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Columnista - 24 diciembre, 2017

El nordeste, la Navidad y mi fiebre

Cuando esta columna escribo mis ojos parecen derretirse calientes y me duelen, y una fiebre violenta y perniciosa abraza mi cuerpo, siendo las bebidas frías y mi hamaca lo único que me alivia. Esto me recuerda que cada vez que me llevaban a Riohacha en diciembre y sentía la brisa del nordeste que llegaba con […]

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Cuando esta columna escribo mis ojos parecen derretirse calientes y me duelen, y una fiebre violenta y perniciosa abraza mi cuerpo, siendo las bebidas frías y mi hamaca lo único que me alivia. Esto me recuerda que cada vez que me llevaban a Riohacha en diciembre y sentía la brisa del nordeste que llegaba con las tardes, me producía fiebre, ese era un refriado ineludible, como si se tratara de alguna promesa incumplida a un santo, esa vaina no me la libraba nadie.

Cuando así sucedió, recuerdo como si hubiera sido ayer, que mi vieja amanecía al pie de mi hamaca rayá mientras la tía ‘Negra’ se pasaba la noche inventando remedios caseros que cuando sentía su olor empeoraba mi condición, arrancaba con una pócima de manzanilla “con un puntico” de sal, seguía la “toma” de verbena, y para reestablecerme una sopita “de piedra”, que era un caldo suave con fideos, papas, pastilla Maggi, cebollín y apio, después venía el terror cuando llegaba mi tía Nelis Medina con su estuchito metálico, cuyo solido de jeringas y agujas reutilizables se quedaron grabados en mis cesos porque me parecía espantoso, ella y Ana Isabel Peralta iban a colocarme inyecciones, para lo cual debía acudir, para ayudar a agarrarme, todo el vecindario.

Cuando escucho la canción titulada ‘Cariño de madre’, de la autoría de Gustavo Gutiérrez Cabello, parece que estuviera narrando aquellos acontecimientos cuando dice: “Cuando niño me enfermé, allí estaba esa mujer con sus caricias y mimos sinceros”, igual mientras inmovilizaban a la fuerza al nene de la casa para clavarle el pinchazo al momento de inyectarme, mi vieja impotente y –lo sé- con el alma partida intentaba consolarme diciéndome que no me dolería, que ya iba a salir de eso y el Niño Dios traería para mí un lindo aguinaldo.

Hoy la he extrañado más que siempre, al enfermo solo lo sabe manejar su vieja, los demás lo intentan, pero no es igual, sin duda ya estaría bañándome con agua de matarraton cocida, y hubiera cubierto mi hamaca de punta a punta entre todas, como solían hacerlo, con una grandísima sábana blanca de Otomana humedecida con agua fría, y cada hora nos daban sobos en la espalda, el pecho y las piernas con chirrinchi, un famosísimo ron artesanal barato y tradicional que en el pueblo era conocido como “Jopo e tigre”, el cual era consumido para quienes no tenían suficiente dinero para comprar aguardientes, Ron Caña, Centenario, Robertico u Old Parr que eran los más conocidos entonces.

Ya ni la fiebre es igual, el olor de la Navidad también cambió, a ningún enfermo lo bañan con agua de bruscos, y este cuerpecito se ha vuelto inmune al nordeste porque habían transcurrido más de treinta años desde que tuve la última fiebre decembrina, y han pasado cuarenta años desde aquella Navidad cuando casi todo Monguí corrió detrás de mí a agarrarme para que la enfermera del pueblo Genith Luque, me colocara la última inyección que en mi vida he padecido, menos mal que nunca he sufrido de nada porque al ver la aguja mejoraría, recordaría con pavor el clinclinclin de las jeringuillas y la variedad de agujas pequeñas romas y grandes que usaban dependiendo la víctima.
Compartimos nuestra nostalgia y los recuerdos con nuestros lectores que han perdido como yo a sus viejos, pero no sus bendiciones porque ahora nos vienen desde el cielo, tiene razón Omar Geles, en ‘Brisas de Navidad’, cuando dice de sus viejos “Navidad, quisiera encontrarlos de nuevo”.

