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Columnista - 26 octubre, 2014

Piedras negras en noches de luna llena

Ahora que está cerrada la gallera de mi papá, está como muerta. Hay demasiado silencio y un vacío de cosas ejerciendo su presencia con descaro, hay un recuerdo de vallenatos de bonanza poblando con su nostalgia hasta los rincones de los guacales desocupados que añoran la estridencia de los cantos de los gallos en sus […]

Boton Wpp

Ahora que está cerrada la gallera de mi papá, está como muerta. Hay demasiado silencio y un vacío de cosas ejerciendo su presencia con descaro, hay un recuerdo de vallenatos de bonanza poblando con su nostalgia hasta los rincones de los guacales desocupados que añoran la estridencia de los cantos de los gallos en sus entrañas. La lluvia cae y sigue su rumbo, renovando temporalmente los colores que el polvo acumulado sobre las cosas ha ido borrando.
Como nunca hay nadie, los asientos del ruedo y el espacio del comedor tienen un aspecto de tiempo congelado, de taberna en ruinas, de pueblo fantasma. La brisa es un murmullo de música silente cuando pasa. La maleza y las hojas caídas de los árboles, viven con naturalidad su independencia; amontonados o dispuestos uno al lado del otro, parecen indiferentes ante el abandono de gente que rige el lugar, como si la ausencia hubiera implantado su lógica volátil de ciudad perdida, de templo prehispánico.
Los mangos que no se comen los pájaros caen como bombas sobre el techo y ruedan hasta el piso para podrirse en la tranquilidad de la desidia. Algunos se atascan, uno tras otro, en uno de los canales de la lámina de zinc, hasta que la llegada del cuerpo de otro igual los hace tan pesados que los empuja hacia el abismo, deshaciendo el trombo tropical por pura física: tiempo más gravedad. Son mangos que cambian a negro su vestido amarillo y rojo, para cerrarse de luto. Piedras negras en noches de luna llena, porque el ruedo central tiene guayabo de sangre y billetes, de la euforia que alimentaba el acto de amor de su existencia en tiempos que se fueron para nunca regresar; añoranza de azar, de güisqui, de muerte.
Tal vez por eso y porque ha estado muy enfermo, muy esporádicamente mi papá va a visitarla. Salvo por efímeros encuentros permanece al resguardo de un señor alojado a cambio, señor que pasó a ser inquilino luego de ser el gallero oficial de los escasos gladiadores que quedaban de la cuerda que siempre mantuvo mi papá, a pesar de las eternas riñas con mi mamá que esto le generaba; irónicamente dándole más gracia al asunto que el asunto mismo: irse de fin de semana, a apostar y a beber.
Últimamente incluso hasta ha estado en venta, sin llegar a concretarse finalmente nada. También por eso las visitas de mi papá a la gallera son rápidas, cuando salimos a dar una vuelta, nos dirigimos como por inercia hacia el San Luis y con algo de esfuerzo subimos la pequeña pendiente que la precede. Atravesamos el portón que antes servía de acceso al público y deambulamos en su interior, conversando con su cuidandero y atascándose a cada rato las llantas de la silla de ruedas de mi papá, que van dejando su trilla entre el barro, la maleza, los mangos podridos y las hojas secas.

Columnista
26 octubre, 2014

Piedras negras en noches de luna llena

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
El Pilón

Ahora que está cerrada la gallera de mi papá, está como muerta. Hay demasiado silencio y un vacío de cosas ejerciendo su presencia con descaro, hay un recuerdo de vallenatos de bonanza poblando con su nostalgia hasta los rincones de los guacales desocupados que añoran la estridencia de los cantos de los gallos en sus […]


Ahora que está cerrada la gallera de mi papá, está como muerta. Hay demasiado silencio y un vacío de cosas ejerciendo su presencia con descaro, hay un recuerdo de vallenatos de bonanza poblando con su nostalgia hasta los rincones de los guacales desocupados que añoran la estridencia de los cantos de los gallos en sus entrañas. La lluvia cae y sigue su rumbo, renovando temporalmente los colores que el polvo acumulado sobre las cosas ha ido borrando.
Como nunca hay nadie, los asientos del ruedo y el espacio del comedor tienen un aspecto de tiempo congelado, de taberna en ruinas, de pueblo fantasma. La brisa es un murmullo de música silente cuando pasa. La maleza y las hojas caídas de los árboles, viven con naturalidad su independencia; amontonados o dispuestos uno al lado del otro, parecen indiferentes ante el abandono de gente que rige el lugar, como si la ausencia hubiera implantado su lógica volátil de ciudad perdida, de templo prehispánico.
Los mangos que no se comen los pájaros caen como bombas sobre el techo y ruedan hasta el piso para podrirse en la tranquilidad de la desidia. Algunos se atascan, uno tras otro, en uno de los canales de la lámina de zinc, hasta que la llegada del cuerpo de otro igual los hace tan pesados que los empuja hacia el abismo, deshaciendo el trombo tropical por pura física: tiempo más gravedad. Son mangos que cambian a negro su vestido amarillo y rojo, para cerrarse de luto. Piedras negras en noches de luna llena, porque el ruedo central tiene guayabo de sangre y billetes, de la euforia que alimentaba el acto de amor de su existencia en tiempos que se fueron para nunca regresar; añoranza de azar, de güisqui, de muerte.
Tal vez por eso y porque ha estado muy enfermo, muy esporádicamente mi papá va a visitarla. Salvo por efímeros encuentros permanece al resguardo de un señor alojado a cambio, señor que pasó a ser inquilino luego de ser el gallero oficial de los escasos gladiadores que quedaban de la cuerda que siempre mantuvo mi papá, a pesar de las eternas riñas con mi mamá que esto le generaba; irónicamente dándole más gracia al asunto que el asunto mismo: irse de fin de semana, a apostar y a beber.
Últimamente incluso hasta ha estado en venta, sin llegar a concretarse finalmente nada. También por eso las visitas de mi papá a la gallera son rápidas, cuando salimos a dar una vuelta, nos dirigimos como por inercia hacia el San Luis y con algo de esfuerzo subimos la pequeña pendiente que la precede. Atravesamos el portón que antes servía de acceso al público y deambulamos en su interior, conversando con su cuidandero y atascándose a cada rato las llantas de la silla de ruedas de mi papá, que van dejando su trilla entre el barro, la maleza, los mangos podridos y las hojas secas.