En estos tiempos abunda la crítica de todos lados, somos sabedores de lo que no sabemos y quizás hasta de lo que ni conocemos. Nos basta un raudo visaje sobre el tema que se nos consulta en Google o en cualquier otro buscador y, el haber leído rápidamente un breve resumen o unas cortas líneas, […]
En estos tiempos abunda la crítica de todos lados, somos sabedores de lo que no sabemos y quizás hasta de lo que ni conocemos. Nos basta un raudo visaje sobre el tema que se nos consulta en Google o en cualquier otro buscador y, el haber leído rápidamente un breve resumen o unas cortas líneas, nos hacen los eruditos más actualizados del momento.
Ni siquiera somos prudentes en nuestras demostraciones de saber sin saber y mucho menos discretos al momento de sacar pecho cuando aseveramos algo que no nos consta con la seguridad que nos brinda nuestro rápido pasaje en internet. Pero ese es nuestro actual actuar. Reenviar información sin que nos conste su veracidad, acogerla como la verdad absoluta, discutir y pelear por ella sin fundamento alguno, en fin, si bien es cierto que la tecnología nos brinda un soporte de enseñanza, algunas veces no filtramos lo que puede ser cierto o no. Estamos expuestos de manera constante a las noticias falsas e irresponsablemente somos mensajeros de las mismas.
Pero no solamente nos exponemos a este tipo de situaciones, también desde hace algunos años estamos a merced de los algoritmos, los que utilizan para manipularnos y dirigir nuestro comportamiento, sin que ni siquiera nos demos cuenta o estemos conscientes de lo que está sucediendo.
Nuestras decisiones quedan delegadas en manos de los algoritmos así como otros muchos aspectos primordiales de nuestras vidas también hoy están mediados y controlados por las redes sociales: desde nuestro deseo de elegir cualquier contenido informativo que consumimos hasta el vínculo con familiares y amigos.
Quizás no nos estamos dando cuenta que el objetivo principal de las empresas que desarrollan y diseñan las redes sociales y las plataformas que nos entretienen es que pasemos el mayor tiempo posible utilizando sus servicios, aun cuando este desproporcionado señalamiento vaya en contra de nuestro bienestar y en especial de nuestra salud a largo plazo. Los intereses de las plataformas se alinean con los placeres que nos proporcionan brindándonos una recompensa inmediata y generando a la vez un conflicto entre lo que deseamos hacer y lo que racionalmente sabemos que es mejor para nosotros.
En alguna oportunidad leí que no es casual que varias de las grandes empresas que nos ofrecen contenido y entretenimiento estén vinculadas a pecados capitales, por ejemplo, Netflix se dice que explota la pereza, Twitter, hoy X, explota nuestra ira, Instagram explota la vanidad, LinkedIn explota la codicia, Amazon explota la gula, Pinterest explota la envidia y PornHub la lujuria. Tenemos el placer inmediato. Pero ese placer que experimentamos tiene un precio, nos sentimos mal porque no nos conectamos con aquellas personas que queremos, nos comparamos con modelos inalcanzables, exacerbamos el consumismo, no dormimos lo que deberíamos o no hallamos momentos cruciales para ejercitarnos o para leer.
Todas estas plataformas logran lo que se han propuesto, disponer de nuestro tiempo a su antojo porque así lo revela nuestra conducta previsible, sin máscaras, mostrando nuestros secretos mejor guardados. Con una simple encuesta al final de cada película nos exponemos a nuestras preferencias y es así que cuando nuevamente abrimos una de estas plataformas de películas, ésta simplemente nos muestra lo que nos encanta y así caemos continuamente en la profundidad del algoritmo dispuesto para satisfacer nuestros gustos. Al final, como se dice, las máquinas logran conocernos mejor de lo que nos conocemos a nosotros mismos.
Estamos desnudándonos y perdiendo el control que creemos tener sobre nosotros y nuestras mayores vulnerabilidades se exponen a merced de la manipulación de los algoritmos. Ya no vemos lo que queremos ver, ya no olemos lo que deseamos oler, ya no oímos lo que nuestros oídos quisieran, ya no comemos lo que solíamos comer, en fin, no sentimos lo que deberíamos sentir y es así, ante la ausencia de nuestros sentidos, que nos encontramos ante la presencia de otro sentido, uno nuevo que no habíamos detectado: el sentido de la extinción y tal como se nos advierte, nos vincula con algo que va más allá de cada uno de nosotros, con el valor como especie. Al menos, entonces pongamos en práctica ese otro sentido conceptual, el común, ese que nos da un juicio general sobre las cosas desconocidas y sobre el que se construye también la inteligencia y no perdamos el control sobre nosotros mismos.
