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Columnista - 23 febrero, 2013

Para un hombre no existe nada imposible cuando una mujer lo espera sonreída

La estrella del norte Por: Leonardo José Maya En la majestuosa Sierra Nevada,  bien arriba de Aguas Blancas, hay paisajes que embelesan y se  embruja la mirada, la brisa sutil y fresca  hace extender los brazos como quien quiere  arroparlo todo, el olor de las montañas vuelve profundo el suspiro y el corazón se encoge […]

La estrella del norte

Por: Leonardo José Maya

En la majestuosa Sierra Nevada,  bien arriba de Aguas Blancas, hay paisajes que embelesan y se  embruja la mirada, la brisa sutil y fresca  hace extender los brazos como quien quiere  arroparlo todo, el olor de las montañas vuelve profundo el suspiro y el corazón se encoge en medio de ese esplendor.

El médico rural  tenía que  asistir a ese paraíso a atender  la población de una vereda; un viejo Toyota contratado por el servicio de salud lo recogía todos los sábados, generalmente se iba con el chofer, un hombre manso, atento y de corazón noble, de vez en cuando lo acompañaban amigos entusiasmados por la descripción del paisaje que les hacía.

En uno de esos viajes de un agosto lluvioso se conocieron con la profesora de una escuelita a cuatro horas de camino en mula sierra arriba: era linda, de cabellos negros y lacios, tenía los ojos muy grandes, los dientes perfectos y una sonrisa encantadora. El médico intentó  abordarla pero notó su desdén, sería porque  las estrellas del norte ya habían señalado  al hombre que lo acompañaba.  Hablaron poco y en realidad ambos experimentaron un vacío inusitado al despedirse, volvieron a verse dos meses después.

De regreso él cambió. Juró que  esa era la  mujer de su vida, que iba a luchar por ella y que no la iba a olvidar. Al médico le pareció prematura esa afirmación pero el hombre no dejó dudas, giró la cabeza con esa mirada decidida que no conoce fronteras ni olvidos.

-Vea doctor yo doy mi vida por ella – dijo.

Entonces lo entendió  todo. Estaba enamorado y era un amor de los mejores, de esos que llegan de golpe.

Meses después,  mientras se encontraba parrandeando  en el Primero de Mayo, una canción proverbial resonó a las tres de la tarde y todo el amor del mundo retumbó en su pecho: “si yo vuelvo a encontrar el caminito a donde se divisa la ensenada y tu mano tan blanca y tan dorada… así como yo nadie te quiere”, dijo el radio sin sentir absolutamente nada.

Cuentan que el tipo enloqueció de golpe,  se levantó de pronto y se marchó sin despedirse, alquiló un  Willys rumbo a la sierra. El cielo estaba cargado de nubes negras que presagiaban lo peor pero a él no le importó, tenía poco dinero en el bolsillo pero le importó menos y se fue.

Un aguacero diluvial los agarró a mitad de camino, el carro se deslizaba de lado a lado, gemía, resbalaba  y se esforzaba como queriendo llegar  pero se atascó varias veces en la vía hasta que ya no fue posible continuar y el hombre comenzó a caminar cuando las últimas luces de la tarde daban paso a las sombras de la noche.

Caminaba con frío pero resuelto, caminaba alimentado por la ilusión de verla, era su estrella, era su destino. El viento silbaba sin compasión y la lluvia enloquecida oscurecía más la noche pero ella era su luz en medio de la tiniebla, sus ojos lo guiaban entre las montañas lluviosas.

A la media noche ya estaba agotado pero algo le daba fuerzas para continuar, cayó varias veces en la tierra mojada pero no desfallecía, el barro en su rostro ya no lo dejaba respirar y presentía el final, con el último suspiro levantó la mirada a los cielos como implorando clemencia, divisó las estrellas del norte extinguiéndose  y entonces  un relámpago primigenio iluminó el firmamento y un trueno descomunal estremeció los cimientos de la tierra de tal modo que hasta los monstruos de la noche corrieron a esconderse.

Sus rodillas cedieron,  cayó de espaldas y un grito agónico se atascó en su pecho, así estuvo sin mover un dedo hasta que un nuevo rugir del cielo lo despertó para mostrarle una luz divina, brillante y buena como nunca había visto jamás.

