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Columnista - 14 diciembre, 2011

P E R I S C O P I O domingo 15 de agosto de 2004

Desde mí cocina Por Silvia Betancourt Alliegro Por Jaime Gnecco Hernández El día que la conocí, en un verano caluroso en Buenos Aires, enseguida supe y sentí que nuestras vidas marcharían unidas por el mismo camino hasta el final de todo. Me costó seis meses convencerla de ello, y a los otros seis estábamos unidos […]

Desde mí cocina
Por Silvia Betancourt Alliegro

Por Jaime Gnecco Hernández
El día que la conocí, en un verano caluroso en Buenos Aires, enseguida supe y sentí que nuestras vidas marcharían unidas por el mismo camino hasta el final de todo. Me costó seis meses convencerla de ello, y a los otros seis estábamos unidos por los dos ritos clásicos, uniéndonos después de unos años, por el masónico. Estoy convencido que no existe ningún hombre que pueda haber amado a una mujer como yo lo hice y lo sigo haciendo con la mía. Y si lo hay, estoy dispuesto a descubrirme ante él.
Convivimos durante cuarenta y cuatro años, siete meses y siete días. Nuestro primer hijo nació en noviembre del 60 y el sexto, en diciembre del 67. Desde el primero supimos que nuestro papel en la casa sería por lo menos secundario y sacrificado, ya que el protagonismo debían generarlo ellos, así como que nosotros debíamos procurar a fin de que estudiaran capacitándose para poder ayudarse a sí mismos, poder hacerlo con los demás y servir decorosamente al país.
Esa era la idea, pero ponerla en práctica no era tan fácil, pues el dinero, motor del mundo y facilitador de todas las cosas, la verdad es que no fluía en concordancia de nuestras necesidades. Aprendimos que éste elemento si bien es importante, no es necesario todas las veces y mucho menos fundamental. Que lo importante es ponerle la proa a un ideal y hacer después lo que permita la dignidad y las buenas costumbres, para alcanzar la meta que creemos nos merecemos. Mantener en forma decorosa una familia numerosa lo mismo en Colombia que en la Argentina, Madrid o Varsovia, y además en pleno desarrollo intelectual y ansias de superación en todos sus integrantes, no es cosa fácil.
Por eso, cuando después de tantos inconvenientes, dudas, tropiezos, equivocaciones, pequeños aciertos y vuelta a empezar, llegamos a la conclusión mi mujer y yo, que éramos “especialistas en pasar trabajos” porque al final logramos superar todos los obstáculos para cumplir con la tarea de calificar a los hijos. La conciencia del deber cumplido nos trajo la satisfacción natural, de saber que nuestro trabajo era provechoso.

Cuando nos presentaron el sexto diploma de profesional obtenido, sonriente se lo mostré y le pregunté: Vieja, ¿cómo fue que lo hicimos? Ella, satisfecha y tranquila, respondió: ¿Y a mí qué me preguntás? Si no lo sabés vos, no lo sabe nadie.
Quería con ello minimizar su actuación en el puesto de comando casero, donde siempre supo lo que había que hacer, y así lo llevaba a cabo; ella fue quien trató sola a los seis hijos cuando al tiempo se enfermaron todos de sarampión y yo no estaba, al regresar a casa siempre encontraba que había tratado con acierto los diversos problemas que presentaban los chicos. Ella cursó cuatro años de Medicina en Buenos Aires y el quinto en Madrid, pero no se graduó porque siempre supo que en casa tenía suficientes y los más queridos pacientes que atender, yo incluido.

Chela fue una mujer excepcional. Con fuerza vital, energía interior y ánimo resuelto, seria, trabajadora incansable, responsable, dulce, comprensiva, cariñosa, cumplidora y exigente con los hijos, atenta con nuestros amigos, pero belicosa cuando se enteraba que alguien quería pisotearnos o hacernos pasar por tontos, y violenta cuando se traslucía el perjuicio que alguien, con más motivos para agradecernos, nos quería ocasionar. Tuvimos, por supuesto, escenas bélicas que luego se diluían en las reconciliaciones que eran un tratado del buen amor.

A mi mujer le tocó padecer, durante muchos años, una enfermedad invasora y devastadora, que sólo certifica su presencia después que ha conseguido triunfos letales sobre el organismo de sus víctimas, y – además- convierte a las mismas en cómplices de sus protervos designios al impulsarlos a consumir, casi en forma diabólica, lo que más los perjudica: el azúcar. Mi Chela sucumbió ante ella y hoy se ha ido de nuestro lado. No sabemos de ahora en adelante, qué hacer en la vida, pues siempre la centramos en Ella y los hijos; se me hace difícil trazar planes sin el punto de apoyo para sostenernos o elevarnos, pero espero que ya Dios trazará su camino para nosotros y me lo hará saber. Lo que sí sabemos es que donde Ella esté, con Ricardo, nuestro hijo, lo están preparando todo para cuando lleguemos. Espérame en el Cielo, vida mía.

