Por: Valerio Mejía Araujo “¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra” Salmos 73:25” Estoy seguro que todos hemos experimentado lo que significa la nostalgia. En mis años mozos, cuando estudiaba interno en Cartagena, llegué a experimentar una gran nostalgia por Valledupar. Cada regreso […]
Por: Valerio Mejía Araujo
“¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra” Salmos 73:25”
Estoy seguro que todos hemos experimentado lo que significa la nostalgia. En mis años mozos, cuando estudiaba interno en Cartagena, llegué a experimentar una gran nostalgia por Valledupar. Cada regreso al estudio significaba dejar a mi familia, mis amigos, el ambiente donde me sentía seguro y protegido. Durante las siguientes semanas, echaba de menos todo aquello que había dejado y sólo el recuerdo de personas o momentos vividos me hacían sentir algún tipo de refrigerio hasta que poco a poco me iba acostumbrando a la nueva vida del internado. Luego, con cada carta que recibía, se fortalecía mi esperanza de volver, y la realidad de mi Valle querido, a este lado del río Magdalena, se mantenía viva en mi corazón.
Así mismo, el sentimiento nostálgico de Dios es ese deseo de estar en su presencia y compartir con Él la realidad de nuestra vida diaria; es sentir hambre por su presencia y desear conocerle cada día más.
Pero en ocasiones esa nostalgia que sentimos de Dios se ve amenazada por nuestros propios apetitos internos tan intensos. Creo que el mayor enemigo del hambre de Dios, lo que apacigua nuestro deseo y apetito del cielo no es la participación en el banquete premeditado y consciente de los malvados, sino el constante picoteo entre comidas a la mesa del mundo. No es tanto el pecado consciente y voluntario sino los constantes sorbos de trivialidad que ingerimos cada noche. En la Parábola de la Gran Cena, Jesús nos hace entender que lo que nos separa de la mesa del banquete de su amor acaba siendo “una porción de terreno, una yunta de bueyes y una esposa”.
Lo que trato de decir es que el mayor adversario del amor de Dios no son aquellos enemigos grandes y plenamente identificados como el mundo, la carne y el diablo; sino son sus dones y regalos.
Los apetitos más peligrosos y mortíferos no son las toxicas venenosas de la rebeldía abierta y espontánea, sino los sencillos placeres que se levantan como sustitutos de Dios, llevándonos con cabestro hacia la idolatría.
En la Parábola del Sembrador, Jesús dijo que “los placeres de la vida y la codicia de otras cosas”, entran y ahogan la palabra y se hace infructuosa. Los placeres y las otras cosas, no necesariamente son malos en sí mismo. No se trata de vicios, pecados o equivocaciones, sino de todas aquellas cosas que se convierten en sustitutos de la comunión con Dios.
Querido amigo lector, Dios quiere conocer la realidad auténtica de nuestra preferencia por Él por sobre todas las cosas. Dios desea que dispongamos del testimonio de nuestra propia autenticidad por medio de actos en los que le preferimos por encima de sus dones y regalos. Fácilmente podemos ser engañados al pensar que amamos a Dios, a menos que pongamos a prueba ese presunto amor, y lo demostremos prefiriéndolo por encima de todas las otras cosas, expresado con palabras y con acciones.
Hoy quiero invitarte a despertar el deseo de que Dios tenga la supremacía en todas las cosas, a que avivemos la llama de su presencia en nuestras vidas y que en todas aquellas cosas que emprendamos, Dios siempre tenga el primer lugar.
Mientras más profundamente caminemos con Cristo, más hambre tendremos de Dios… Más nostalgia sentiremos del cielo… Más desearemos toda la plenitud de Dios en nuestras vidas.
Oremos: “Querido Dios, saca de mi vida las pequeñas cosas, que no dejan espacio para las importantes y dame nostalgia por tu presencia. Gracias. Amén”
Recuerda: Dios no nos ha creado para picotear en la mesa del mundo, sino para sentarnos a la mesa del banquete. Permite que su Santo Espíritu despierte nostalgia de su presencia en tu corazón.
