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Columnista - 17 octubre, 2010

P E R I S C O P I O

Por: JAIME GNECCO HERNANDEZ Todavía recuerdo con gran emoción cuando de muchacho veía a mi padre, Inspector de Trabajos del Distrito de Carreteras  No 12, actuar en todas las situaciones adversas que se presentaban en su pequeño gran mundo como era el de su trabajo y lo que tuviera que ver con los hombres a […]

Por: JAIME GNECCO HERNANDEZ

Todavía recuerdo con gran emoción cuando de muchacho veía a mi padre, Inspector de Trabajos del Distrito de Carreteras  No 12, actuar en todas las situaciones adversas que se presentaban en su pequeño gran mundo como era el de su trabajo y lo que tuviera que ver con los hombres a su cargo, a los cuales concitaba a la colaboración ante cualquier problema específico de ellos o de la ciudadanía en general.
Por allá,  por el año 36, viviendo en Urumita, casi como a las 8 p.m., hora de acostarse, le llegó la noticia que el chofer de una volqueta intentó cruzar el Marquezote crecido y corría el peligro de ser arrastrado por la fuerte corriente junto con el personal que iba con él, o cuando en Codazzi, donde estábamos recién llegados, en el 41, Icho Córdoba, un jornalero, con tragos, salió de pelea con alguien local y una gran cantidad de gente lo quería linchar.

En ambos casos, ví a mi padre sereno y enérgico reunir a la gente, explicarle de qué se trataba, pedirle su colaboración y con mucha convicción, estimularlos con la frase que utilizaba para éstos casos: “Vamos, muchachos, donde hay hombres no mueren hombres”; éstos casos y muchos más, fueron resueltos con su fórmula; por eso y mucho más, Miguel Gnecco se convirtió  en mi héroe y mi personaje inolvidable al darme testimonios permanentes de su profunda humanidad y su acendrado espíritu de justicia.
A los pocos años, me tocó leer a Publio Terencio Afer, esclavo griego, liberto romano que en una de sus obras pone a decir a Formión, “hombre soy y nada de lo que es humano, me es ajeno” oración que recibí con mucha satisfacción pues corroboraba, dos mil años antes, lo dicho por mi padre, sin conocerlo, lo que me convenció una vez más que lo suyo no era ni estudiado ni aprendido, sino algo que brotaba de su propio ser; ahí supe que debía seguir sus pasos máxime cuando yo tenía la oportunidad que él me brindaba de estudiar, que él no  tuvo.
El mundo de hoy, tan descristianado él,  lleno de valores falsos o superfluos cuyo mayor valor es el becerro de oro, donde todos se complacen haciendo dinero a manos llenas y de cualquier manera, y después se quejan que perdieron la familia y los amigos; el mundo de hoy, insisto, está recibiendo un mensaje clarísimo que puede venir desde lo más alto o quizá desde muy abajo; el asunto es que el mensaje viene y dice que sólo con el Amor, se puede salvar el mundo.
Creo que ni Julio Verne lo soñó, pero Beethoven sí, cuando a su novena sinfonía, la Coral, le incorporó la “Oda a la Alegría” de Schiller que en uno de sus versos dice: ”para que los hombres puedan volver a ser hermanos”, y qué mejor motivo para serlo que el rescate que logró Chile de sus treinta y tres mineros a más de setecientos metros de la superficie del desierto de Atacama.
El Estado de Chile, lo mismo que su gobierno y su pueblo, aceptaron el reto, tomaron el asunto en sus manos para resolverlo como cosa propia y desde su Presidente, el señor Piñera, se han hecho cargo del problema sin protagonismo escénico, sin demagogia, convencidos que es su deber y obligación servir a su pueblo que confió en él y seguro que lo resolverán exitosamente con el beneplácito de todo el mundo que ha seguido con interés y simpatía todas las peripecias de éste suceso.
Seguro que de éste percance, el pueblo de Chile, que como todos ha tenido  polarizaciones y disensiones, salió más fortalecido y unido que nunca, porque no son los ratos alegres que se pasan juntos, los que unen a las personas, sino aquellos  en que se sufre juntos, por eso los ejemplos de gran amistad en la gente de baja escala social a quienes les toca apechugar uno al lado del otro, para soportar los malos ratos de la vida a los que se agregan las injusticias sociales que nos endilgan los malos gobernantes; de ahí la unión  de la época de estudiantes, época de estrecheces que a ratos se compensan con una  buena pareja  de amigos.
El mensaje que trae ésta lección de sacrificio y coraje, de solidaridad humana, de cumplimiento del deber sin falsas promesas, en fin, de un país que le ha dicho al mundo entero durante dos meses largos, que le interesa mucho la vida de unos mineros pobres, como si fueran  lores o pares del reino, pues en ese país todos son iguales ante la ley, de seguro que el mensaje no es sólo para el pueblo chileno, sino para todo el mundo; que ya es hora de enterarse de Jesucristo si es que no saben de El, de dejar las faroladas de indiferencia ante los demás, que con el prójimo también estamos obligados, que el odio y las guerras nada resuelven, que en verdad, los hombres podemos volver a ser hermanos. Y que donde hay hombres, no deben morir hombres.
Nos alegra que todo haya salido bien,  y que los chilenos puedan seguir exclamando: Chi chí chí, le le lé, viva Chile, mi herrrrmosa tierra!.