Silvia Betancourt Alliegro

Columnista
14 diciembre, 2011

P E R I S C O P I O domingo 15 de agosto de 2004

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Silvia Betancourt Alliegro

Desde mí cocina Por Silvia Betancourt Alliegro Por Jaime Gnecco Hernández El día que la conocí, en un verano caluroso en Buenos Aires, enseguida supe y sentí que nuestras vidas marcharían unidas por el mismo camino hasta el final de todo. Me costó seis meses convencerla de ello, y a los otros seis estábamos unidos […]


Desde mí cocina
Por Silvia Betancourt Alliegro

Por Jaime Gnecco Hernández
El día que la conocí, en un verano caluroso en Buenos Aires, enseguida supe y sentí que nuestras vidas marcharían unidas por el mismo camino hasta el final de todo. Me costó seis meses convencerla de ello, y a los otros seis estábamos unidos por los dos ritos clásicos, uniéndonos después de unos años, por el masónico. Estoy convencido que no existe ningún hombre que pueda haber amado a una mujer como yo lo hice y lo sigo haciendo con la mía. Y si lo hay, estoy dispuesto a descubrirme ante él.
Convivimos durante cuarenta y cuatro años, siete meses y siete días. Nuestro primer hijo nació en noviembre del 60 y el sexto, en diciembre del 67. Desde el primero supimos que nuestro papel en la casa sería por lo menos secundario y sacrificado, ya que el protagonismo debían generarlo ellos, así como que nosotros debíamos procurar a fin de que estudiaran capacitándose para poder ayudarse a sí mismos, poder hacerlo con los demás y servir decorosamente al país.
Esa era la idea, pero ponerla en práctica no era tan fácil, pues el dinero, motor del mundo y facilitador de todas las cosas, la verdad es que no fluía en concordancia de nuestras necesidades. Aprendimos que éste elemento si bien es importante, no es necesario todas las veces y mucho menos fundamental. Que lo importante es ponerle la proa a un ideal y hacer después lo que permita la dignidad y las buenas costumbres, para alcanzar la meta que creemos nos merecemos. Mantener en forma decorosa una familia numerosa lo mismo en Colombia que en la Argentina, Madrid o Varsovia, y además en pleno desarrollo intelectual y ansias de superación en todos sus integrantes, no es cosa fácil.
Por eso, cuando después de tantos inconvenientes, dudas, tropiezos, equivocaciones, pequeños aciertos y vuelta a empezar, llegamos a la conclusión mi mujer y yo, que éramos “especialistas en pasar trabajos” porque al final logramos superar todos los obstáculos para cumplir con la tarea de calificar a los hijos. La conciencia del deber cumplido nos trajo la satisfacción natural, de saber que nuestro trabajo era provechoso.

Cuando nos presentaron el sexto diploma de profesional obtenido, sonriente se lo mostré y le pregunté: Vieja, ¿cómo fue que lo hicimos? Ella, satisfecha y tranquila, respondió: ¿Y a mí qué me preguntás? Si no lo sabés vos, no lo sabe nadie.
Quería con ello minimizar su actuación en el puesto de comando casero, donde siempre supo lo que había que hacer, y así lo llevaba a cabo; ella fue quien trató sola a los seis hijos cuando al tiempo se enfermaron todos de sarampión y yo no estaba, al regresar a casa siempre encontraba que había tratado con acierto los diversos problemas que presentaban los chicos. Ella cursó cuatro años de Medicina en Buenos Aires y el quinto en Madrid, pero no se graduó porque siempre supo que en casa tenía suficientes y los más queridos pacientes que atender, yo incluido.

Chela fue una mujer excepcional. Con fuerza vital, energía interior y ánimo resuelto, seria, trabajadora incansable, responsable, dulce, comprensiva, cariñosa, cumplidora y exigente con los hijos, atenta con nuestros amigos, pero belicosa cuando se enteraba que alguien quería pisotearnos o hacernos pasar por tontos, y violenta cuando se traslucía el perjuicio que alguien, con más motivos para agradecernos, nos quería ocasionar. Tuvimos, por supuesto, escenas bélicas que luego se diluían en las reconciliaciones que eran un tratado del buen amor.

A mi mujer le tocó padecer, durante muchos años, una enfermedad invasora y devastadora, que sólo certifica su presencia después que ha conseguido triunfos letales sobre el organismo de sus víctimas, y – además- convierte a las mismas en cómplices de sus protervos designios al impulsarlos a consumir, casi en forma diabólica, lo que más los perjudica: el azúcar. Mi Chela sucumbió ante ella y hoy se ha ido de nuestro lado. No sabemos de ahora en adelante, qué hacer en la vida, pues siempre la centramos en Ella y los hijos; se me hace difícil trazar planes sin el punto de apoyo para sostenernos o elevarnos, pero espero que ya Dios trazará su camino para nosotros y me lo hará saber. Lo que sí sabemos es que donde Ella esté, con Ricardo, nuestro hijo, lo están preparando todo para cuando lleguemos. Espérame en el Cielo, vida mía.

Silvia Betancourt Alliegro