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Columnista - 22 marzo, 2016

El primer Domingo de Ramos

Habían sido días duros. El Maestro recorrió varias ciudades, habló de muchas cosas, discutió con no pocos, se ganó el respeto de muchos y el desprecio de otros tantos. El ambiente era tenso. En el grupo de los doce los silencios incómodos se sucedían con frecuencia. Todos sabían lo que había de ocurrir, Jesús se […]

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Habían sido días duros. El Maestro recorrió varias ciudades, habló de muchas cosas, discutió con no pocos, se ganó el respeto de muchos y el desprecio de otros tantos. El ambiente era tenso.

En el grupo de los doce los silencios incómodos se sucedían con frecuencia. Todos sabían lo que había de ocurrir, Jesús se los había dicho abiertamente, pero nadie estaba dispuesto a aceptarlo y esperaban hasta el último momento que no se realizaran tan nefastas predicciones. Ver al Salvador del mundo colgado de una cruz no era ciertamente el deseo de ninguno de los apóstoles. Ni siquiera el de Judas.

Aquella mañana Jesús sorpendió a los suyos con una noticia que les dejó sin aliento: ¡Vamos a Jerusalén! Era el inicio de la fiesta más importante para el pueblo, muchos judíos se dirigían en peregrinación a la ciudad en aquellas fechas, las calles de la capital religiosa y política de Israel estarían repletas. Los sicarios (personas pertenecientes a un grupo rebelde que usaba la violencia en contra de la autoridad romana, y que fueron conocidos por ese nombre gracias a la sica, un puñal curvo que escondían debajo del manto y con el que herían a sus enemigos en medio de los tumultos) estarían buscando la mejor manera de alterar el orden con sus acciones; por su parte, pelotones de soldados romanos vigilarían que ninguna revuelta se gestara; los fariseos y escribas se pasearían por las calles ostentando una autoridad moral que en realidad no tenían. Jesús no era mirado ya sólo con sospecha, sino que había sido identificado como una amezana de la cual era preciso deshacerse. ¡Vamos a Jerusalén! ¡Genial idea!

El grupo emprendió la marcha, pero durante el camino nadie se atrevió a hablar. Sólo el sonido de los pasos y, en ocasiones, el canto de las aves interumpían el silencio. Era extraño. Los ojos de los discípulos estaban siempre abiertos y fijos en algún lado, pero sus mentes estaban en blanco, como cuando simplemente no piensas en nada. ¿Qué pensaría Jesús? ¿Acaso oraba? ¿Acaso se libraba en su interior la cruel batalla entre la humana voluntad y la voluntad divina? Él, mejor que nadie sabía lo que iba a pasar, su deseo era salvar al mundo, pero por su mente jamás había pasado el deseo de morir en una cruz. Pudo dar media vuelta y decir a los suyos que irían a otro sitio, pudo huír de la vida y de su realidad, pero incluso en eso quiso darnos ejemplo y siguió caminando al mismo paso.

Estando a cierta distancia, divisaron la ciudad, imponente, con sus edificios erguidos mirando al cielo. Se trataba nada más que del lugar escogido por Dios para morar en medio su pueblo. Jesús no pudo evitar las lágrimas y su humano corazón se oprimió hasta el punto de doler, pero nadie lo notó. “¡Ay, Jerusalén! En ti pronto voy a morir”. La idea de la muerte no resultaba atractiva ni siquiera para el Dios hecho hombre.

Al entrar a la ciudad un grupo de niños vitoreaba inocentemente al “Hijo de David”, pero todos sabemos lo que ocurriría unos pocos días después…

Columnista
22 marzo, 2016

El primer Domingo de Ramos

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Marlon Javier Domínguez

Habían sido días duros. El Maestro recorrió varias ciudades, habló de muchas cosas, discutió con no pocos, se ganó el respeto de muchos y el desprecio de otros tantos. El ambiente era tenso. En el grupo de los doce los silencios incómodos se sucedían con frecuencia. Todos sabían lo que había de ocurrir, Jesús se […]


Habían sido días duros. El Maestro recorrió varias ciudades, habló de muchas cosas, discutió con no pocos, se ganó el respeto de muchos y el desprecio de otros tantos. El ambiente era tenso.

En el grupo de los doce los silencios incómodos se sucedían con frecuencia. Todos sabían lo que había de ocurrir, Jesús se los había dicho abiertamente, pero nadie estaba dispuesto a aceptarlo y esperaban hasta el último momento que no se realizaran tan nefastas predicciones. Ver al Salvador del mundo colgado de una cruz no era ciertamente el deseo de ninguno de los apóstoles. Ni siquiera el de Judas.

Aquella mañana Jesús sorpendió a los suyos con una noticia que les dejó sin aliento: ¡Vamos a Jerusalén! Era el inicio de la fiesta más importante para el pueblo, muchos judíos se dirigían en peregrinación a la ciudad en aquellas fechas, las calles de la capital religiosa y política de Israel estarían repletas. Los sicarios (personas pertenecientes a un grupo rebelde que usaba la violencia en contra de la autoridad romana, y que fueron conocidos por ese nombre gracias a la sica, un puñal curvo que escondían debajo del manto y con el que herían a sus enemigos en medio de los tumultos) estarían buscando la mejor manera de alterar el orden con sus acciones; por su parte, pelotones de soldados romanos vigilarían que ninguna revuelta se gestara; los fariseos y escribas se pasearían por las calles ostentando una autoridad moral que en realidad no tenían. Jesús no era mirado ya sólo con sospecha, sino que había sido identificado como una amezana de la cual era preciso deshacerse. ¡Vamos a Jerusalén! ¡Genial idea!

El grupo emprendió la marcha, pero durante el camino nadie se atrevió a hablar. Sólo el sonido de los pasos y, en ocasiones, el canto de las aves interumpían el silencio. Era extraño. Los ojos de los discípulos estaban siempre abiertos y fijos en algún lado, pero sus mentes estaban en blanco, como cuando simplemente no piensas en nada. ¿Qué pensaría Jesús? ¿Acaso oraba? ¿Acaso se libraba en su interior la cruel batalla entre la humana voluntad y la voluntad divina? Él, mejor que nadie sabía lo que iba a pasar, su deseo era salvar al mundo, pero por su mente jamás había pasado el deseo de morir en una cruz. Pudo dar media vuelta y decir a los suyos que irían a otro sitio, pudo huír de la vida y de su realidad, pero incluso en eso quiso darnos ejemplo y siguió caminando al mismo paso.

Estando a cierta distancia, divisaron la ciudad, imponente, con sus edificios erguidos mirando al cielo. Se trataba nada más que del lugar escogido por Dios para morar en medio su pueblo. Jesús no pudo evitar las lágrimas y su humano corazón se oprimió hasta el punto de doler, pero nadie lo notó. “¡Ay, Jerusalén! En ti pronto voy a morir”. La idea de la muerte no resultaba atractiva ni siquiera para el Dios hecho hombre.

Al entrar a la ciudad un grupo de niños vitoreaba inocentemente al “Hijo de David”, pero todos sabemos lo que ocurriría unos pocos días después…