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Columnista - 11 junio, 2020

Recuerdo indeleble, de ensueño

Al poco tiempo de estar compartiendo apartamento con mis compañeros de estudio, una noche cuando iba del Hospital Departamental Universitario Evaristo García de la Universidad del Valle (UV) a mi morada, por donde caminaba venía una señora mayor. Al bajar del andén de la calzada se resbaló y cayó aparatosamente; corrí rápidamente a socorrerla y […]

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Al poco tiempo de estar compartiendo apartamento con mis compañeros de estudio, una noche cuando iba del Hospital Departamental Universitario Evaristo García de la Universidad del Valle (UV) a mi morada, por donde caminaba venía una señora mayor. Al bajar del andén de la calzada se resbaló y cayó aparatosamente; corrí rápidamente a socorrerla y la reincorporo.

Le pregunté ¿por qué andaba sola en horas de la noche?, “porque no tengo quien me acompañe, me respondió, con rictus más de aflicción que de dolor físico. Después de cerciorarme que no se había fracturado, sujetándola por su brazo la llevé hasta su casa que quedaba cerca, la introduje a su residencia, me ofreció cena y solo le acepté jugo.

Al entregarle el vaso, me pregunta “¿Joven de dónde es usted?”, ­de la costa, respondí. “¡Ah! qué bueno mi esposo vive allá, en Buenaventura”.  Mi costa es la Atlántica, repliqué; “y usted de tan lejos, ¿qué hace en Cali?”, ­estudio medicina en el hospital universitario, “me alegra mucho su benevolencia que muestra su vocación por la profesión médica”.

Doña Esther, con suma tristeza me relató que su esposo vivía en Buenaventura y tenía otro hogar. Propietario de una fábrica constructora de barcos de pequeño y mediano tamaño, lo que le permitía mantenerla, tanto a ella, como a los dos hijos que tuvieron, el mayor vivía en New York y no sabía a qué se dedicaba, el menor era un vago sibarita que vivía con ella y muy poco la cuidaba.

Ya más serena, me dice: “José, su atención generosa me ha brindado confianza, será que usted me hace el favor de recomendarme un médico especialista, me han comentado que en el hospital universitario los hay muy buenos”. Con mucho gusto, personalmente la llevaré al consultorio del doctor Jorge Araujo Grau (renombrado médico cartagenero), jefe del departamento de Medicina Interna de la UV. Este eminente médico era mi profesor, le hablé de doña Esther y me dijo que se la llevara; después de la primera consulta siguió siendo su médico de control de las enfermedades crónicas que padecía, como diabetes tipo 2, hipertensión arterial, artrosis y sobrepeso corporal.

Mis compañeros de apartamento, en broma y en serio me decían “José, tú si eres de buenas, se te apareció la virgen con la beca de la OMS”, porque en la UV había estudiantes del África (Guinea española) becados por la OMS, que además les proveía 1.200 pesos colombianos mensualmente. La verdad es que doña Esther por agradecimiento me regalaba –pensaba yo- demasiado dinero, pues me compraba textos de medicina, vestimenta, zapatos, además de dinero en efectivo para que me divirtiera; así me decía ella. Mis amigos gustosamente me colaboraban en la atención que le prestaba, el día que yo no podía, cualquiera de ellos pasaba a su casa a medirle la presión arterial y el nivel de azúcar.

Gracias a la ayuda económica de doña Esther pude llevar a mi padre a Cali a revisión médica por afección prostática que no requirió la intervención quirúrgica (fue decisión de la junta de los urólogos del hospital Evaristo García) que le había propuesto un urólogo en Valledupar. También llevé a mi madre, a ella sí la operaron de un prolapso genital mis profesores de ginecología y obstetricia.

Una noche, un vecino de doña Esther me llamó por teléfono para decirme que fuera urgente a verla, porque se había desmayado cuando varios hombres entraron a su residencia propinándole golpes a su hijo. Con mis amigos alcanzamos a llevarla al hospital universitario, pero lamentablemente, esa misma noche falleció.

Nota: invito a leer en la web de EL PILÓN, mis columnas: ‘Gracias a Toño Murgas’ y ‘Memorias más gratas que aciagas’.