Jairo Mejía
En estos tiempos abunda la crítica de todos lados, somos sabedores de lo que no sabemos y quizás hasta de lo que ni conocemos. Nos basta un raudo visaje sobre el tema que se nos consulta en Google o en cualquier otro buscador y, el haber leído rápidamente un breve resumen o unas cortas líneas, […]
En estos tiempos abunda la crítica de todos lados, somos sabedores de lo que no sabemos y quizás hasta de lo que ni conocemos. Nos basta un raudo visaje sobre el tema que se nos consulta en Google o en cualquier otro buscador y, el haber leído rápidamente un breve resumen o unas cortas líneas, nos hacen los eruditos más actualizados del momento.
Ni siquiera somos prudentes en nuestras demostraciones de saber sin saber y mucho menos discretos al momento de sacar pecho cuando aseveramos algo que no nos consta con la seguridad que nos brinda nuestro rápido pasaje en internet. Pero ese es nuestro actual actuar. Reenviar información sin que nos conste su veracidad, acogerla como la verdad absoluta, discutir y pelear por ella sin fundamento alguno, en fin, si bien es cierto que la tecnología nos brinda un soporte de enseñanza, algunas veces no filtramos lo que puede ser cierto o no. Estamos expuestos de manera constante a las noticias falsas e irresponsablemente somos mensajeros de las mismas.
Pero no solamente nos exponemos a este tipo de situaciones, también desde hace algunos años estamos a merced de los algoritmos, los que utilizan para manipularnos y dirigir nuestro comportamiento, sin que ni siquiera nos demos cuenta o estemos conscientes de lo que está sucediendo.
Nuestras decisiones quedan delegadas en manos de los algoritmos así como otros muchos aspectos primordiales de nuestras vidas también hoy están mediados y controlados por las redes sociales: desde nuestro deseo de elegir cualquier contenido informativo que consumimos hasta el vínculo con familiares y amigos.
Quizás no nos estamos dando cuenta que el objetivo principal de las empresas que desarrollan y diseñan las redes sociales y las plataformas que nos entretienen es que pasemos el mayor tiempo posible utilizando sus servicios, aun cuando este desproporcionado señalamiento vaya en contra de nuestro bienestar y en especial de nuestra salud a largo plazo. Los intereses de las plataformas se alinean con los placeres que nos proporcionan brindándonos una recompensa inmediata y generando a la vez un conflicto entre lo que deseamos hacer y lo que racionalmente sabemos que es mejor para nosotros.
En alguna oportunidad leí que no es casual que varias de las grandes empresas que nos ofrecen contenido y entretenimiento estén vinculadas a pecados capitales, por ejemplo, Netflix se dice que explota la pereza, Twitter, hoy X, explota nuestra ira, Instagram explota la vanidad, LinkedIn explota la codicia, Amazon explota la gula, Pinterest explota la envidia y PornHub la lujuria. Tenemos el placer inmediato. Pero ese placer que experimentamos tiene un precio, nos sentimos mal porque no nos conectamos con aquellas personas que queremos, nos comparamos con modelos inalcanzables, exacerbamos el consumismo, no dormimos lo que deberíamos o no hallamos momentos cruciales para ejercitarnos o para leer.
Todas estas plataformas logran lo que se han propuesto, disponer de nuestro tiempo a su antojo porque así lo revela nuestra conducta previsible, sin máscaras, mostrando nuestros secretos mejor guardados. Con una simple encuesta al final de cada película nos exponemos a nuestras preferencias y es así que cuando nuevamente abrimos una de estas plataformas de películas, ésta simplemente nos muestra lo que nos encanta y así caemos continuamente en la profundidad del algoritmo dispuesto para satisfacer nuestros gustos. Al final, como se dice, las máquinas logran conocernos mejor de lo que nos conocemos a nosotros mismos.
Estamos desnudándonos y perdiendo el control que creemos tener sobre nosotros y nuestras mayores vulnerabilidades se exponen a merced de la manipulación de los algoritmos. Ya no vemos lo que queremos ver, ya no olemos lo que deseamos oler, ya no oímos lo que nuestros oídos quisieran, ya no comemos lo que solíamos comer, en fin, no sentimos lo que deberíamos sentir y es así, ante la ausencia de nuestros sentidos, que nos encontramos ante la presencia de otro sentido, uno nuevo que no habíamos detectado: el sentido de la extinción y tal como se nos advierte, nos vincula con algo que va más allá de cada uno de nosotros, con el valor como especie. Al menos, entonces pongamos en práctica ese otro sentido conceptual, el común, ese que nos da un juicio general sobre las cosas desconocidas y sobre el que se construye también la inteligencia y no perdamos el control sobre nosotros mismos.
Jairo Mejía