Te mando un abrazo y muchas bendiciones…
Por: Valerio Mejía Araujo “¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra” Salmos 73:25” Estoy seguro que todos hemos experimentado lo que significa la nostalgia. En mis años mozos, cuando estudiaba interno en Cartagena, llegué a experimentar una gran nostalgia por Valledupar. Cada regreso […]
Por: Valerio Mejía Araujo
“¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra” Salmos 73:25”
Estoy seguro que todos hemos experimentado lo que significa la nostalgia. En mis años mozos, cuando estudiaba interno en Cartagena, llegué a experimentar una gran nostalgia por Valledupar. Cada regreso al estudio significaba dejar a mi familia, mis amigos, el ambiente donde me sentía seguro y protegido. Durante las siguientes semanas, echaba de menos todo aquello que había dejado y sólo el recuerdo de personas o momentos vividos me hacían sentir algún tipo de refrigerio hasta que poco a poco me iba acostumbrando a la nueva vida del internado. Luego, con cada carta que recibía, se fortalecía mi esperanza de volver, y la realidad de mi Valle querido, a este lado del río Magdalena, se mantenía viva en mi corazón.
Así mismo, el sentimiento nostálgico de Dios es ese deseo de estar en su presencia y compartir con Él la realidad de nuestra vida diaria; es sentir hambre por su presencia y desear conocerle cada día más.
Pero en ocasiones esa nostalgia que sentimos de Dios se ve amenazada por nuestros propios apetitos internos tan intensos. Creo que el mayor enemigo del hambre de Dios, lo que apacigua nuestro deseo y apetito del cielo no es la participación en el banquete premeditado y consciente de los malvados, sino el constante picoteo entre comidas a la mesa del mundo. No es tanto el pecado consciente y voluntario sino los constantes sorbos de trivialidad que ingerimos cada noche. En la Parábola de la Gran Cena, Jesús nos hace entender que lo que nos separa de la mesa del banquete de su amor acaba siendo “una porción de terreno, una yunta de bueyes y una esposa”.
Lo que trato de decir es que el mayor adversario del amor de Dios no son aquellos enemigos grandes y plenamente identificados como el mundo, la carne y el diablo; sino son sus dones y regalos.
Los apetitos más peligrosos y mortíferos no son las toxicas venenosas de la rebeldía abierta y espontánea, sino los sencillos placeres que se levantan como sustitutos de Dios, llevándonos con cabestro hacia la idolatría.
En la Parábola del Sembrador, Jesús dijo que “los placeres de la vida y la codicia de otras cosas”, entran y ahogan la palabra y se hace infructuosa. Los placeres y las otras cosas, no necesariamente son malos en sí mismo. No se trata de vicios, pecados o equivocaciones, sino de todas aquellas cosas que se convierten en sustitutos de la comunión con Dios.
Querido amigo lector, Dios quiere conocer la realidad auténtica de nuestra preferencia por Él por sobre todas las cosas. Dios desea que dispongamos del testimonio de nuestra propia autenticidad por medio de actos en los que le preferimos por encima de sus dones y regalos. Fácilmente podemos ser engañados al pensar que amamos a Dios, a menos que pongamos a prueba ese presunto amor, y lo demostremos prefiriéndolo por encima de todas las otras cosas, expresado con palabras y con acciones.
Hoy quiero invitarte a despertar el deseo de que Dios tenga la supremacía en todas las cosas, a que avivemos la llama de su presencia en nuestras vidas y que en todas aquellas cosas que emprendamos, Dios siempre tenga el primer lugar.
Mientras más profundamente caminemos con Cristo, más hambre tendremos de Dios… Más nostalgia sentiremos del cielo… Más desearemos toda la plenitud de Dios en nuestras vidas.
Oremos: “Querido Dios, saca de mi vida las pequeñas cosas, que no dejan espacio para las importantes y dame nostalgia por tu presencia. Gracias. Amén”
Recuerda: Dios no nos ha creado para picotear en la mesa del mundo, sino para sentarnos a la mesa del banquete. Permite que su Santo Espíritu despierte nostalgia de su presencia en tu corazón.
Te mando un abrazo y muchas bendiciones…