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Columnista - 12 julio, 2016

¿Quién le teme a la Paz?

A pesar de la campaña de desinformación de los últimos meses, poco a poco la gente comienza a entender que una cosa es el gobierno de Santos y otra la paz. Que podemos ser críticos acérrimos de su gestión gubernamental y al mismo tiempo respaldar los diálogos de La Habana, sin entrar en contradicción alguna. […]

A pesar de la campaña de desinformación de los últimos meses, poco a poco la gente comienza a entender que una cosa es el gobierno de Santos y otra la paz. Que podemos ser críticos acérrimos de su gestión gubernamental y al mismo tiempo respaldar los diálogos de La Habana, sin entrar en contradicción alguna.

Sin duda el acuerdo de cese bilateral y definitivo del fuego, el fin de la guerra política, es el hecho más trascendental de la historia contemporánea de Colombia, solo comparable al plebiscito de 1957 que selló el final de la violencia liberal-conservadora.

El impacto nacional e internacional de lo alcanzado hasta el momento ha generado una enorme confusión entre los más radicales opositores al proceso. Ni el procurador general, ni el senador Álvaro Uribe, ni sus seguidores y áulicos, ni RCN atinan en definir una estrategia que los mantenga a flote. Las divisiones internas comienzan a aparecer.

Las últimas opiniones de los alfiles uribistas y sus obsecuentes columnistas pidiéndole al caudillo subirse al “bus de la paz”, recapacitar y aceptar la representación política de la guerrilla en el Congreso, develan el carácter politiquero y oportunista de su oposición.

Pretender reducir el alcance de la paz a los beneficios políticos para los guerrilleros es de una simpleza aterradora. Sepan que lo que viene ahora es la más amplia discusión democrática sobre las reformas para consolidar la paz porque la guerra no termina para que todo siga igual. No obstante, hay que celebrar estas señales de cambio en el uribismo que pueden contribuir a la masiva refrendación de los acuerdos.

Los ciudadanos empezamos a entender que una cosa es el fin de la guerra y otra la construcción de una sociedad menos desigual, más próspera, democrática e incluyente que elimine las causas objetivas que dieron origen al alzamiento y garantice que nadie tenga que recurrir a la violencia para reclamar su derecho a una vida digna.

Hay sectores que solo conciben la sociedad como un club privado: adentro unos pocos privilegiados disfrutando de educación y salud de calidad, buenas viviendas, empleos bien remunerados y seguridad en sus barrios, y afuera millones de desplazados sin oportunidades, con hambre y sed, excluidos del bienestar y del ejercicio de sus derechos ciudadanos.

Son estas minorías las que se asustan con la paz y la democracia porque creen que van a perder lo poco que tienen. Hay que decirles que se tranquilicen, que no se dejen engañar, que ellas también se beneficiarán de la prosperidad general y de vivir en paz en un país donde no importen apellidos, origen social, raza, género o preferencias sexuales para vivir bien.

Que tiemblen los corruptos y los bandidos pero no la gente decente, honesta y trabajadora que, por fortuna, es la mayoría de la nación. El cese del conflicto armado trasciende las diferencias políticas e ideológicas y debe suscitar el más amplio respaldo nacional.

Columnista
12 julio, 2016

¿Quién le teme a la Paz?

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Rodolfo Quintero Romero

A pesar de la campaña de desinformación de los últimos meses, poco a poco la gente comienza a entender que una cosa es el gobierno de Santos y otra la paz. Que podemos ser críticos acérrimos de su gestión gubernamental y al mismo tiempo respaldar los diálogos de La Habana, sin entrar en contradicción alguna. […]


A pesar de la campaña de desinformación de los últimos meses, poco a poco la gente comienza a entender que una cosa es el gobierno de Santos y otra la paz. Que podemos ser críticos acérrimos de su gestión gubernamental y al mismo tiempo respaldar los diálogos de La Habana, sin entrar en contradicción alguna.

Sin duda el acuerdo de cese bilateral y definitivo del fuego, el fin de la guerra política, es el hecho más trascendental de la historia contemporánea de Colombia, solo comparable al plebiscito de 1957 que selló el final de la violencia liberal-conservadora.

El impacto nacional e internacional de lo alcanzado hasta el momento ha generado una enorme confusión entre los más radicales opositores al proceso. Ni el procurador general, ni el senador Álvaro Uribe, ni sus seguidores y áulicos, ni RCN atinan en definir una estrategia que los mantenga a flote. Las divisiones internas comienzan a aparecer.

Las últimas opiniones de los alfiles uribistas y sus obsecuentes columnistas pidiéndole al caudillo subirse al “bus de la paz”, recapacitar y aceptar la representación política de la guerrilla en el Congreso, develan el carácter politiquero y oportunista de su oposición.

Pretender reducir el alcance de la paz a los beneficios políticos para los guerrilleros es de una simpleza aterradora. Sepan que lo que viene ahora es la más amplia discusión democrática sobre las reformas para consolidar la paz porque la guerra no termina para que todo siga igual. No obstante, hay que celebrar estas señales de cambio en el uribismo que pueden contribuir a la masiva refrendación de los acuerdos.

Los ciudadanos empezamos a entender que una cosa es el fin de la guerra y otra la construcción de una sociedad menos desigual, más próspera, democrática e incluyente que elimine las causas objetivas que dieron origen al alzamiento y garantice que nadie tenga que recurrir a la violencia para reclamar su derecho a una vida digna.

Hay sectores que solo conciben la sociedad como un club privado: adentro unos pocos privilegiados disfrutando de educación y salud de calidad, buenas viviendas, empleos bien remunerados y seguridad en sus barrios, y afuera millones de desplazados sin oportunidades, con hambre y sed, excluidos del bienestar y del ejercicio de sus derechos ciudadanos.

Son estas minorías las que se asustan con la paz y la democracia porque creen que van a perder lo poco que tienen. Hay que decirles que se tranquilicen, que no se dejen engañar, que ellas también se beneficiarán de la prosperidad general y de vivir en paz en un país donde no importen apellidos, origen social, raza, género o preferencias sexuales para vivir bien.

Que tiemblen los corruptos y los bandidos pero no la gente decente, honesta y trabajadora que, por fortuna, es la mayoría de la nación. El cese del conflicto armado trasciende las diferencias políticas e ideológicas y debe suscitar el más amplio respaldo nacional.