los fui ofreciendo a cada uno de los invitados, comían, y me llamaban para repetir. Y así, yo llevaba las picadas y los meseros grandes se encargaban de lo que pidieran los invitados.

Se hizo silencio y el señor del serrucho lo dobló un poquito y con una varita, arco de violín, me dijo uno de los meseros; hizo sonar una música como venida del cielo. Cuando terminó lo aplaudieron y lo abrazaron; todos se abrazaban mucho, se reían, gritaban. De pronto se hizo silencio, uno de los señores dijo un discurso elogiando a Papaoncio, según él era el mejor hombre del mundo. El abuelo contestó, fue tan bueno su discurso que le gritaban: “Se le va a incendiar la cabeza”; Máxima, mi tía, que estaba detrás de mí me dijo en el oído: “Viste que es inteligente”; “Será solo para los discursos”, le contesté; “Respondes como una adulta, tu inteligencia la heredas de él”, dijo con una sonrisa burlona.

Comenzó de nuevo la música, el señor del Serrucho, que era de apellido Vidal improvisó: “Don Leoncio Rosas /es un hombre singular / por eso lo quieren godos y el partido liberal”. El abuelo contestó de inmediato: “Óyeme Vidal, óyeme Vidal, / Yo ye estoy agradecido / del cariño liberal / a este godo empedernido.” Los aplausos fueron atronadores.

De pronto se hizo silencio, un señor declamó, moviéndose de un lado para otro: “Y que yo me la llevé al río / creyendo que era mozuela/, pero tenía marido./ Fue la noche de Santiago / y casi por compromiso / se apagaron los faroles / y se encendieron los grillos…”, me lo aprendí todo de tanto oírselo a los tíos, que ya se fueron a otra dimensión, llevándose los últimos rescoldos de romanticismo.

Así siguió la parranda, me aburrió, me aburrió y me aburrió; solo me gustó el sonido del serrucho. Yo sabía que ese instrumento era para cortar madera así lo vi hacer a un ebanista del alma, pero no sabía de la magia que escondía y que desgranaba con una música como extraída del cosmos.

Ya, entrada la noche se fueron despidiendo, casi todos borrachos, abrazaban al abuelo y le hacían muchos elogios, como si no quisieran irse.

Columnista
15 febrero, 2016

Recuerdos brumosos de una parranda

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Mary Daza Orozco

Era una parranda para festejar los setenta años del abuelo. Yo tenía ocho y observaba todo, quizá más acuciosa que ahora, creo que ya afloraba en mí el interés periodístico y mucha curiosidad propia de los años de infancia. Comenzaron a llegar los invitados, todos eran hombres: un trio con guitarras y maracas; Un señor […]


Era una parranda para festejar los setenta años del abuelo. Yo tenía ocho y observaba todo, quizá más acuciosa que ahora, creo que ya afloraba en mí el interés periodístico y mucha curiosidad propia de los años de infancia.

Comenzaron a llegar los invitados, todos eran hombres: un trio con guitarras y maracas; Un señor elegante con un serrucho, me pregunté “¿qué irá a serruchar?”. Eran como ochenta invitados.

Empezó la fiesta, el trío tocaba muy bonito, dos mujeres vestidas de negro con una pañoleta blanca se tapaban la cabeza y cocinaban afanadas; dos hombres como uniformados, repartían el whisky; a mí me dieron una bandeja con chicharrones de cerdo y bollos de maíz en trocitos, y los fui ofreciendo a cada uno de los invitados, comían, y me llamaban para repetir. Y así, yo llevaba las picadas y los meseros grandes se encargaban de lo que pidieran los invitados.

Se hizo silencio y el señor del serrucho lo dobló un poquito y con una varita, arco de violín, me dijo uno de los meseros; hizo sonar una música como venida del cielo. Cuando terminó lo aplaudieron y lo abrazaron; todos se abrazaban mucho, se reían, gritaban. De pronto se hizo silencio, uno de los señores dijo un discurso elogiando a Papaoncio, según él era el mejor hombre del mundo. El abuelo contestó, fue tan bueno su discurso que le gritaban: “Se le va a incendiar la cabeza”; Máxima, mi tía, que estaba detrás de mí me dijo en el oído: “Viste que es inteligente”; “Será solo para los discursos”, le contesté; “Respondes como una adulta, tu inteligencia la heredas de él”, dijo con una sonrisa burlona.

Comenzó de nuevo la música, el señor del Serrucho, que era de apellido Vidal improvisó: “Don Leoncio Rosas /es un hombre singular / por eso lo quieren godos y el partido liberal”. El abuelo contestó de inmediato: “Óyeme Vidal, óyeme Vidal, / Yo ye estoy agradecido / del cariño liberal / a este godo empedernido.” Los aplausos fueron atronadores.

De pronto se hizo silencio, un señor declamó, moviéndose de un lado para otro: “Y que yo me la llevé al río / creyendo que era mozuela/, pero tenía marido./ Fue la noche de Santiago / y casi por compromiso / se apagaron los faroles / y se encendieron los grillos…”, me lo aprendí todo de tanto oírselo a los tíos, que ya se fueron a otra dimensión, llevándose los últimos rescoldos de romanticismo.

Así siguió la parranda, me aburrió, me aburrió y me aburrió; solo me gustó el sonido del serrucho. Yo sabía que ese instrumento era para cortar madera así lo vi hacer a un ebanista del alma, pero no sabía de la magia que escondía y que desgranaba con una música como extraída del cosmos.

Ya, entrada la noche se fueron despidiendo, casi todos borrachos, abrazaban al abuelo y le hacían muchos elogios, como si no quisieran irse.