Columnista
11 junio, 2020

Recuerdo indeleble, de ensueño

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
José Romero Churio

Al poco tiempo de estar compartiendo apartamento con mis compañeros de estudio, una noche cuando iba del Hospital Departamental Universitario Evaristo García de la Universidad del Valle (UV) a mi morada, por donde caminaba venía una señora mayor. Al bajar del andén de la calzada se resbaló y cayó aparatosamente; corrí rápidamente a socorrerla y […]


Al poco tiempo de estar compartiendo apartamento con mis compañeros de estudio, una noche cuando iba del Hospital Departamental Universitario Evaristo García de la Universidad del Valle (UV) a mi morada, por donde caminaba venía una señora mayor. Al bajar del andén de la calzada se resbaló y cayó aparatosamente; corrí rápidamente a socorrerla y la reincorporo.

Le pregunté ¿por qué andaba sola en horas de la noche?, “porque no tengo quien me acompañe, me respondió, con rictus más de aflicción que de dolor físico. Después de cerciorarme que no se había fracturado, sujetándola por su brazo la llevé hasta su casa que quedaba cerca, la introduje a su residencia, me ofreció cena y solo le acepté jugo.

Al entregarle el vaso, me pregunta “¿Joven de dónde es usted?”, ­de la costa, respondí. “¡Ah! qué bueno mi esposo vive allá, en Buenaventura”.  Mi costa es la Atlántica, repliqué; “y usted de tan lejos, ¿qué hace en Cali?”, ­estudio medicina en el hospital universitario, “me alegra mucho su benevolencia que muestra su vocación por la profesión médica”.

Doña Esther, con suma tristeza me relató que su esposo vivía en Buenaventura y tenía otro hogar. Propietario de una fábrica constructora de barcos de pequeño y mediano tamaño, lo que le permitía mantenerla, tanto a ella, como a los dos hijos que tuvieron, el mayor vivía en New York y no sabía a qué se dedicaba, el menor era un vago sibarita que vivía con ella y muy poco la cuidaba.

Ya más serena, me dice: “José, su atención generosa me ha brindado confianza, será que usted me hace el favor de recomendarme un médico especialista, me han comentado que en el hospital universitario los hay muy buenos”. Con mucho gusto, personalmente la llevaré al consultorio del doctor Jorge Araujo Grau (renombrado médico cartagenero), jefe del departamento de Medicina Interna de la UV. Este eminente médico era mi profesor, le hablé de doña Esther y me dijo que se la llevara; después de la primera consulta siguió siendo su médico de control de las enfermedades crónicas que padecía, como diabetes tipo 2, hipertensión arterial, artrosis y sobrepeso corporal.

Mis compañeros de apartamento, en broma y en serio me decían “José, tú si eres de buenas, se te apareció la virgen con la beca de la OMS”, porque en la UV había estudiantes del África (Guinea española) becados por la OMS, que además les proveía 1.200 pesos colombianos mensualmente. La verdad es que doña Esther por agradecimiento me regalaba –pensaba yo- demasiado dinero, pues me compraba textos de medicina, vestimenta, zapatos, además de dinero en efectivo para que me divirtiera; así me decía ella. Mis amigos gustosamente me colaboraban en la atención que le prestaba, el día que yo no podía, cualquiera de ellos pasaba a su casa a medirle la presión arterial y el nivel de azúcar.

Gracias a la ayuda económica de doña Esther pude llevar a mi padre a Cali a revisión médica por afección prostática que no requirió la intervención quirúrgica (fue decisión de la junta de los urólogos del hospital Evaristo García) que le había propuesto un urólogo en Valledupar. También llevé a mi madre, a ella sí la operaron de un prolapso genital mis profesores de ginecología y obstetricia.

Una noche, un vecino de doña Esther me llamó por teléfono para decirme que fuera urgente a verla, porque se había desmayado cuando varios hombres entraron a su residencia propinándole golpes a su hijo. Con mis amigos alcanzamos a llevarla al hospital universitario, pero lamentablemente, esa misma noche falleció.

Nota: invito a leer en la web de EL PILÓN, mis columnas: ‘Gracias a Toño Murgas’ y ‘Memorias más gratas que aciagas’.