Hemos llegado al quinto de los mandamientos. Se trata de la prohibición de matar o, mejor aún, de la obligación de salvaguardar la vida. Este mandato se refiere principal, pero no únicamente, a la vida humana. La lógica es simple: no podemos disponer de aquello que no nos pertenece y, ni la vida propia ni […]
Hemos llegado al quinto de los mandamientos. Se trata de la prohibición de matar o, mejor aún, de la obligación de salvaguardar la vida. Este mandato se refiere principal, pero no únicamente, a la vida humana. La lógica es simple: no podemos disponer de aquello que no nos pertenece y, ni la vida propia ni la de nuestros semejantes son nuestras, al contrario, son propiedad de Aquél que libremente decidió hacernos diferentes de la mera materia.
Es verdad que podemos muchas veces vivir situaciones de desesperación y angustia extrema, que justamente podrían llevarnos a considerar la posibilidad de acabar con nuestra existencia, pero no es menos cierto que, aún en medio de esas oscuras noches, contamos con la ayuda de la divina luz que nos anima a encontrar otra salida. El suicidio atenta contra el plan de Dios y se constituye, cuando se realiza de manera plenamente consciente, en expresión de incredulidad en la omnipotencia de Dios. El suicida afirma con su último acto que no hay ya salida, que no hay ya sentido y que Dios no tiene poder sobre su dolor. Evitemos, sin embargo, la tentación de juzgar a quienes han decidido poner fin a su propia existencia. Sólo Dios puede juzgar, porque sólo Dios conoce el corazón y la conciencia humanas, y sólo él puede escuchar el último suspiro del hombre.
De la misma manera, es preciso recordar que no es lícito quitar la vida a un semejante. Hacerlo equivale a ponerse en el lugar de Dios. El homicida hace maldita la tierra, lo mismo que aquél desgraciado que hizo correr la sangre de su hermano en los inicios de la humanidad. Es verdad que existen muchas personas que a nuestro juicio merecerían la muerte, pero ¿quiénes somos nosotros para decidirlo? Es verdad que numerosas circunstancias podrían nublar nuestra razón y hacernos pensar que cegar una o varias vidas resultaría justo, pero no es así. Ni siquiera Dios quiso tomar la vida del fratricida…
El aborto es otra de las prácticas que prohíbe este mandato y, lastimosamente, una de las grandes plagas de nuestros días. La vida humana (y el feto es vida humana) merece ser respetada y protegida desde su concepción.
Finalmente, aunque a nadie le gustaría ver sufrir a sus seres queridos, es preciso considerar que la eutanasia es también un atentado contra el quinto de los mandamientos. No somos nosotros la instancia decisiva de la vida. No nos hemos dado la vida a nosotros mismos y, por tanto, no nos corresponde determinar cuándo empieza ni cuando termina. Nuestra tarea es vivir y encontrar sentido a nuestra existencia dando sentido a la de otros.
Hemos llegado al quinto de los mandamientos. Se trata de la prohibición de matar o, mejor aún, de la obligación de salvaguardar la vida. Este mandato se refiere principal, pero no únicamente, a la vida humana. La lógica es simple: no podemos disponer de aquello que no nos pertenece y, ni la vida propia ni […]
Hemos llegado al quinto de los mandamientos. Se trata de la prohibición de matar o, mejor aún, de la obligación de salvaguardar la vida. Este mandato se refiere principal, pero no únicamente, a la vida humana. La lógica es simple: no podemos disponer de aquello que no nos pertenece y, ni la vida propia ni la de nuestros semejantes son nuestras, al contrario, son propiedad de Aquél que libremente decidió hacernos diferentes de la mera materia.
Es verdad que podemos muchas veces vivir situaciones de desesperación y angustia extrema, que justamente podrían llevarnos a considerar la posibilidad de acabar con nuestra existencia, pero no es menos cierto que, aún en medio de esas oscuras noches, contamos con la ayuda de la divina luz que nos anima a encontrar otra salida. El suicidio atenta contra el plan de Dios y se constituye, cuando se realiza de manera plenamente consciente, en expresión de incredulidad en la omnipotencia de Dios. El suicida afirma con su último acto que no hay ya salida, que no hay ya sentido y que Dios no tiene poder sobre su dolor. Evitemos, sin embargo, la tentación de juzgar a quienes han decidido poner fin a su propia existencia. Sólo Dios puede juzgar, porque sólo Dios conoce el corazón y la conciencia humanas, y sólo él puede escuchar el último suspiro del hombre.
De la misma manera, es preciso recordar que no es lícito quitar la vida a un semejante. Hacerlo equivale a ponerse en el lugar de Dios. El homicida hace maldita la tierra, lo mismo que aquél desgraciado que hizo correr la sangre de su hermano en los inicios de la humanidad. Es verdad que existen muchas personas que a nuestro juicio merecerían la muerte, pero ¿quiénes somos nosotros para decidirlo? Es verdad que numerosas circunstancias podrían nublar nuestra razón y hacernos pensar que cegar una o varias vidas resultaría justo, pero no es así. Ni siquiera Dios quiso tomar la vida del fratricida…
El aborto es otra de las prácticas que prohíbe este mandato y, lastimosamente, una de las grandes plagas de nuestros días. La vida humana (y el feto es vida humana) merece ser respetada y protegida desde su concepción.
Finalmente, aunque a nadie le gustaría ver sufrir a sus seres queridos, es preciso considerar que la eutanasia es también un atentado contra el quinto de los mandamientos. No somos nosotros la instancia decisiva de la vida. No nos hemos dado la vida a nosotros mismos y, por tanto, no nos corresponde determinar cuándo empieza ni cuando termina. Nuestra tarea es vivir y encontrar sentido a nuestra existencia dando sentido a la de otros.