El tendero contrata con la señora vender una libra de arroz y ella se compromete al pago del artículo. Una casa, unos zapatos. La mañana contrata con la tarde. Los múltiples acuerdos serían casi infinitos. En 1762, un hombre propuso el Contrato Social. La idea original, del viejo Rousseau, proviene sin asombro de Platón y […]
El tendero contrata con la señora vender una libra de arroz y ella se compromete al pago del artículo. Una casa, unos zapatos. La mañana contrata con la tarde. Los múltiples acuerdos serían casi infinitos.
En 1762, un hombre propuso el Contrato Social. La idea original, del viejo Rousseau, proviene sin asombro de Platón y algo de Epicuro. Locke también aportó la tentación de corregir los excesos humanos por el procedimiento del contrato. Era algo así como acordar que nadie tenía derecho a hacer lo que le viniera en gana. La otra cara era que todos tenían derechos y desconocerlos sería una afrenta social.
Esas ideas pasaron al horizonte de la historia y ahí se quedaron. Pero la realidad tiene ironías. A mediados del siglo XX, un político colombiano propuso el Acuerdo sobre lo Fundamental. Era una emoción conservadora porque el énfasis no estaba en el ser humano, sino en la ley. La propuesta de Álvaro Gómez Hurtado fincada en la vigencia de la ley, requería la concordia y la convivencia como presupuesto de la voluntad nacional para recuperar la moral y combatir la corrupción.
En esa sucesión de vidas, el comandante de batallas confidenciales, Jaime Bateman Cayón, habló del Diálogo Nacional. No podía ser enredado porque confiaba en la acción similar y elemental de sentarse al umbral de la puerta de la casa a charlar de los laberintos criollos, abriéndose paso entre propuestas y comentarios y pareceres entre vecinos en la esquina e incluso en el parque del barrio para que la gente del común decidiera el destino de la nación en asambleas multitudinarias.
Después de miles de días la historia lanza un desafío. El desafío se llama Pacto Histórico y su delicadeza anuncia detener las postergaciones democráticas. Pactan los partidos políticos, los gremios y la ciudadanía. Su esencia es la inmediata eficacia de la justicia social y conjuga buscar una realidad más noble que la miseria. El pacto llama a ser entre todos o por lo menos entre varios millones para construir un acuerdo de voluntades con el objeto de crear una democracia real y en serio. Las líneas gruesas sugieren modificar el modelo económico para generar riqueza y garantizar la comida en la mesa, ofrecer educación superior gratuita y transformar el sistema de salud de forma que la única condición para ser atendido por los especialistas sea estar enfermo.
Gravita en su aire elegir un presidente con la urgencia de compromiso de país y un Congreso apasionado con leyes ajustadas a la necesidad de los tiempos.
El recorrido de esas ideas algo difiere en el estilo de redacción. La rigurosidad para acordar la convivencia es la misma. La guerra, que es una preparación para la muerte, exige a las partes el acuerdo de aniquilarse mutuamente. La paz también necesita el acuerdo de vivir y dejar vivir.
Alberto Peñaranda Zequeda
El tendero contrata con la señora vender una libra de arroz y ella se compromete al pago del artículo. Una casa, unos zapatos. La mañana contrata con la tarde. Los múltiples acuerdos serían casi infinitos. En 1762, un hombre propuso el Contrato Social. La idea original, del viejo Rousseau, proviene sin asombro de Platón y […]
El tendero contrata con la señora vender una libra de arroz y ella se compromete al pago del artículo. Una casa, unos zapatos. La mañana contrata con la tarde. Los múltiples acuerdos serían casi infinitos.
En 1762, un hombre propuso el Contrato Social. La idea original, del viejo Rousseau, proviene sin asombro de Platón y algo de Epicuro. Locke también aportó la tentación de corregir los excesos humanos por el procedimiento del contrato. Era algo así como acordar que nadie tenía derecho a hacer lo que le viniera en gana. La otra cara era que todos tenían derechos y desconocerlos sería una afrenta social.
Esas ideas pasaron al horizonte de la historia y ahí se quedaron. Pero la realidad tiene ironías. A mediados del siglo XX, un político colombiano propuso el Acuerdo sobre lo Fundamental. Era una emoción conservadora porque el énfasis no estaba en el ser humano, sino en la ley. La propuesta de Álvaro Gómez Hurtado fincada en la vigencia de la ley, requería la concordia y la convivencia como presupuesto de la voluntad nacional para recuperar la moral y combatir la corrupción.
En esa sucesión de vidas, el comandante de batallas confidenciales, Jaime Bateman Cayón, habló del Diálogo Nacional. No podía ser enredado porque confiaba en la acción similar y elemental de sentarse al umbral de la puerta de la casa a charlar de los laberintos criollos, abriéndose paso entre propuestas y comentarios y pareceres entre vecinos en la esquina e incluso en el parque del barrio para que la gente del común decidiera el destino de la nación en asambleas multitudinarias.
Después de miles de días la historia lanza un desafío. El desafío se llama Pacto Histórico y su delicadeza anuncia detener las postergaciones democráticas. Pactan los partidos políticos, los gremios y la ciudadanía. Su esencia es la inmediata eficacia de la justicia social y conjuga buscar una realidad más noble que la miseria. El pacto llama a ser entre todos o por lo menos entre varios millones para construir un acuerdo de voluntades con el objeto de crear una democracia real y en serio. Las líneas gruesas sugieren modificar el modelo económico para generar riqueza y garantizar la comida en la mesa, ofrecer educación superior gratuita y transformar el sistema de salud de forma que la única condición para ser atendido por los especialistas sea estar enfermo.
Gravita en su aire elegir un presidente con la urgencia de compromiso de país y un Congreso apasionado con leyes ajustadas a la necesidad de los tiempos.
El recorrido de esas ideas algo difiere en el estilo de redacción. La rigurosidad para acordar la convivencia es la misma. La guerra, que es una preparación para la muerte, exige a las partes el acuerdo de aniquilarse mutuamente. La paz también necesita el acuerdo de vivir y dejar vivir.
Alberto Peñaranda Zequeda