Columnista
17 octubre, 2010

P E R I S C O P I O

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Jaime Gnecco Hernandez

Por: JAIME GNECCO HERNANDEZ Todavía recuerdo con gran emoción cuando de muchacho veía a mi padre, Inspector de Trabajos del Distrito de Carreteras  No 12, actuar en todas las situaciones adversas que se presentaban en su pequeño gran mundo como era el de su trabajo y lo que tuviera que ver con los hombres a […]


Por: JAIME GNECCO HERNANDEZ

Todavía recuerdo con gran emoción cuando de muchacho veía a mi padre, Inspector de Trabajos del Distrito de Carreteras  No 12, actuar en todas las situaciones adversas que se presentaban en su pequeño gran mundo como era el de su trabajo y lo que tuviera que ver con los hombres a su cargo, a los cuales concitaba a la colaboración ante cualquier problema específico de ellos o de la ciudadanía en general.
Por allá,  por el año 36, viviendo en Urumita, casi como a las 8 p.m., hora de acostarse, le llegó la noticia que el chofer de una volqueta intentó cruzar el Marquezote crecido y corría el peligro de ser arrastrado por la fuerte corriente junto con el personal que iba con él, o cuando en Codazzi, donde estábamos recién llegados, en el 41, Icho Córdoba, un jornalero, con tragos, salió de pelea con alguien local y una gran cantidad de gente lo quería linchar.

En ambos casos, ví a mi padre sereno y enérgico reunir a la gente, explicarle de qué se trataba, pedirle su colaboración y con mucha convicción, estimularlos con la frase que utilizaba para éstos casos: “Vamos, muchachos, donde hay hombres no mueren hombres”; éstos casos y muchos más, fueron resueltos con su fórmula; por eso y mucho más, Miguel Gnecco se convirtió  en mi héroe y mi personaje inolvidable al darme testimonios permanentes de su profunda humanidad y su acendrado espíritu de justicia.
A los pocos años, me tocó leer a Publio Terencio Afer, esclavo griego, liberto romano que en una de sus obras pone a decir a Formión, “hombre soy y nada de lo que es humano, me es ajeno” oración que recibí con mucha satisfacción pues corroboraba, dos mil años antes, lo dicho por mi padre, sin conocerlo, lo que me convenció una vez más que lo suyo no era ni estudiado ni aprendido, sino algo que brotaba de su propio ser; ahí supe que debía seguir sus pasos máxime cuando yo tenía la oportunidad que él me brindaba de estudiar, que él no  tuvo.
El mundo de hoy, tan descristianado él,  lleno de valores falsos o superfluos cuyo mayor valor es el becerro de oro, donde todos se complacen haciendo dinero a manos llenas y de cualquier manera, y después se quejan que perdieron la familia y los amigos; el mundo de hoy, insisto, está recibiendo un mensaje clarísimo que puede venir desde lo más alto o quizá desde muy abajo; el asunto es que el mensaje viene y dice que sólo con el Amor, se puede salvar el mundo.
Creo que ni Julio Verne lo soñó, pero Beethoven sí, cuando a su novena sinfonía, la Coral, le incorporó la “Oda a la Alegría” de Schiller que en uno de sus versos dice: ”para que los hombres puedan volver a ser hermanos”, y qué mejor motivo para serlo que el rescate que logró Chile de sus treinta y tres mineros a más de setecientos metros de la superficie del desierto de Atacama.
El Estado de Chile, lo mismo que su gobierno y su pueblo, aceptaron el reto, tomaron el asunto en sus manos para resolverlo como cosa propia y desde su Presidente, el señor Piñera, se han hecho cargo del problema sin protagonismo escénico, sin demagogia, convencidos que es su deber y obligación servir a su pueblo que confió en él y seguro que lo resolverán exitosamente con el beneplácito de todo el mundo que ha seguido con interés y simpatía todas las peripecias de éste suceso.
Seguro que de éste percance, el pueblo de Chile, que como todos ha tenido  polarizaciones y disensiones, salió más fortalecido y unido que nunca, porque no son los ratos alegres que se pasan juntos, los que unen a las personas, sino aquellos  en que se sufre juntos, por eso los ejemplos de gran amistad en la gente de baja escala social a quienes les toca apechugar uno al lado del otro, para soportar los malos ratos de la vida a los que se agregan las injusticias sociales que nos endilgan los malos gobernantes; de ahí la unión  de la época de estudiantes, época de estrecheces que a ratos se compensan con una  buena pareja  de amigos.
El mensaje que trae ésta lección de sacrificio y coraje, de solidaridad humana, de cumplimiento del deber sin falsas promesas, en fin, de un país que le ha dicho al mundo entero durante dos meses largos, que le interesa mucho la vida de unos mineros pobres, como si fueran  lores o pares del reino, pues en ese país todos son iguales ante la ley, de seguro que el mensaje no es sólo para el pueblo chileno, sino para todo el mundo; que ya es hora de enterarse de Jesucristo si es que no saben de El, de dejar las faroladas de indiferencia ante los demás, que con el prójimo también estamos obligados, que el odio y las guerras nada resuelven, que en verdad, los hombres podemos volver a ser hermanos. Y que donde hay hombres, no deben morir hombres.
Nos alegra que todo haya salido bien,  y que los chilenos puedan seguir exclamando: Chi chí chí, le le lé, viva Chile, mi herrrrmosa tierra!.