Por. Marlon Javier Domínguez El relato del Evangelio que se lee este domingo (Juan 6, 55. 60-69) concluye un largo discurso que Jesús ha dirigido a la multitud que le seguía. En este discurso el Señor, luego de haber multiplicado cinco panes y dos peces para dar de comer a una muchedumbre, insiste en la […]
Por. Marlon Javier Domínguez
El relato del Evangelio que se lee este domingo (Juan 6, 55. 60-69) concluye un largo discurso que Jesús ha dirigido a la multitud que le seguía. En este discurso el Señor, luego de haber multiplicado cinco panes y dos peces para dar de comer a una muchedumbre, insiste en la necesidad de “trabajar no por el alimento que perece, sino por el alimento que permanece y que da vida eterna”.
Acto seguido enseña Jesús cuál es ese alimento: “mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”, dice y también: “si no coméis la carne y no bebéis la sangre del Hijo del Hombre no tendréis vida en vosotros”.
Las reacciones de la gente no se hacen esperar: en medio del asombro por aquellas palabras tan extrañas algunos simplemente callan, como intentando comprender algo en apariencia ilógico: ¿comer su carne? ¿beber su sangre?. Otros, tal vez, comprendieron a lo que se refería el Maestro y permanecían absortos en la contemplación de tan elevadas palabras. Pero muchos dieron paso al escándalo en sus pensamientos y corazones: << ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne y a beber su sangre? >> Esas palabras resultaban difíciles y duras y “muchos se volvieron atrás y ya no andaban con él”.
El Señor ve cómo mucha gente le abandona, se marchan murmurando que sus palabras son duras y cada vez son menos los que quedan con Él. Pudo haberse ideado en el momento una estrategia para conservar el “rating” o para perder la menor cantidad de seguidores, pudo haber rectificado sus palabras o suavizado su discurso haciendo correcciones y pidiendo disculpas a quienes se alejaban, pudo cambiar su predicación por una disertación falaz que intentara a todo costo mantener consigo a la mayor cantidad de adeptos posibles, a ejemplo de algunos antiguos sofistas o de algunos modernos políticos; pudo prometer para nunca cumplir o pudo darle a la gente una religión a la medida de cada quien y un Dios que puede ser manipulado a capricho personal. Pero no lo hizo. Su verdad no está en venta. Al ver que muchos se marchaban se volvió con aire desafiante hacia los doce, sus más íntimos amigos y les dijo: << ¿También vosotros queréis marcharos? >>. De inmediato se da a conocer la personalidad explosiva de Pedro, que toma la palabra y responde en nombre de todos: “Señor, ¿a quién vamos a ir? Sólo tú tienes Palabras de Vida Eterna”.
Leyendo este relato siempre me ha asaltado una duda: ¿Hacia dónde se dirigieron luego las personas que se marcharon? Es probable que hayan ido a buscar un maestro menos exigente, un maestro que se amoldara a sus necesidades o ideales religiosos o políticos, uno que no fuera tan duro como Jesús. Tal vez encontrarían un maestro con discurso elocuente y convincente, que les dijera sólo lo que ellos querían oír, pero en ningún lugar iban a encontrar al Maestro que se entrega a sí mismo como alimento y que da Vida Eterna, aquél que afirma: “mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”. Yo, personalmente, lo he encontrado en la Eucaristía.
Feliz domingo.
Por. Marlon Javier Domínguez El relato del Evangelio que se lee este domingo (Juan 6, 55. 60-69) concluye un largo discurso que Jesús ha dirigido a la multitud que le seguía. En este discurso el Señor, luego de haber multiplicado cinco panes y dos peces para dar de comer a una muchedumbre, insiste en la […]
Por. Marlon Javier Domínguez
El relato del Evangelio que se lee este domingo (Juan 6, 55. 60-69) concluye un largo discurso que Jesús ha dirigido a la multitud que le seguía. En este discurso el Señor, luego de haber multiplicado cinco panes y dos peces para dar de comer a una muchedumbre, insiste en la necesidad de “trabajar no por el alimento que perece, sino por el alimento que permanece y que da vida eterna”.
Acto seguido enseña Jesús cuál es ese alimento: “mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”, dice y también: “si no coméis la carne y no bebéis la sangre del Hijo del Hombre no tendréis vida en vosotros”.
Las reacciones de la gente no se hacen esperar: en medio del asombro por aquellas palabras tan extrañas algunos simplemente callan, como intentando comprender algo en apariencia ilógico: ¿comer su carne? ¿beber su sangre?. Otros, tal vez, comprendieron a lo que se refería el Maestro y permanecían absortos en la contemplación de tan elevadas palabras. Pero muchos dieron paso al escándalo en sus pensamientos y corazones: << ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne y a beber su sangre? >> Esas palabras resultaban difíciles y duras y “muchos se volvieron atrás y ya no andaban con él”.
El Señor ve cómo mucha gente le abandona, se marchan murmurando que sus palabras son duras y cada vez son menos los que quedan con Él. Pudo haberse ideado en el momento una estrategia para conservar el “rating” o para perder la menor cantidad de seguidores, pudo haber rectificado sus palabras o suavizado su discurso haciendo correcciones y pidiendo disculpas a quienes se alejaban, pudo cambiar su predicación por una disertación falaz que intentara a todo costo mantener consigo a la mayor cantidad de adeptos posibles, a ejemplo de algunos antiguos sofistas o de algunos modernos políticos; pudo prometer para nunca cumplir o pudo darle a la gente una religión a la medida de cada quien y un Dios que puede ser manipulado a capricho personal. Pero no lo hizo. Su verdad no está en venta. Al ver que muchos se marchaban se volvió con aire desafiante hacia los doce, sus más íntimos amigos y les dijo: << ¿También vosotros queréis marcharos? >>. De inmediato se da a conocer la personalidad explosiva de Pedro, que toma la palabra y responde en nombre de todos: “Señor, ¿a quién vamos a ir? Sólo tú tienes Palabras de Vida Eterna”.
Leyendo este relato siempre me ha asaltado una duda: ¿Hacia dónde se dirigieron luego las personas que se marcharon? Es probable que hayan ido a buscar un maestro menos exigente, un maestro que se amoldara a sus necesidades o ideales religiosos o políticos, uno que no fuera tan duro como Jesús. Tal vez encontrarían un maestro con discurso elocuente y convincente, que les dijera sólo lo que ellos querían oír, pero en ningún lugar iban a encontrar al Maestro que se entrega a sí mismo como alimento y que da Vida Eterna, aquél que afirma: “mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”. Yo, personalmente, lo he encontrado en la Eucaristía.
Feliz domingo.