Columnista
24 diciembre, 2017

El nordeste, la Navidad y mi fiebre

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Luis Eduardo Acosta Medina

Cuando esta columna escribo mis ojos parecen derretirse calientes y me duelen, y una fiebre violenta y perniciosa abraza mi cuerpo, siendo las bebidas frías y mi hamaca lo único que me alivia. Esto me recuerda que cada vez que me llevaban a Riohacha en diciembre y sentía la brisa del nordeste que llegaba con […]


Cuando esta columna escribo mis ojos parecen derretirse calientes y me duelen, y una fiebre violenta y perniciosa abraza mi cuerpo, siendo las bebidas frías y mi hamaca lo único que me alivia. Esto me recuerda que cada vez que me llevaban a Riohacha en diciembre y sentía la brisa del nordeste que llegaba con las tardes, me producía fiebre, ese era un refriado ineludible, como si se tratara de alguna promesa incumplida a un santo, esa vaina no me la libraba nadie.

Cuando así sucedió, recuerdo como si hubiera sido ayer, que mi vieja amanecía al pie de mi hamaca rayá mientras la tía ‘Negra’ se pasaba la noche inventando remedios caseros que cuando sentía su olor empeoraba mi condición, arrancaba con una pócima de manzanilla “con un puntico” de sal, seguía la “toma” de verbena, y para reestablecerme una sopita “de piedra”, que era un caldo suave con fideos, papas, pastilla Maggi, cebollín y apio, después venía el terror cuando llegaba mi tía Nelis Medina con su estuchito metálico, cuyo solido de jeringas y agujas reutilizables se quedaron grabados en mis cesos porque me parecía espantoso, ella y Ana Isabel Peralta iban a colocarme inyecciones, para lo cual debía acudir, para ayudar a agarrarme, todo el vecindario.

Cuando escucho la canción titulada ‘Cariño de madre’, de la autoría de Gustavo Gutiérrez Cabello, parece que estuviera narrando aquellos acontecimientos cuando dice: “Cuando niño me enfermé, allí estaba esa mujer con sus caricias y mimos sinceros”, igual mientras inmovilizaban a la fuerza al nene de la casa para clavarle el pinchazo al momento de inyectarme, mi vieja impotente y –lo sé- con el alma partida intentaba consolarme diciéndome que no me dolería, que ya iba a salir de eso y el Niño Dios traería para mí un lindo aguinaldo.

Hoy la he extrañado más que siempre, al enfermo solo lo sabe manejar su vieja, los demás lo intentan, pero no es igual, sin duda ya estaría bañándome con agua de matarraton cocida, y hubiera cubierto mi hamaca de punta a punta entre todas, como solían hacerlo, con una grandísima sábana blanca de Otomana humedecida con agua fría, y cada hora nos daban sobos en la espalda, el pecho y las piernas con chirrinchi, un famosísimo ron artesanal barato y tradicional que en el pueblo era conocido como “Jopo e tigre”, el cual era consumido para quienes no tenían suficiente dinero para comprar aguardientes, Ron Caña, Centenario, Robertico u Old Parr que eran los más conocidos entonces.

Ya ni la fiebre es igual, el olor de la Navidad también cambió, a ningún enfermo lo bañan con agua de bruscos, y este cuerpecito se ha vuelto inmune al nordeste porque habían transcurrido más de treinta años desde que tuve la última fiebre decembrina, y han pasado cuarenta años desde aquella Navidad cuando casi todo Monguí corrió detrás de mí a agarrarme para que la enfermera del pueblo Genith Luque, me colocara la última inyección que en mi vida he padecido, menos mal que nunca he sufrido de nada porque al ver la aguja mejoraría, recordaría con pavor el clinclinclin de las jeringuillas y la variedad de agujas pequeñas romas y grandes que usaban dependiendo la víctima.
Compartimos nuestra nostalgia y los recuerdos con nuestros lectores que han perdido como yo a sus viejos, pero no sus bendiciones porque ahora nos vienen desde el cielo, tiene razón Omar Geles, en ‘Brisas de Navidad’, cuando dice de sus viejos “Navidad, quisiera encontrarlos de nuevo”.