Esa noche ella no había dormido y también la vio. Entonces lo supo.  Se levantó despacio, se arregló el cabello, se delineó  sus ojos grandes y se perfumó la frente. Quince minutos después alguien  llegó a su puerta.  
Un suspiro de alivio disipó su angustia, caminó resuelta y abrió de prisa. Era el, mojado de pies a cabeza, temblando de frío pero habló seguro.
-Vine a buscarte –  dijo.
Ella lo miró a los ojos y ya no tuvo dudas.
-Te estaba esperando – sonrió.
[email protected]

Columnista
23 febrero, 2013

Para un hombre no existe nada imposible cuando una mujer lo espera sonreída

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Leonardo Maya Amaya

La estrella del norte Por: Leonardo José Maya En la majestuosa Sierra Nevada,  bien arriba de Aguas Blancas, hay paisajes que embelesan y se  embruja la mirada, la brisa sutil y fresca  hace extender los brazos como quien quiere  arroparlo todo, el olor de las montañas vuelve profundo el suspiro y el corazón se encoge […]


La estrella del norte

Por: Leonardo José Maya

En la majestuosa Sierra Nevada,  bien arriba de Aguas Blancas, hay paisajes que embelesan y se  embruja la mirada, la brisa sutil y fresca  hace extender los brazos como quien quiere  arroparlo todo, el olor de las montañas vuelve profundo el suspiro y el corazón se encoge en medio de ese esplendor.

El médico rural  tenía que  asistir a ese paraíso a atender  la población de una vereda; un viejo Toyota contratado por el servicio de salud lo recogía todos los sábados, generalmente se iba con el chofer, un hombre manso, atento y de corazón noble, de vez en cuando lo acompañaban amigos entusiasmados por la descripción del paisaje que les hacía.

En uno de esos viajes de un agosto lluvioso se conocieron con la profesora de una escuelita a cuatro horas de camino en mula sierra arriba: era linda, de cabellos negros y lacios, tenía los ojos muy grandes, los dientes perfectos y una sonrisa encantadora. El médico intentó  abordarla pero notó su desdén, sería porque  las estrellas del norte ya habían señalado  al hombre que lo acompañaba.  Hablaron poco y en realidad ambos experimentaron un vacío inusitado al despedirse, volvieron a verse dos meses después.

De regreso él cambió. Juró que  esa era la  mujer de su vida, que iba a luchar por ella y que no la iba a olvidar. Al médico le pareció prematura esa afirmación pero el hombre no dejó dudas, giró la cabeza con esa mirada decidida que no conoce fronteras ni olvidos.

-Vea doctor yo doy mi vida por ella – dijo.

Entonces lo entendió  todo. Estaba enamorado y era un amor de los mejores, de esos que llegan de golpe.

Meses después,  mientras se encontraba parrandeando  en el Primero de Mayo, una canción proverbial resonó a las tres de la tarde y todo el amor del mundo retumbó en su pecho: “si yo vuelvo a encontrar el caminito a donde se divisa la ensenada y tu mano tan blanca y tan dorada… así como yo nadie te quiere”, dijo el radio sin sentir absolutamente nada.

Cuentan que el tipo enloqueció de golpe,  se levantó de pronto y se marchó sin despedirse, alquiló un  Willys rumbo a la sierra. El cielo estaba cargado de nubes negras que presagiaban lo peor pero a él no le importó, tenía poco dinero en el bolsillo pero le importó menos y se fue.

Un aguacero diluvial los agarró a mitad de camino, el carro se deslizaba de lado a lado, gemía, resbalaba  y se esforzaba como queriendo llegar  pero se atascó varias veces en la vía hasta que ya no fue posible continuar y el hombre comenzó a caminar cuando las últimas luces de la tarde daban paso a las sombras de la noche.

Caminaba con frío pero resuelto, caminaba alimentado por la ilusión de verla, era su estrella, era su destino. El viento silbaba sin compasión y la lluvia enloquecida oscurecía más la noche pero ella era su luz en medio de la tiniebla, sus ojos lo guiaban entre las montañas lluviosas.

A la media noche ya estaba agotado pero algo le daba fuerzas para continuar, cayó varias veces en la tierra mojada pero no desfallecía, el barro en su rostro ya no lo dejaba respirar y presentía el final, con el último suspiro levantó la mirada a los cielos como implorando clemencia, divisó las estrellas del norte extinguiéndose  y entonces  un relámpago primigenio iluminó el firmamento y un trueno descomunal estremeció los cimientos de la tierra de tal modo que hasta los monstruos de la noche corrieron a esconderse.

Sus rodillas cedieron,  cayó de espaldas y un grito agónico se atascó en su pecho, así estuvo sin mover un dedo hasta que un nuevo rugir del cielo lo despertó para mostrarle una luz divina, brillante y buena como nunca había visto jamás.

Esa noche ella no había dormido y también la vio. Entonces lo supo.  Se levantó despacio, se arregló el cabello, se delineó  sus ojos grandes y se perfumó la frente. Quince minutos después alguien  llegó a su puerta.  
Un suspiro de alivio disipó su angustia, caminó resuelta y abrió de prisa. Era el, mojado de pies a cabeza, temblando de frío pero habló seguro.
-Vine a buscarte –  dijo.
Ella lo miró a los ojos y ya no tuvo dudas.
-Te estaba esperando – sonrió.
[email protected]