MISCELÁNEA Por Luis Augusto González Pimienta No sé si recapitular sea un ejercicio contra la reducción de las neuronas o el principio del fin. Como quiera que sea, no puedo ni quiero dejar de recordar las cosas amables. Una de ellas, los patios de las casas solariegas. Para ordenar el recuento empiezo por decir, que […]
MISCELÁNEA
Por Luis Augusto González Pimienta
No sé si recapitular sea un ejercicio contra la reducción de las neuronas o el principio del fin. Como quiera que sea, no puedo ni quiero dejar de recordar las cosas amables. Una de ellas, los patios de las casas solariegas.
Para ordenar el recuento empiezo por decir, que los frentes de las viviendas de antaño eran adornados con portales y nunca tenían garajes, pues no había vehículos de tracción mecánica que guardar. Para la entrada de la servidumbre y de las caballerías se disponían portones en la parte trasera de las residencias. Según cuentan los mayores, ésa era una costumbre española heredada a su vez de los árabes.
Los caserones antiguos, algunos de los cuales se conservan en pie, tenían zaguán y jardín interior con las más hermosas flores. Después de la zona social y de las alcobas venían en su orden el patio y el traspatio. Tanto los jardines como los patios daban frescura al ambiente y defendían a los moradores de la inclemencia solar. Todo se hacía en beneficio del interior. Para afuera nada. Entendible si se tiene en cuenta que no existía el pavimento y que había que regar el frente de los inmuebles dos veces al día para atenuar la polvareda que se levantaba con la más ligera brisa.
En los patios de las casas se sembraban frutas, hortalizas, legumbres y árboles sombríos. Eran tiempos en que en cualquier parte se encontraban palos de mango, de níspero, limón, naranja, guayabo, ciruelo, tamarindo y guanábano; se cosechaba plátano, maíz, yuca, auyama y se plantaban higuitos, guácimos, matarratones, almendros y otras especies más. Entre vecinos existía la generosidad que se manifestaba en el intercambio de productos o en la remisión de los propios sin esperar contraprestación.
Un patio que se respetara debía tener un gallinero establecido. Así, carne y huevos no faltarían. No se pueden echar al olvido los juegos infantiles con los pollitos y la manera ingenua en que venían a nosotros cuando los llamábamos ofreciéndoles una mano de maíz.
Otro elemento esencial lo conformaban los pájaros, libres o cautivos. Confieso que para mí siempre fueron libres pues no había jaula que no abriera. Mi actitud me creó conflictos con mi madre, que se preciaba de poseer las mejores aves canoras del vecindario, las que misteriosamente desaparecían sin dejar rastro. Un día me cogió ‘in flagranti’ dejando escapar a un turpial. Mi exposición sobre la libertad impidió el castigo que ya se veía venir. Todavía hoy me choca ver pájaros en confinamiento y me duele dejarlos como carne de cañón de los zorros chuchos.
El urbanismo acabó con los patios. Las ciudades crecen verticalmente con bloques de apartamentos cada vez más altos. O se estrechan con conjuntos residenciales cerrados, con casas tan pegadas que dificultan la identificación de las respectivas entradas. En los apartamentos las matas no necesitan regarse: son sintéticas. En los conjuntos residenciales el espacio es limitado. Imposible pensar en sembrar un higuito o en montar un gallinero. Escuchar el canto mañanero de un gallo es utópico. Además, rompería la coexistencia pacífica entre vecinos que a duras penas alcanza para devolver el saludo, pues el vértigo de la vida actual los ha convertido en seres huraños que hacen ingratos los más gratos momentos.
MISCELÁNEA Por Luis Augusto González Pimienta No sé si recapitular sea un ejercicio contra la reducción de las neuronas o el principio del fin. Como quiera que sea, no puedo ni quiero dejar de recordar las cosas amables. Una de ellas, los patios de las casas solariegas. Para ordenar el recuento empiezo por decir, que […]
MISCELÁNEA
Por Luis Augusto González Pimienta
No sé si recapitular sea un ejercicio contra la reducción de las neuronas o el principio del fin. Como quiera que sea, no puedo ni quiero dejar de recordar las cosas amables. Una de ellas, los patios de las casas solariegas.
Para ordenar el recuento empiezo por decir, que los frentes de las viviendas de antaño eran adornados con portales y nunca tenían garajes, pues no había vehículos de tracción mecánica que guardar. Para la entrada de la servidumbre y de las caballerías se disponían portones en la parte trasera de las residencias. Según cuentan los mayores, ésa era una costumbre española heredada a su vez de los árabes.
Los caserones antiguos, algunos de los cuales se conservan en pie, tenían zaguán y jardín interior con las más hermosas flores. Después de la zona social y de las alcobas venían en su orden el patio y el traspatio. Tanto los jardines como los patios daban frescura al ambiente y defendían a los moradores de la inclemencia solar. Todo se hacía en beneficio del interior. Para afuera nada. Entendible si se tiene en cuenta que no existía el pavimento y que había que regar el frente de los inmuebles dos veces al día para atenuar la polvareda que se levantaba con la más ligera brisa.
En los patios de las casas se sembraban frutas, hortalizas, legumbres y árboles sombríos. Eran tiempos en que en cualquier parte se encontraban palos de mango, de níspero, limón, naranja, guayabo, ciruelo, tamarindo y guanábano; se cosechaba plátano, maíz, yuca, auyama y se plantaban higuitos, guácimos, matarratones, almendros y otras especies más. Entre vecinos existía la generosidad que se manifestaba en el intercambio de productos o en la remisión de los propios sin esperar contraprestación.
Un patio que se respetara debía tener un gallinero establecido. Así, carne y huevos no faltarían. No se pueden echar al olvido los juegos infantiles con los pollitos y la manera ingenua en que venían a nosotros cuando los llamábamos ofreciéndoles una mano de maíz.
Otro elemento esencial lo conformaban los pájaros, libres o cautivos. Confieso que para mí siempre fueron libres pues no había jaula que no abriera. Mi actitud me creó conflictos con mi madre, que se preciaba de poseer las mejores aves canoras del vecindario, las que misteriosamente desaparecían sin dejar rastro. Un día me cogió ‘in flagranti’ dejando escapar a un turpial. Mi exposición sobre la libertad impidió el castigo que ya se veía venir. Todavía hoy me choca ver pájaros en confinamiento y me duele dejarlos como carne de cañón de los zorros chuchos.
El urbanismo acabó con los patios. Las ciudades crecen verticalmente con bloques de apartamentos cada vez más altos. O se estrechan con conjuntos residenciales cerrados, con casas tan pegadas que dificultan la identificación de las respectivas entradas. En los apartamentos las matas no necesitan regarse: son sintéticas. En los conjuntos residenciales el espacio es limitado. Imposible pensar en sembrar un higuito o en montar un gallinero. Escuchar el canto mañanero de un gallo es utópico. Además, rompería la coexistencia pacífica entre vecinos que a duras penas alcanza para devolver el saludo, pues el vértigo de la vida actual los ha convertido en seres huraños que hacen ingratos los más gratos momentos.